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Varias semanas después de la reapertura económica, Colombia reporta 10.000 personas muertas por coronavirus. Las UCI empiezan a colapsar. Foto: Esteban Vega | Foto: Esteban Vega

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10.000 muertos por coronavirus, las historias de pérdida que deja la pandemia

En marzo murió la primera persona por coronavirus en Colombia, un taxista cartagenero que se infectó al transportar turistas italianos. Hoy el virus llena de miedo la cotidianidad y el contagio puede estar en cualquier parte.

31 de julio de 2020

Al principio todo parecía demasiado lejano, porque pese a la globalización y al libre mercado, y a las maquilas internacionales que sostienen el comercio internacional, China sigue estando lejos. Pero ahora, cuando Colombia tiene más de diez mil personas muertas por coronavirus, nada parece lejos. Han pasado más de cuatro meses desde que el Gobierno nacional decretó la cuarentena y aún no se habían confirmado muertes por la pandemia, aunque la primera persona ya había fallecido y permanecía oculta tras las cifras. Y ha pasado poco más de un mes desde que el país llegó a mil personas muertas por la pandemia. Desde entonces, todo ha sido rapido: días sin IVA, reactivación económica, aglomeraciones en supermercados y tiendas de cadena, y la advertencia latente de que las UCI van a colapsar.

Diez mil personas es como si desapareciera de un tajo toda el área urbana de un pueblo como Belén de Umbría (Risaralda); es ver morir dos veces toda la población de San Carlos (Antioquia); borrar enteramente un barrio de cualquier ciudad de más de un millón de habitantes. De seguir con el crecimiento exponencial, en poco tiempo las muertes superarían las veinte mil personas. Ahora, tanto el Gobierno nacional como los departamentales —después de una de las cuarentenas más largas de la región— buscan conciliar el cuidado de la vida y el de la economía; es como estar entre dos aguas.

Y mientas Colombia supera los diez mil muertos, también se reporta que este viernes 31 de julio hubo 9.488 casos nuevos y 295 fallecidos. Las cifras totales y exactas son: 10.105 muertos, 295.508 contagios y 154.387 recuperados. El mayor número de decesos en esta jornada los tuvo Bogotá, con 88; Antioquia con 43, y Córdoba, con 29. Mientras tanto, la mayoría de las capitales en el país conservan para este fin de semana el toque de queda o el confinamiento estricto.  

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Primero dijeron que no, que Arnold de Jesús Ricardo Iregui no había muerto por coronavirus. Nadie quería empezar con el pánico mientras desde Europa reportaban que Italia tenía ochocientos muertos en un día. Se dijo que era un tipo con sobrepeso y diabetes, que su muerte se debía a un colapso por tantos males. Murió el 16 de marzo, justo el día que le practicaron la prueba, cuando ya se sabía que su hermana Liliana era positivo para covid-19. El 21 de marzo, el ministro de Salud, Fernando Ruiz, anunció: “Lamentamos informar a los colombianos la muerte del primer ciudadano nacional a causa del coronavirus; corresponde a un hombre de 58 años, residente de la ciudad de Cartagena, taxista de profesión, quien en días pasados transportó a dos ciudadanos extranjeros en su vehículo. El paciente fue hospitalizado en una clínica de la ciudad y su deceso se produjo el pasado 16 de marzo”. Hoy en Colombia han muerto diez mil personas por una enfermedad, que en principio, parecía tan lejana... parecía un mal presagio.

Por entonces, el máximo riesgo eran los viajeros locales o extranjeros que habían acabado de llegar de un viaje por Europa o Asia. Arnold de Jesús parecía un caso icónico, de esos que no tenían otra opción más que la enfermedad: taxista en una de las ciudades más turísticas del continente, con alguna enfermedad previa que lo precipitaría al ahogamiento y a la muerte. Con los primeros casos se quiso demostrar que quienes enfermaban y morían tenían condiciones que los hacían más propensos: enfermedades de años, trabajos de inevitable contacto con extranjeros, esa costumbre tan colombiana de asignarle al infortunio el designio divino del azar.

Arnold de Jesús había estudiado economía y se había graduado en ciencias sociales en la Universidad de Cartagena; trabajó en el Concejo de la capital de Bolívar y por más de veinticinco años fue taxista, trabajo que le vino por vocación desde que era un niño. Su hermana Liliana recuerda que hasta le costó un castigo de su padre cuando en medio de un almuerzo dijo que de grande quería ser taxista. “Él era feliz, lo disfrutaba mucho, para cada jornada se vestía muy elegante y arreglaba el carro como si fuera una fecha especial, hasta tenía pañitos húmedos para los clientes. Eso sí, siempre dijo que era mejor trabajar de noche, así no sufría tanto por el calor”.

Así, le tocó en suerte recoger a dos turistas italianos, uno de ellos tan enfermo, que estornudó en el taxi a boca abierta. Ese fue el momento de contagio. Como muchos otros enfermos que hoy están muertos, Arnold de Jesús también estuvo entre incapacidades pequeñas, tratamientos básicos para atender una gripa feroz y la conciencia terrible de que no podía respirar.

“Yo estaba en urgencias y él en una habitación. Me dijo que se sentía muy mal, que no lo estaban atendiendo. El personal médico parecía aterrorizado ante el caso; las medicinas se las daban a cualquier hora, lo dejaron bajo el cuidado de una fisioterapeuta. No era cierto que tenía diabetes, aunque sí tomaba medicina para la hipertensión. Fue un viacrucis: primero las pruebas que salieron negativas y luego la cremación”, dice Liliana, que después de sobrevivir tuvo que soportar el miedo de los otros, la violencia que en algunos crece cuando el miedo los acollara: “Algunos vecinos me discriminaron, llamaron a la dueña para decirle que si no me sacaba quemaban todo. Fue dolor doble. Con la ayuda de un psiquiatra de la EPS pude superar la depresión de los primeros días. Antes de que se enfermara Arnold, yo veía esto del coronavirus como algo insólito, no entendía por qué si decían que no era tan fuerte había matado a tanta gente. Pero cuando te toca, ya es otra cosa”.

Han pasado tres meses y en Cartagena ya hay más de tres mil doscientos casos de coronavirus, las unidades de cuidados intensivos tienen una ocupación superior al ochenta por ciento y el alcalde William Dau Chamat no se cansa de advertirles a los ciudadanos que el riesgo es serio; sin embargo, cada fin de semana hay fiestas clandestinas y los ciudadanos se lanzan a las calles sin el mayor cuidado. 

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Hay que hacer un recuento. Retomar para entender cómo llegamos hasta acá.

Todo comenzó el seis de marzo, cuando se descubrió el primer caso de coronavirus en el país. Era una mujer de 19 años que recién había llegado de Milán, Italia. Hasta entonces todo parecía demasiado lejano, aunque el virus ya había hecho su viaje y estaba en noventa y seis países —entre ellos México, Ecuador, Brasil, Chile y Perú—, pero los casos crecieron rápido y en menos de quince días ya se contaban por decenas. El Comité Nacional de Emergencias preparó la fase de contención. Sin embargo, no ha habido una sola semana en que no se conozcan las denuncias de los empleados de la salud: pocos recursos, nulidad de horas extras, contratos leoninos y chuecos. El coronavirus llegó para levantarle la banda a un sector que nunca ha recibido lo suficiente y no hay con qué pagar una deuda tan atrasada.

La alcaldesa de Bogotá, Claudia López, decretó un simulacro a partir de las 11:59 de la noche del jueves 19 de marzo y hasta la misma hora del lunes 23 de marzo. Lo mismo sucedió en Antioquia, donde la Gobernación y la Alcaldía de Medellín declararon cuarentena en todo el departamento a partir de las siete de la noche del viernes 20 de marzo y hasta el martes 24 a las 3 de la mañana.

La decisión se adelantó por bastante a la de la Presidencia la República y miles se tomaron la medida como una excusa para salir a pasear a las afueras de las principales ciudades del país —en Antioquia, el alcalde de Sopetrán se enfrentó con dos policías a una horda de viajeros que buscaban fincas para vacacionar, les prohibió la entrada—. Se creyó entonces que el martes 24 de marzo todo volvería a la normalidad, cada cual a su trabajo, los niños al colegio, los amigos a tomar café como si la vida estuviera bajo control, pero el coronavirus ha dejado esta lección: el mañana siempre es una promesa, todo es ahora.

Todo se extendió y aún se cuentan los días. El Ministerio de Salud reportó 158 casos de covid-19 y el presidente Iván Duque declaró el martes 24 de marzo el confinamiento obligatorio durante diecinueve días. “Es el momento de entender que nuestro comportamiento salva vidas (…) hemos decidido elevar el nivel de restricciones a un aislamiento por tiempo definido con las excepciones pertinentes, ya que ha sido la herramienta más eficaz para el control de la pandemia… El coronavirus, en su etapa de expansión, se vale de los niños y jóvenes para crecer. Por eso, limitar su movilidad en esta etapa, sacándolos de colegios y universidades para estar en sus casas, es importante. Sabemos las dificultades y los retos que esto trae para las familias, pero es una decisión fundamental para proteger la vida. Si frenamos la propagación de este virus, estamos salvando muchas familias”.

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Bogotá ha sido el centro de la pandemia en Colombia. Ya son más de cien mil personas contagiadas y más de dos mil quinientas muertos. La alcaldesa Claudia López ha mostrado una dura postura para enfrentar la pandemia desde el día uno, y en estos dos meses ha sabido enfrentar al presidente Duque, llamando al propósito mayor de proteger la vida. Sin embargo, el camino ha sido pedregoso. Después de la reapertura económica decretada por la Presidencia, y que empezó con el sector de la construcción el 27 de abril —unos cuantos obreros regresando a labores bajo estrictas medidas de seguridad—, López ha demostrado su desacuerdo y ha querido tomar decisiones de represión que tocaron techo el primero de junio con la cuarentena total impuesta en Kennedy. Ahora la cuarentena se enfoca en localidades y la alcaldesa de las decisiones firmes, ahora parece más consciente de que la ciudad no puede parar. En este tiempo se ha dado entrada a una la autoridad dura, todo por el bien común de la salud, la salud de los enfermos.

Pero todo es demasiado confuso, un virus nuevo que los científicos apenas entienden y del que la misma OMS cada tanto se desdice. En sus últimos análisis, la alcaldesa dijo que el lugar donde hay más contagios es en la casa y no en el transporte público, y no en la calle.

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En Kennedy se contagió Blanca Rosa Sánchez, que a principios de marzo llegó a Bogotá desde su finca en La Mesa, Cundinamarca. Se hizo unos chequeos médicos porque le dolía mucho la espalda. El 19 de marzo corrió a su pueblo antes de que el simulacro de aislamiento le impidiera regresar a su tierra por largo tiempo. Cuando llegó se sintió muy mal, le dolían el pecho y la espalda, así que regresó a Bogotá el 21 de marzo para ir al médico, se enteró de que tenía cáncer de pulmón. La internaron y empezó un tratamiento fuerte, los medicamentos la debilitaban. 

Mayerly Cristancho Sánchez, su hija, dice que de diez hermanos cinco que viven en Bogotá se turnaron el cuidado de la madre, hasta que una noche perdió el conocimiento y no podía hablar, solo murmuraba cosas ininteligibles, presa de un delirio febril. Los médicos aseguraron que tenía bajo el potasio, “después me di cuenta de que desde el mediodía no le daban comida y ya eran las ocho de la noche. Me quejé, le dieron comida y le inyectaron suero. Pedimos que le hicieran la prueba para covid–19 y no pasó hasta el 24 de marzo. Nunca nos dieron los resultados. No la aislaron, aunque tenía una habitación solo para ella. Mis hermanos y yo íbamos al hospital con tapabocas”. 

El primero de abril le repitieron el examen para detectar la enfermedad. Nunca entendieron por qué hubo una segunda prueba, pero ese mismo día les confirmaron que Blanca Rosa era positivo para covid-19. La aislaron. “Yo fui a ver dónde iba a quedar y me dieron doble bata, una cobertura para los zapatos y tapabocas. Cuando entré a ese cuarto sentí la muerte. Algo horrible. Estaba sucio, lleno de polvo. La silla para bañarla en la ducha estaba desvencijada. Me quejé y como pude la bañé. Esa noche me quedé con ella y no pude pegar el ojo. A la mañana siguiente, cuando llegó mi hermano Ciro a reemplazarme, nos avisaron que no podíamos visitarla más. ‘No me quiero quedar sola. Me dejan tirada sola como un perro’, me decía. Una enfermera le explicó que era lo mejor y ella dijo que entonces se quedaba con Dios. No la volvimos a ver”.

A Blanca Rosa la ingresaron a cuidados intensivos el 2 de abril, la intubaron porque colapsó, sus pulmones eran ya una telaraña. El 9 de abril murió y los hermanos Cristancho Sánchez no han visto las cenizas.

“Todos los que acompañamos a mi mamá nos contagiamos. Yo me tuve que encerrar durante catorce días y mis hermanos también. Mi hijo de 18 años está prestando el servicio en la Policía, pero los de 15 y 14 se encargaron del pequeño, el de cuatro años. No salí para nada en esos días. Casi me tullo, pero no quería que mis hijos se contagiaran. Fue muy doloroso no velar a mi mamá, no abrazar a mis hijos para consolarme”, cuenta Mayerly, que ahora vive de milagro, por la misericordia de Dios —dice—, porque ella y sus hermanos son vendedores informales y con Kennedy cerrado tienen poco qué hacer. Que ella vende tintos y productos de Yanbal; otra hermana vende empanadas; y otra más vende ropa y la de más allá está en una empresa de jardinería. “Una iglesia nos donó mercado y yo hago parte de Familias en Acción, pero han sido meses muy duros. La comida en una familia de cinco se acaba rápido. Mis hijos también se estresan mucho porque acá no hay computador ni internet, así que no pueden estudiar”. 

Y sigue la existencia en medio de la pandemia, y el rebusque, pero quedan los recuerdos: su madre tenía 74 años y una finca en la que cultivaba café y criaba pollos y gallinas, y atendía su tiendita en el corregimiento de Jerusalén, en el Alto del Trigo, pero la vida es tan dura, tan difícil y fatal que en 16 días se enteraron de que la madre tenía cáncer de pulmón y sobre ese cáncer se le anidó el coronavirus. 

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Se han buscado maneras de enfrentar el coronavirus, de contenerlo. Pasados dos meses, las cifras de Antioquia parecían extrañas: más del sesenta por ciento de los infectados estaban recuperados y la tasa de mortalidad no superaba el uno por ciento. El secreto era simple: usaron las nuevas tecnologías y la inteligencia artificial para seguir los casos positivos del departamento. A los celulares suelen llegar aún mensajes de advertencia: “Medellín Me Cuida: Hay al menos tres casos de covid-19 en tu barrio Calasanz. Lávate las manos con frecuencia, usa tapabocas y quédate en casa”.

Con la creación del portal Medellín Me Cuida, desarrollado por la Alcaldía de Medellín, la administración pública tiene más de dos millones de ciudadanos registrados, sin contar con la alianza que la Gobernación de Antioquia hizo con Google para obtener información de los IDs de los teléfonos celulares que poseen los contagiados, de esa manera previenen a quienes más se le acercan, o se enteran si están guardando la cuarentena. Pero enfrentar la pandemia como lo hacen países asiáticos, donde la confianza en el Estado es absoluta, tampoco ha sido fácil con el pasar de los días, pues los colombianos confían poco en las autoridades; ya hay investigaciones sobre la Alcaldías de Bogotá y Medellín para verificar cómo se han administrado los datos de las personas y en manos de quien han recaído, además de si se ha beneficiado a terceros con los contratos.

Pero no todo se trata del virus. En estos más de dos meses ha habido protestas en ciudades como Bogotá, Cali y Medellín, donde cientos de personas salieron hace unas cuantas semanas a protestar porque padecían hambre; hubo atracos a camiones repartidores de ayudas humanitarias y las plazas de mercado cerraron porque el virus se propagó y cientos de personas se lanzaron a las calles a vender verduras y frutas en carretas y carros desvencijados, venezolanos recorren calles a gritos pidiendo comida.

Y después de las semanas y las salidas y el desespero psicológico las estrategias no terminan de funcionar: Antioquia es el departamento con mayor crecimiento de la covid en las últimas semanas y ya se declaró la alerta roja por ocupación de UCI. El encierro ha sido muy largo y muchos a lo último que le temen es a enfermarse.

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Camilo Suárez tenía 44 años y era diputado de la Alianza Verde en Amazonas. Antes de enfermar, denunció la falta de atención médica y el abandono institucional del departamento. Enfermó y esperó alrededor de una semana para que lo atendieran en su casa de Leticia, nunca llegó nadie. Era enfermero, conocía bien los síntomas del coronavirus. Se agravó y un amigo lo llevó al hospital, pero ya sin signos vitales, muerto. La ambulancia apareció cuando ya estaba en el hospital. La prueba se la hicieron cuando estaba muerto. Era el ocho de mayo.

“Éramos ocho hermanos, ahora quedamos seis. Somos de Leticia y nuestros padres viven lejos, en la vereda El Encanto. Para contactarlos tuvimos que mandarles razón con un señor que tiene teléfono por allá. Mi papá tiene 78 años y mi mamá 62. Ellos fueron donde el señor a esperar la llamada. Nos comunicamos y les contamos lo de Camilo”, dice Patricia Suárez, hermana que vive en Bogotá.  

Después de la muerte, se hicieron pruebas a toda la familia y resultaron negativas, solo su hijo menor salió positivo, y está en seguimiento. “Luego sucedió lo de mi hermano Yamit. Él tenía mucha dificultad para respirar y venía enfermo desde antes de que Camilo muriera, pero con la noticia empeoró. Vivía del lado peruano, en un pueblo llamado Caballococha. Tenía mucha dificultad para respirar y malestar general, en fin, todos los síntomas del covid-19. Las medicinas de Yamit fueron las plantas de la selva. Se agravó y lo llevaron al hospital, le hicieron la prueba y salió positivo. Desde Bogotá, con apoyo de amigos, acudimos a la Cancillería solicitando que fuera trasladado a Leticia, pero fue imposible. La situación del lado peruano es peor porque son poblaciones muy alejadas”.

Yamit fue hospitalizado el viernes 22 de mayo y el domingo los médicos empezaron a buscar un suero urgente, pues no podía comer y tenía los pulmones bastante dañados.  Los medicamentos que necesitan del lado peruano de la Amazonia eran tan básicos que los familiares lograron conseguirlos en una farmacia de Leticia. Era necesario mandarlo todo con un bote que surcaba el río, salió el martes 26 de mayo, y todo fue muy tarde, cuando las medicinas llegaron Yamit estaba muerto. Era pescador. Lo sobreviven su esposa y dos hijos de siete y dos años.

En Leticia también murió Antonio Bolívar, de 75 años, quien solo hace unos años se hizo famoso por protagonizar "El abrazo de la serpiente", de Ciro Gerra. Desde la exposición mundial de la película, Bolívar se había convertido en un guía de charlas sobre mambe y plantas medicinales. “A veces lo llamaban sus amigos, venían a visitarlo, y le proponían que les diera alguna charla a los turistas, entonces iba y les contaba anécdotas de la película y de su vida. No le pagaban, pero la gente le reconocía cinco y diez mil pesitos por una fotico”, dice Cristian Bolívar, su hijo, que lo cuidó en los últimos días de vida.

Antonio enfermó y murió en menos de una semana. Desde el viernes 24 de abril empezó a tener fiebre y dolor en el cuerpo, el sábado le hicieron baños para bajarle la temperatura, pero no funcionó. El domingo enfermó tanto que la fiebre le llegó a los cuarenta grados, temblaba y deliraba. Un amigo llamó una ambulancia que llegó tres horas después, un tiempo inusual para una ciudad del tamaño de Leticia.

“Ese día mi papá salió caminando de la casa, estaba respirando bien, se subió a la ambulancia y nos fuimos al Hospital San Rafael, de Leticia, en urgencias nos dijeron que necesitaba oxígeno pero que no tenían manómetro para conectarlo en una bala de oxígeno, que lo tenía que llevar a la Clínica Leticia, donde tampoco lo recibieron porque venía del hospital. Salió el doctor que estaba de urgencias y con palabras feas dijo que por qué hijuemadres tenían que mandarle a la gente. Llevaron a mi papá de nuevo al hospital. Cuando por fin lo llevaron a una habitación le pusieron una bala de oxígeno grande, esa fue la última vez que lo vi. Todos los días fui tres veces a preguntar cómo seguía. El jueves 30 de abril, la compañera de mi papá me dijo que le habían pedido la cédula de él, que le iban a hacer unos exámenes, pero no nos explicaron más”, dice Cristian Bolívar, que horas después se enteró de que su padre había muerto por la llamada de una vecina, que lo vio en redes sociales.

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En todo este tiempo, Cali ha sido una ciudad singular: ha recibido miles de ciudadanos venezolanos que cruzaron la frontera desde Ecuador; tuvo más de mil seiscientas fiestas clandestinas el día de la madre, el alcalde se lanzó a la caza de los fiesteros y hasta propuso abrir discotecas al aire libre, olvidando la cercanía del baile moderno. Allí sucedió la historia de los mellizos Eduardo y Ernesto, que en medio de un sueño en coma tuvieron una conversación en el que uno renunció a la vida y se lanzó a la muerte.

Julián Montes Romero, de 36 años y hermano mayor, dice: “Siempre desde pequeño andábamos los tres, como unos mosqueteros. Eso finalizó cuando yo me casé. Ellos siguieron con su complicidad de nacimiento: salían a bailar, a caminar, a jugar fútbol y a ver al Deportivo Cali, la gran pasión de los Montes Rosero. El dos de mayo, un día antes de que yo cumpliera —soy tres años mayor que los mellizos—, vine a la casa de mis papás aquí en el norte de Cali. Eduardo y Ernesto vivían con ellos. Mi papá estaba enfermo, pensamos que era el azúcar y lo llevamos a la clínica. No nos dejaron entrar, esperamos afuera ocho horas, luego salió un doctor y nos dijo que lo iban a hospitalizar porque tenía el azúcar alta”. 

Pasaron tres días y los llamaron porque el padre tenía una complicación respiratoria. Los médicos sospecharon de covid-19 y practicaron pruebas a toda la familia, ocho personas en total. Los resultados de los mellizos, el padre y de Julián salieron positivos. En esa casa de un barrio fiestero y alegre de Cali, la enfermedad solo les dio a los hombres.

Ese día, en distintos momentos, se fueron para la clínica. Con ellos siempre fue todo así: cuando se enfermaba uno, también lo hacía el otro. Compartían hasta las tristezas. Yo no los vi cuando se fueron, porque ya estaba aislado en mi casa, con mi esposa. Con el paso de los días se agravaron y los remitieron a cuidados intensivos. Estaban en diferentes hospitales pero nos comunicábamos frecuentemente. El veinte de abril escuché a mi mujer llorando en la habitación de al lado, le pregunté qué pasaba, pero no le entendí muy bien. Imaginé que mi papá había muerto, porque de los cuatro era el más delicado de salud. No fue así. El fallecido fue Eduardo. Murió a los 33 años sin enfermedades de base. Ese mismo día, a Ernesto, el otro mellizo, le dio un paro respiratorio, estuvo muerto por diez segundos, pero lograron reanimarlo”.

Cuando Ernesto salió de hospitalización, nadie quiso decirle que su mellizo había muerto, aunque él ya lo sospechaba por el sueño que tuvo mientras parecía que se iba a morir. El padre todavía sigue en la UCI. Han pasado dos meses y está inconsciente. No se entera de nada. Seguramente soñará con Eduardo y su sonrisa de todos los días antes de irse al almacén donde trabajaba. Lo verá salir vestido de verde con mamá hacia el estadio a ver al Deportivo Cali.

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En el relato El ojo castaño de nuestro amor, el escritor rumano Mircea Cartarescu cuenta la historia de su hermano gemelo, con el que un día cayó enfermó de fiebre. El gemelo un día desapareció del hospital, los médicos aseguraron que había muerto, pero no hubo cuerpo, ni sepelio ni cenizas. La historia se desarrolla en medio de una desconfianza al Estado, al sistema médico, como si se tratara de un reposado cuento de terror. En una lectura extrema, se puede leer como la aparición de la enfermedad para mostrar las grietas de un sistema malo. Sucede: el coronavirus señala la inexperiencia de algunos mandatarios, el alma corrupta de quienes son capaces de robar en contratos de mercados para familias vulnerables, el miedo que millones le tienen a la autoridad estatal impuesta por años de conflicto armado, las grietas de un sistema de salud que no terminó de funcionar muy bien pese a que —dicen políticos, empresarios— es envidiable en Latinoamérica.