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Después de siete meses de discusión, el canciller Carlos H. Trujillo y la alta comisionada para los derechos humanos de la ONU, Michelle Bachelet, firmaron la renovación del mandato que le permite a su oficina estar en el país.

DERECHOS HUMANOS

¿Solo maquillaje lingüístico?: en qué cambió el mandato de la oficina de DD.HH de la ONU en Colombia

El Gobierno asegura que el pulso que libró para renovar el mandato de la Oficina de Derechos Humanos de la ONU solo fue una “actualización de las disposiciones del acuerdo con la nueva realidad del país”. Pero otros creen que fue el primer paso para restarle dientes a la misión en el país.

2 de noviembre de 2019

Finalmente quedó renovado el mandato que le permite al la Oficina del Alto Comisionado para los Derechos Humanos de la ONU operar en Colombia. Siete meses duró la tensa negociación del documento que el canciller Carlos H. Trujillo García firmó el miércoles en Ginebra, horas antes de vencer el plazo. El Gobierno maniobró bajo la presión de 259 organizaciones nacionales y 67 internacionales que pedían renovar el mandato sin hacerle ajustes.

Garantizar la presencia de esa oficina en el país es crucial para centenares de ONG y líderes, que ven en ella un aliado por el respeto de los derechos humanos desde hace 23 años. A este organismo, de hecho, le debe el país los primeros seguimientos de los asesinatos mal llamados falsos positivos. O, incluso, la defensa a capa y espada de la participación de las víctimas en la Ley de Justicia y Paz para los grupos paramilitares.

Colombia y la ONU ampliaron el mandato de observación y seguimiento tras la firma del acuerdo de paz con las Farc. A pesar de las ampollas que la Oficina de Derechos Humanos levanta, le correspondieron siete funciones más. Entre ellas, 1) incluir en el informe anual un capítulo sobre la implementación del acuerdo en materia de derechos humanos; 2) acompañar a las víctimas; 3) vigilar las garantías a los miembros de las Farc, y 4) verificar las sanciones impuestas por la JEP.

Esa ampliación de funciones ha sido clave en la espiral violenta que vive el país. Tras la dejación de armas de la exguerrilla y la demora del Gobierno en ocupar los espacios que dejó, varias zonas quedaron copadas por otras estructuras criminales. En ese contexto, para muchos es imprescindible que esa oficina permanezca sin restricciones a su mandato.

Pero el Gobierno tiene otras consideraciones. Mientras la oficina que lidera Michelle Bachelet insistía en conservar las funciones tal como venían, los delegados del Gobierno buscaban limitar las competencias e, incluso, cambiar el protocolo con el que se nombra al director de su delegación en Colombia. El Gobierno quería tener voz y voto en la escogencia.

Los ajustes más polémicos no prosperaron y las funciones permanecen. No obstante, el Gobierno consiguió algunos de sus objetivos. En efecto, la oficina debe morigerar el lenguaje y omitir dos expresiones: conflicto armado y derecho internacional humanitario (DIH), o derecho de la guerra. Hasta ahora parece un cambio más semántico que práctico.

Por un lado, que un conflicto armado interno exista no depende de que el Estado o algún actor lo reconozca, sino de que se configuren las condiciones determinadas en los Convenios de Ginebra. Y en el caso del DIH (las reglas que buscan reducir los estragos de la guerra), analistas consultados por SEMANA creen que haber cambiado ese concepto por “otras normas de derecho internacional relevante” puede servir para que las evaluaciones en adelante se hagan con los parámetros amplios de los derechos humanos. Es decir, implicaría más mecanismos y ojos atentos a lo que ocurre en el territorio, más allá de si se trate de un campo de batalla.

El mandato de 1996 hablaba, sin más, de violaciones de derechos humanos, mientras en el documento renovado quedó como “presuntas violaciones”. Este ajuste va de la mano con que la oficia siga recibiendo denuncias, pero tendrá que reportarlas a las autoridades competentes del Estado. Es decir, el Gobierno consiguió invertir las cargas y darle un papel de apoyo y no de mero vigilante.

Por último, el representante en Colombia, Alberto Brunori, generó molestias cuando reclamó por la demora en sancionar la ley estatutaria de la JEP. En consecuencia, los negociadores colombianos consiguieron que Ginebra deba filtrar los pronunciamientos de su funcionario. Esto no significa censura, pero el Gobierno logró poner un nuevo rasero para evitar que la voz de Naciones Unidas suene a interferencia indebida en asuntos internos del país. En síntesis, por ahora los cambios parecen más simbólicos que sustanciales. Eso sí, son puntos de honor para el uribismo. Los efectos prácticos solo llegarán con el tiempo, cuando la misión de la ONU haya actuado a la luz del nuevo documento.