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Mujica y su esposa, la senadora Lucía Topolanski, se han convertido en el símbolo de una nueva manera de gobernar, muy lejos de los protocolos.

URUGUAY

Adiós a Pepe Mujica

José Mujica llega al final de un mandato que cambió a su país e inspiró al mundo. Semblanza de un personaje que entra a la historia.

28 de febrero de 2015

Desde el primer día de su gobierno, José Mujica marcó la diferencia. Sin corbata, algo despeinado y más pendiente de sus gafas para la presbicia que de los medios, el hombre que estaba a punto de ostentar el cargo más importante de su país parecía más un tipo cualquiera salido de la multitud, que un político tradicional. En sus cinco años de gobierno tendría varias oportunidades de confirmar esa impresión. También, de precisar qué clase de ‘tipo cualquiera’ era.

Por un lado, el Pepe (como prefiere que lo llamen) inspira una cercanía inusual en un continente marcado por el caudillismo populista. Pero a diferencia de otros protagonistas recientes de la izquierda latinoamericana, como Fidel Castro, el difunto Hugo Chávez e incluso Lula da Silva, el saliente presidente de Uruguay está en las antípodas del tipo duro y seguro de sí mismo. Dentro y fuera de su país es ampliamente apreciado, pero no como el hombre de las soluciones providenciales sino más bien por lo contrario: durante sus cinco años de gobierno Mujica ha sido de una franqueza inédita a la hora de hablar de sus incertidumbres, sus tristezas y sus desencantos. En buena medida, sus debilidades lo preceden.

Sin embargo, el Pepe también llega al final de su mandato convertido en uno de los gobernantes más respetados y escuchados de todo el mundo. Y aunque la ausencia de líderes competentes en los cinco continentes podría llevar a concluir que en tierra de ciegos el tuerto es rey, lo cierto es que sus lúcidos discursos y su austera forma de vida lo han convertido en un personaje único, cuyo legado va a trascender las coyunturas de principios del siglo XXI. En sus mejores momentos, Mujica parece en efecto el protagonista de una antigua leyenda oriental, en la que un viejo gobernante muy sabio les da a todos los pueblos una gran lección. Pero ¿cómo se concilian hombre trajinado por la vida y el líder brillante que diagnostica el malestar en nuestra cultura?

En buena medida, el impacto que tienen las palabras del saliente presidente de la República Oriental del Uruguay se debe a la coherencia entre lo que hace y lo que dice. En un planeta donde parece obvio que los mandatarios usen el dinero público para construirse palacios, pagarse viajes en primera clase y llevar una vida de lujos, el estilo de Mujica no pasa desapercibido. Comenzando por su decisión de recibir solo el 10 por ciento de los 12.000 dólares que le corresponden como sueldo, pues con ese dinero le alcanza y “hay otros uruguayos que viven con mucho menos”. El 90 por ciento restante –que en sus cinco años de gobierno suma 550.000 dólares– lo ha donado a un plan gubernamental para afrontar la precariedad en la que viven 15.000 hogares uruguayos.

Y en efecto, el estilo de vida del presidente Mujica es austero, como han podido comprobarlo las decenas de periodistas que han visitado su modesta finca en las afueras de Montevideo. Allí, el Pepe se ha creado un lugar en el mundo donde vive con sus seres queridos: su esposa –la senadora Lucía Topolansky–, su perrita Manuela, que perdió una pata en una pelea con unos perros vecinos, pero también las flores y los árboles entre los que se pasea en sus ratos libres y a los que suele hablarles (“soy un poco panteísta”, confiesa, aunque también se declara ateo). Sin olvidar su ya icónico Volkswagen azul, por el que un jeque árabe le ofreció un millón de dólares, que rechazó. De hecho, Mujica no se siente pobre sino más bien al contrario: “Tengo pocas cosas, es cierto, las mínimas, pero solo para poder ser rico. Quiero tener tiempo para dedicarlo a las cosas que me motivan. Y si tuviera muchas cosas tendría que ocuparme de atenderlas y no podría hacer lo que realmente me gusta”, dijo en 2012.

A su vez, en la dimensión moral de Mujica ha sido clave el profundo simbolismo de su evolución política. De hecho, el hombre que hoy transmite un mensaje humanista de paz y tolerancia empuñó durante su juventud las armas para derrocar a un gobierno que consideraba ilegítimo, e imponer su ideología de izquierda. Sin embargo, las cosas no salieron como él y sus compañeros del Movimiento de Liberación Nacional-Tupamaros habían imaginado. Durante sus actividades como guerrillero, el Pepe fue herido de seis balazos en enfrentamientos y resultó capturado en tres ocasiones. Aunque se fugó dos veces, tras su última captura pasó 13 años tras las rejas como ‘rehén’ de la junta militar, lo que en plata blanca significaba que si alguno de sus compañeros volvía a realizar un golpe, él sería ejecutado. De ese lapso, los años más duros fueron los últimos 11, que pasó aislado en una celda minúscula, que más parecía una mazmorra. Allí, según cuenta el periodista Walter Pernas en su libro Comandante Facundo, estuvo en varias ocasiones a punto de enloquecerse, comió papel higiénico, jabón y hasta moscas, tuvo alucinaciones visuales y auditivas, y sufrió los rigores del invierno y del verano.

Como Edmond Dantès, el protagonista de El conde de Montecristo, Mujica entró a la cárcel como un joven con ojos de mirada intensa y allí vivió una experiencia que lo convirtió en un hombre maduro, de semblante reflexivo. Pero a diferencia del prófugo del castillo de If, al Pepe las penurias del encierro no lo llenaron de deseos obsesivos de venganza. Por el contrario, tras la mazmorra salió con más ganas de gozarse la vida que nunca y, sobre todo, con la profunda convicción de que lo único cierto en la vida es que no hay certezas absolutas. Una verdadera primicia para la izquierda tradicional latinoamericana, que ha vivido –y sigue viviendo– la militancia política con el fervor de una religión.

En ese sentido, su paso por la cárcel es clave para entender algunas decisiones que han marcado su presidencia, como haber recibido en Uruguay a 120 refugiados de la guerra de Siria y a seis exreclusos que pasaron más de una década en el penal de Guantánamo. Como se recordará, muchos de los detenidos en esa cárcel controlada por Estados Unidos no tuvieron un proceso legal, fueron sometidos a técnicas de tortura para acabar con su voluntad y hoy están olvidados por el sistema legal gringo. El Pepe, que durante sus años de prisión no pudo caminar erguido debido a las penurias pasadas en la prisión, puede entender por lo que han pasado. “Los agarraron en una etapa joven de la vida y los mataron teniéndolos aislados”, dijo en una entrevista publicada el miércoles.

Todo lo anterior sería anecdótico si en sus cinco años de gestión Mujica no hubiese logrado buenos indicadores de gobierno, como un crecimiento promedio entre 2008 y 2013 del 5,2 por ciento, registrar tasas de desempleo inferiores al 6,5 por ciento, reducir la pobreza en un 72 por ciento, una tasa de inversión del 25 por ciento del PIB y haber mantenido un buen clima de negocios una tasa de inversión extranjera directa (IED) superior al 5 por ciento del PIB. Una serie de logros a los que hay que agregar los avances sociales de su administración, como la legalización del aborto, el matrimonio igualitario y las acciones afirmativas hacia los afrodescendientes. Y, en particular, la legalización de la marihuana, una medida que en el mundo fue saludada como un avance sin par en la lucha por las libertades civiles, pero que Mujica atribuyó sobre todo a una cuestión de seguridad. “No defiendo la marihuana y quisiera que no exista”, le dijo a finales de diciembre al canal brasileño TV Folha, “pero el efecto del narcotráfico es peor que el de la propia droga”.

Parafraseando a Marx, el hombre común y corriente que es José Mujica entendió que no bastaba comprender el mundo sino que era necesario transformarlo. Pero a diferencia de muchos seguidores del autor del Capital, el Pepe supo que la persuasión y el ejemplo son armas más efectivas que la coerción y la violencia.