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El Presidente Uribe tuvo la voluntad política de enfrentar la guerra que tanto habían exigido los militares.

SEGURIDAD

La victoria estratégica

El gobierno de Uribe acabó con el mito de la invencibilidad de las Farc y desmontó a los poderosos ejércitos paramilitares. Pero la violencia sigue.

31 de julio de 2010

El 7 de agosto de 2002, las Farc le dieron la bienvenida a Álvaro Uribe a la Presidencia de Colombia disparando rockets contra la Casa de Nariño. Era una demostración de fuerza y un aviso al nuevo gobierno de que la guerrilla no estaba intimidada por la retórica guerrerista de Uribe. Tenían, según los cálculos oficiales, más de 18.000 hombres y mujeres en armas y miles de milicianos. Semana a semana aumentaban su botín de secuestrados políticos, que les serviría para forzar un canje por guerrilleros presos. Los centros urbanos estaban sitiados sicológicamente, debido al miedo de las tristemente célebres pescas milagrosas.

Y en el norte y oriente del país, otra fuerza ilegal dominaba a sus anchas el poder político, económico y militar de varios departamentos. Estos ejércitos privados, llámense autodefensas o paramilitares, también parecían imbatibles, gracias a su presencia territorial y su control de gran parte del negocio del narcotráfico. La masiva penetración de estos grupos en el Congreso y en los gobiernos locales solo se conocería años después. La parapolítica aún no formaba parte del léxico colombiano.

Hoy, las Farc de comienzos de este siglo, aquella que en un momento el 63 por ciento de los colombianos creía que se tomaría el poder, son cosa del pasado. El gobierno de Uribe acabó con el mito de la invencibilidad de las Farc; luego de crecer de manera sostenida en las décadas de los 80 y 90 -en territorio, efectivos, proyección nacional e internacional-, la guerrilla más vieja del mundo entró en caída libre.

La derrota política y militar de las Farc vino en tres fases: primero, la consolidación territorial. La fuerza pública regresó a todas las cabeceras municipales (158 municipios estaban sin policía). Como lo dijo un mando medio desmovilizado de las Farc a SEMANA, "antes estábamos en la ciudad, luego en los pueblos y ahora solo nos quedó el monte". Se llevó la guerra a los territorios históricos de las Farc y, gracias a un incremento en la movilidad y logística -que se hizo posible por los recursos del Plan Colombia y el impuesto del patrimonio- se garantizó la presencia prolongada de las tropas. Con la reelección de Uribe, el tiempo -la ventaja estratégica de las Farc- empezó a ir contra la guerrilla. Se rompió, así, la tradición colombiana de rotar gobiernos fuertes y de mano tendida cada cuatrienio. La elección de Juan Manuel Santos solo ratificó ese consenso nacional por la línea dura.

El primero de marzo de 2008, las Farc no solo perdieron a Raúl Reyes, el primer miembro del Secretariado muerto por acción de la Fuerza Pública, sino la percepción de que eran invulnerables. Además, con las revelaciones del contenido de los computadores, quedaron al descubierto las conexiones internacionales de la guerrilla y, por ende, se debilitó su diplomacia silenciosa. En el mundo pos-11 de septiembre, es imposible mantener vínculos públicos con un grupo terrorista.

Y con la Operación Jaque, se les arrebató a las Farc su última posibilidad de chantaje a Francia y Estados Unidos. Según Gallup, el apoyo a una negociación con la guerrilla está en su punto más bajo en siete años. El 85 por ciento cree que es posible derrotar militarmente a la guerrilla. Y aunque el saliente gobierno ha hecho mucho ruido sobre la presencia en Venezuela de miembros del Secretariado, como Iván Márquez y Timochenko, ese hecho de por sí, lejos de mostrar fortaleza, es una señal de vulnerabilidad.

En los computadores recientemente hallados a guerrilleros del anillo de seguridad de Alfonso Cano hay decenas de órdenes del máximo jefe de las Farc que urgen a sus hombres y mujeres a atacar, atacar y atacar, y a infiltrar marchas como las del Bicentenario. Lejos de evocar imágenes de Fidel Castro en las afueras de Santa Clara, recuerdan a Adolfo Hitler en su búnker ordenando a sus generales desplazar divisiones inexistentes. Tal vez por esta cruda realidad militar y política Cano haya decidido proponer el viernes pasado una negociación sin condiciones al nuevo gobierno de Juan Manuel Santos.

El resultado para los paramilitares no fue mucho mejor estos años. Aceptaron desmantelar sus estructuras y desarmar a miles de hombres. Los jefes máximos, que habían gobernado como reyes feudales, o están muertos (Carlos y Vicente Castaño, Miguel Arroyave) o encarcelados en una prisión de máxima seguridad en Estados Unidos (Mancuso, Jorge 40, Macaco). Sus aliados políticos, que tanto cultivaron, fueron descubiertos. Algunos han sido condenados y otros esperan el peso de la ley. En un momento, Vicente Castaño dijo controlar el 35 por ciento del Congreso. Hoy, tener la marca de la parapolítica equivale a una letra escarlata. Solo hay que observar cómo los del PIN luchan por ser considerados de los buenos.

Para el país, el debilitamiento de las Farc y de los paramilitares representó un descenso de más del 90 por ciento en los secuestros. Los retenes de la guerrilla, 246 en 2002, son hoy contados con los dedos de la mano. Los homicidios pasaron de casi 29.000 en 2002 a 15.800 en 2009. Y la seguridad pasó de ser una preocupación principal a ser uno de varios problemas. No es gratuito que en su gira por Europa Santos haya hablado de comercio e inversión y no de la amenaza terrorista.

Si bien la fotografía de hoy es inmensamente mejor que la de hace ocho años, hay peligros a la vista. La desordenada desmovilización y negociación con los paramilitares facilitó que aparecieran las llamadas bandas criminales, compuestas muchas de ellas por antiguos paras. Aunque el narcotráfico es su razón de ser, hay señales de que su apetito por el poder local va en aumento. Las masacres, que tanto horror causaron en los 80 y 90, están de regreso. En Córdoba, por ejemplo, los muertos suman más de 300 en el último año. La tendencia favorable de homicidios se frenó en seco y hechos como el asesinato de un decano de la Universidad de Cali esta semana demuestran que la costumbre colombiana de resolver a balazos las diferencias se mantiene incólume. Y en las ciudades crece la percepción de que la inseguridad está desbordada.

Pero, en últimas, son problemas de una magnitud menor que los que afrontaba Colombia en 2002, cuando el país era considerado por un creciente número de analistas internacionales como un Estado fallido. Ese, tal vez, es el mayor legado de Uribe y de los hombres que manejaron la seguridad durante esta década.