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La madre Laura en su evangelización a los indígenas. | Foto: Cortesía El Colombiano

AUTOBIOGRAFÍA

"No venimos a ver cuerpos sino a buscar almas"

Fragmentos de la Autobiografía de la primera santa colombiana, en los que se relatan apartes de su cruzada evangelizadora.

10 de mayo de 2013

Alegría al ver los indios

No venimos a ver cuerpos sino a buscar almas

Seguimos para el Guapá, por un camino que no presentaba más dificul¬tades que la pasada del San Juan, que ya allí es bastante grande; pero nuestros peones se encargaron de poner maromas por las cuales pudimos pasar sin novedad ninguna.

Ya en el camino, me había dicho uno de los caballeros que nos condu¬cían, que el ver a los indios desnudos iba a ser un bochorno, tanto para ellos como para nosotros. Le contesté: No sufra por eso, que nadie viene a ver cuerpos sino a buscar almas. El se rió y la cosa paró allí. Mi alegría no me dejaba pensar en nada desagradable.

En una hermosa colinita, entre los ríos Atarraya y San Juan, se plantó el rancho misionero y pasamos la noche. A la mañana siguiente los indios llegaron muy temprano, no nos habíamos levantado las mujeres, y al verlos bajar por el frente del rancho, el caballero que tenía miedo de ver a  los indios desnudos, me llamó diciéndome: Doña Laura, asómese para que vea llegar las almas.

Nos reímos a más no poder, la ocurrencia no era para menos. Por mi parte, le dije, no veré sino las almas.

Así fue, porque ninguna otra cosa podía llamarme la atención, ni las miradas, al menos las del alma; y las del cuerpo, no tenían por qué mirar los cuerpos; para eso están los párpados tan fáciles de cerrar.

Llegaron más de cien indios, todos alegres y sin entendernos palabra. Los obsequiamos cuanto pudimos y procedí al ensayo de los métodos que me había ideado. Trabajamos varios días sin que los indios nos abandona¬ran. Mientras que unas trabajábamos en la enseñanza, otras se ocupaban en preparar comida para toda aquella gente. A la hora de comer, el primer día, quiso el padre ser el que les entregaba las totumas con caldo para que le cogieran cariño, decía, y me suplicó que le cubriera un poco las indias para poderse arrimar a ellas. Fui y les puse a todas en el pecho un pañito, diciéndoles que era para que el padre no las viera tan desnuditas y lo acep-taron como si entendieran la razón de mi maniobra. Pero cual sería nuestra risa cuando al acercarse el padre, sintiéndose como maniaditas por aquel vestido, lo pusieron a un lado para dejar las manos libres para recibir su totuma. Era como si a nosotras nos cubrieran las narices, no encontraría¬mos razón para ello. Casos de esos nos pasaron muchos.

Más o menos bien entendieron nuestros indios las principales verdades y procedimos a lo del bautismo. Antes era natural que los vistiéramos y sacamos la ropa. Aquello fue lo gracioso; todos los hombres se cogieron las faldas y no quisieron calzones porque eran feos. Les reclamamos las faldas para las mujeres y contestaban: Poné calzón a mujer.

No hubo remedio. Todos los hombres quedaron vestidos de mujer y las mujeres quedaron sin nada. A duras penas, vestimos algunas mujeres con faldas que sobraron porque no todos los hombres quisieron ni aún faldas. Quedaron igualitos los hombres y las mujeres. El trabajo fue para casar¬los, porque fue imposible distinguir los maridos y las mujeres. Casi todo el día se pasó en lo de los vestidos, porque los hombres no querían ponerse la falda en la cintura sino que se las amarraban al cuello y les quedaban como capa. Tuvimos que conformarnos con dejarlos así.

El arreglito con Dios

Por estos mismos tiempos se dignó Dios darme lo que nunca había ni sospechado. No sé cómo se llamará, pero en cumplimiento de una obediencia dura, sin duda, pero que debe ser. Tan luego como me acostaba con la resolución de dormirme, tenía un conocimiento de las Tres Divinas Personas, de un modo muy íntimo y distinguiéndolas con suma distinción, por decirlo así; de modo que el concepto de sus propiedades y manera de cómo formarse eternamente, me era claro y muy amoroso. Éstas estaban tan íntimamente unidas a mi alma que como que se perdía en ellas. Como esto era muy íntimo, la parte menos íntima de mi ser quedaba libre, de modo que yo sabía que mi cuerpo dormía y distinguía perfectamente lo uno de lo otro.

Una de las veces comprendí que desperté y que la unión de las Tres Divinas Personas continuó por algún rato después de despierta; las otras veces se acabó la unión antes que el sueño; pero éste era delicioso y como lleno de amor; pero sueño real. Claro que aunque dormía no soñaba, como suele suceder ordinariamente.

Cada una de las Personas se unía a mi alma haciéndole sentir un Ser distinto. Por ejemplo el Hijo o Verbo de Dios se le unía a mi alma como palabra, como voz, como conocimiento del Padre y así las otras dos Personas, pero esto era simultáneo. Mi alma quedaba como perdida en aquella luz amorosa o amor luminoso, no lo entiendo bien. El concepto del Padre era como de una Paternidad que lo comprendía todo, lo abarcaba como principio de las otras dos Personas.

En fin, era aquello incomprensible y por consiguiente indecible. Imposible dar siquiera una idea. Esto se repitió por varias noches y confusa al ver que coincidía con el dormir, en parte, pensé que sería algún engaño del demonio; si bien en el fondo no podía resolverme a creerlo, porque había en mi alma profunda convicción de ser Dios quien me invadía y me dejaba tal amor y dulzura tanta, que no podía ser sino la huella de quien tan suave.

Muchas veces cuando volvía, estaba repitiendo estas palabras: el arreglito con Dios, antes de separarme de Él por el sueño. Era algo, padre, como que Él y yo nos liquidáramos un momento como convenido de antemano, de que así debía ser para después poder dormir. Como que el amor reclamaba esa como despedida en forma de fusión.