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El terror como sorpresa

Abel Enrique Sinning Castañeda
16 de febrero de 2003

La historia de la humanidad esta matizada de hechos violentos producto de la codicia de los pueblos, de las necesidades y frustraciones de los hombres. Las rutas del destino de las Naciones están señaladas en el presente por las trayectorias de todo tipo de artefactos lanzados desde el propio solar en dirección al objetivo de las ambiciones; las armas se han constituido por ello en elementos imprescindibles de la seguridad de la conquista, lo mismo que en garantía de mantenimiento y supervivencia del derecho y la heredad. Ya lo dijo con nítida claridad el pensador ingles: "detrás de la sentencia de un juez de Inglaterra esta la Real Escuadra de su Majestad".

Los pueblos que han entendido la cruda realidad de las causas, orígenes y persistencia, en el espacio y en el tiempo, de los conflictos bélicos a que por una u otra causa se pueden ver sometidos, han tomado las previsiones necesarias para sobrevivir y permanecer dentro del marco soberano de su independencia y autodeterminación.

Una breve mirada a nuestro país permite comprobar hasta que punto el terrorismo domina las conversaciones y las noticias. En una sola edición de los diarios es posible leer que los italianos lograron domesticar a las Brigadas Rojas, como Sendero luminoso agoniza en el vecino Perú, como trascienden las conversaciones con IRA en Irlanda y de que manera influirán sobre el terrorismo Libanés las actuales conversaciones de paz y el conflicto con el Talibán en Afganistán.

No contentos con seguir la evolución de sus propios subversivos, los colombianos buscamos en escenarios externos las claves de una respuesta que todavía no tenemos: cómo tratar a los narcoterroristas, cómo anular su peligrosidad.

Algunos creen posible el entendimiento con los violentos, otros, particularmente los militares, recuerdan que particularmente el presidente Betancur, después de haber alentado un largo proceso de pacificación, debió ordenar al fin la recuperación del Palacio de Justicia donde un grupo terrorista tenia cautivos y ejecutó a veinte altos magistrados.

El gobierno actual parece que no visualizó ni aprendió la lección. Con los terroristas no se puede negociar. ¿Hasta qué punto lo son todos aquellos que actúan en Colombia bajo las variadas siglas de la subversión?

Desde el ángulo de mira de la vida normal, civilizada, el terror da lugar al asombro, a la sorpresa. Es difícil entender las motivaciones del terrorista. El pensador Alemán Karl Schmidt lo intentó con brillo en la Teoría del Partisano. Sea cual fuere su doctrina de referencia, ya milite en el fundamentalismo Islámico o en el extremo Marxismo, el terrorista es, según la definición de Schmidt, aquel que hace de la enemistad un principio absoluto. Pensemos en las enemistades ordinarias entre personas, partidos o naciones. Finalmente en Europa un día se entendieron los Franceses y los Alemanes, los Irlandeses y los Ingleses, los liberales y los Conservadores en Colombia. Cuando el objetivo en disputa es negociable, la enemistad es relativa. Las fronteras entre las naciones, como las reglas del juego político son negociables. Pero el terrorista lucha por objetivos puramente imaginarios como, por ejemplo, la redención del mundo o la metamorfosis de la sociedad.

Cuando aquello que se busca es limitado, mensurable, también es negociable. Cuando aquello que se busca es un sueño indefinible, algo tan elusivo como la purificación o la revolución, ningún diálogo podrá tornarlo divisible para que resultare transigible. Todo o nada: desde el ángulo de mira cuya lealtad no pertenece a este mundo, transigir es traicionar.

Si la meta es repudiar al mundo, quien se oponga a ella, es enemigo. Pero no lo es circunstancialmente. Lo es esencial, irrenunciablemente. Es la muralla que hay que demoler, el enemigo absoluto.

En cualquier guerra cuyos protagonistas reconozcan objetivos limitados, aquellos que no participan en ella son considerados neutrales; lo cual quiere decir, en latín, "ni lo uno, ni lo otro".

Si la confrontación es tenida por santa o absoluta, por el contrario, no hay neutrales porque entonces rige el principio "quien no está conmigo esta contra mí". Esta es la premisa del terrorista. A partir de ella, la suerte de los terceros inocentes queda echada: ni la bomba ni el secuestro ni la extorsión los respetarán.

¿Qué puede hacer la sociedad civilizada frente a aquellos que se declaran sus enemigos absolutos? Un camino es negociar con ellos. Pero hacen falta dos para negociar. Cuando se negocia con terroristas, hay que tener en cuenta que solo habrán de negociar de veras aquellos que abandonan o que nunca tuvieron la perspectiva de la enemistad absoluta. En el caso de aquellos que si la tienen, lo más que se puede esperar de ellos es una tregua, mientras así convenga a su estrategia de aniquilamiento.

Otro camino es aceptar y compartir el carácter absoluto de la guerra. Decía Napoleón que: "No se combate al guerrillero sino volviéndose guerrillero". Si se lleva este consejo hasta el extremo la persona civilizada se vuelve ella misma terrorista al odiar a su enemigo en la misma forma en que este la odia, en ese preciso instante deja de ser civilizada.

Convertir a su enemigo en alguien como él, mimetizarlo, es la victoria más sutil del terrorista. Una vez ha logrado bajar a su contradictor al nivel de la barbarie, cesan las diferencias morales entre ellos. Cuando dos bandas de fanáticos libran una guerra absoluta, ¿dónde se refugia la civilización?

El tercer camino es aplicar la Ley. Una Ley que no conozca de excesos ni de amnistías ni de concesiones. La ley es una larga paciencia. Nos asombramos ante el hecho de que máximos brigadistas Italianos hayan anunciado desde la cárcel, al igual que Abimael Guzmán, en Perú, que renuncian a la lucha armada. Largos y tediosos procesos legales precedieron a esta decisión. El terrorista cree haber nacido para la acción, no soporta el aburrimiento y el anonimato de los pabellones judiciales. Cuando en vez de enfrentar al soldado en jornadas de sangre que considera memorables, queda atrapado en la red burocrática del sistema legal, su arrogancia se derrumba. El espejo ya no le devuelve la imagen narcisista del guerrero de Dios que venia a cambiar la condición humana. Ahora es solamente un convicto más, alojado con delincuentes a los que desprecia en un sórdido submundo.

Solo entonces descubre, con sorpresa, la miseria de su propia condición humana. Pero la arrogancia era su sustento; si la pierde no le quedan más salidas que la autocrítica o la desesperación.