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EL ULTIMO EMPERADOR

Luego de un reinado de 62 años, el cáncer le gano la batalla a Hirohito.

6 de febrero de 1989

En la vida del emperador japonés Hirohito el tiempo nunca pareció tener mucho significado. Al fin y al cabo, pasó la primera mitad de su vida adorado como un dios y la segunda encerrado tras las tapias del palacio imperial, dedicado a cuidar el jardin y a sembrar arroz mientras sancionaba las leyes que se gestaban fuera del recinto. Esa sensación de intemporalidad se derrumbó bruscamente el 19 de septiembre pasado, cuando el emperador cayó gravemente enfermo y se le diagnosticó un cáncer en el páncreas. Un reinado de 62 años, que lo hacia el jefe de Estado de mayor permanencia en la historia contemporánea, entró en la recta final.
Pero hasta para morir, el viejo emperador se tomó todo su tiempo. A pesar de sus 87 años, los médicos imperiales comenzaron una batalla por prolongarle la vida, a despecho de la grave enfermedad que lo aquejaba. Entonces comenzó una larguísima agonía, en la que los reportes médicos del palacio eran cada vez más desalentadores y el desenlace era a todas luces inevitable. A partir de esa fecha, la vida diaria de los japoneses entró en una especie de letargo angustioso. Sus 120 millones de súbditos comenzaron un duelo anticipado que paralizó importantes rubros de la vida económica y hasta política del país. El envío de tarjetas de Año Nuevo, de las que se cruzan millones cada año, se suspendió casi por completo, pues el rótulo "Showa 64" que debía contar los años de permanencia de Hirohito en el trono, se hizo incierto. Ante esa circunstancia, los individuos y las empresas resolvieron evitar el gasto. También el negocio del espectáculo sufrió enormemente, pues muchas presentaciones se cancelaron desde que se supo de la enfermedad del monarca. La actividad diplomática sufrió también severas restricciones. El ministro de relaciones exteriores canceló desde octubre su viaje a Nueva York para dirigirse a la Asamblea de las Naciones Unidas y se pospusieron las visitas de los líderes de Corea del Sur, Italia, Irlanda y de los cancilleres de China y Alemania Federal.
En esas condiciones, y aunque ahora comienza otro periodo largo de duelo y ceremonias fúnebres, muchos japoneses en medio de su pena respiraron con alivio, al saber que su viejo emperador había fallecido por fin, con lo que la vida diaria podía comenzar de nuevo.
La muerte de Hirohito abre, sin embargo, una época de interrogantes para la sociedad japonesa, que al contrario de lo que sucedió en Alemania Occidental, no ha hecho las paces con el fantasma de la Segunda Guerra Mundial. El papel de Hirohito, tradicionalmente considerado el héroe que obligó por fin a los militaristas a rendirse, ha comenzado a ser cuestionado. Al fin y al cabo, si disponía de la adoración de un dios, ¿por qué no usó ese ascendiente popular a tiempo para evitar la masacre? Ya algunos, como el alcalde de Nagasaki, han tenido la osadía de sugerir cierta responsabilidad real, sólo para verse amenazado de muerte. El emperador ha muerto, pero su presencia continuará viva, para bien o para mal, en el espíritu nipón.