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RECONCILIACIÓN

"No sabía que el guerrillero que curé era el asesino de mi hijo": víctima

En un reciente encuentro de víctimas y victimarios salieron a flote historias que ilustran la crueldad que llegó a tener la guerra en Colombia. SEMANA presenta dos casos novelescos e impactantes.

3 de marzo de 2018

En el Hospital de Campo, una iniciativa dirigida por Diana Sofía Giraldo, de la Fundación Víctimas Visibles, tuvo lugar un estremecedor encuentro para la reconciliación. En Subachoque, en la Casa de Paz, varias personas relataron experiencias personales que vivieron por el conflicto armado. SEMANA estuvo presente y reproduce dos historias casi inverosímiles de las heridas que dejó la guerra en el país.

La pesadilla de Pastora*

Ella no sabía que el guerrillero herido que estaba curando era el asesino de su hijo.

Pastora Mira, de 61 años, tiene el pelo plateado y la mirada tranquila. Quien la ve por primera vez no se imaginaría que ha soportado los horrores de la guerra y que a la vez es uno de los símbolos más visibles de reconciliación. Con su voz grave cuenta que el dolor que le dejó el conflicto armado ahora le sirve para ayudar a otras víctimas.

Pastora creció en San Carlos, Antioquia. Desde muy niña tuvo que soportar el asesinato de las personas que amaba. A los 6 años “los conservadores” asesinaron a su padre, y su primer esposo murió a manos de la guerrilla, cuando su primera hija tenía solo 2 meses. Más tarde vendrían cosas peores.

Empezó a trabajar en la Policía, en la que conoció a su actual esposo y con quien tuvo otros cuatro hijos. Pero por las amenazas de las guerrillas tuvo que renunciar. En 1998 se fue huyendo de la violencia con él y dos de sus hijos a Medellín. Regresó dos años después cuando su madre murió y ya no tenía con quién dejar a sus pequeñas. Al llegar a su pueblo la impactó en lo que se había convertido. Estaba desolado y prácticamente no había comida. San Carlos era en un campo de batalla. Allí el conflicto dejó un saldo de 33 masacres, 156 desapariciones, 78 víctimas de minas, decenas de desplazados y un sinnúmero de muertos.En 2001 grupos paramilitares desaparecieron a su tercera hija, Sandra Paola.

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La zozobra consumía a Pastora. Veía a su niña en todas partes e imaginaba que pronto la iba encontrar. En 2005, cuando ya trabajaba con varias víctimas, recibió un nuevo golpe. El bloque Héroes de Granada de los paramilitares asesinó a Jorge Aníbal, su hijo menor.Un día iba al cementerio a ponerle flores y a la salida se encontró a un joven herido por una mina antipersonal. Le dijo que se calmara y se lo llevó a su casa. Lo acostó en la cama de su hijo muerto y llamó a una enfermera para que le curara las heridas. Ella y sus hijas estaban preocupadas de que ese muchacho se les muriera.

Una vez el joven se sintió mejor, se puso de pie, vio las fotos del hijo de Pastora y le dijo: “Señora, ¿quién es ese que sale en la foto?”; Pastora le respondió: “Es mi hijo menor a quien me lo mataron hace unos días”. El joven entró en shock por un momento y después de algunos segundos le dijo: “Tengo que confesarle que yo participé en el asesinato”. En ese momento la que entró en shock fue Pastora. Y después de un largo silencio lo único que pudo decir fue “donde lo curamos a usted era su cama y su cuarto”.

Las hijas de Pastora salieron disparadas de la habitación, atónitas de lo que habían oído. No podían creer que en el cuarto de su hermano estuviera su asesino. Querían vengarse. Pero Pastora corrió a calmarlas. “Si ustedes me juran que van a visitarme todos los días a la cárcel y que mi hijo revive, yo lo mato. Pero, de lo contrario, no nos vamos a tomar la justicia por nuestras manos”. Fue tan contundente que las jóvenes quedaron paralizadas. Luego, Pastora caminó al cuarto de su hijo y le pasó el celular al asesino, quien estaba tan impactado como la madre. Esta le dijo: “Usted tiene que tener una mamá que lo está buscando. Llámela y dígale que está bien”.Pero su dolor aún no terminaba.

Tras siete años esperando a su hija, encontró su cadáver. Su otro hijo también desapareció y uno de sus sobrinos cayó en los falsos positivos cometidos por miembros del Ejército en 2002. Más adelante tuvo que afrontar el cáncer de otra de sus hijas. “Llegó el punto en que yo decía ‘Dios, por favor, no más, no más. Al menos cambia de familia’”. Hoy Pastora Mira es concejala de San Carlos y asegura que no les guarda rencor a sus verdugos. De hecho, ha acompañado a muchos a reintegrarse en la vida social: “He sido víctima de todos los grupos armados, del ELN, de las AUC, de las Farc y del Ejército. Pero yo sé que esto no se soluciona con la ley del ojo por ojo”.

El infierno de Adriana

Para escaparse de un tío violador ingresó a las Farc. Allá encontró a otro tío, a quien no conocía y quien la violaría aún más.

En un municipio del Meta, donde los enfrentamientos entre las Farc y el Ejército eran el pan de cada día, los civiles quedaban siempre en el medio. Se convertían en víctimas y en algunos casos también en victimarios. Como Adriana. Ella tenía 10 años y sus papás la habían abandonado por la violencia. Su abuela la envió a vivir con una tía para protegerla. Hoy a sus 27 años cuenta su historia. “Yo estaba muy feliz. Me regalaron una bici y me iban a poner a estudiar. Yo nunca había tenido nada de eso”. Pasados unos días, el esposo de su tía empezó a manosearla y finalmente la violó. “Hizo lo que quiso conmigo”, recordó Adriana en el encuentro de reconciliación.

La niña le suplicó a su abuela que se la llevara, pero ella le dijo que no porque estaban matando a mucha gente en el pueblo. Después de un año de aguantar los abusos de su tío, regresó donde su abuela. No podía soportar ya ni una mirada. Le causaba repulsión.

Pero su nueva vida no fue nada fácil. Se alimentaba solo de pan y agua de panela. Uno de sus tíos venía cada tanto a visitar a su abuela. Adriana le suplicó que la llevara a trabajar con él porque no quería aguantar hambre. Él le contestó algo que cambiaría su vida: “Coja un bus para Piñalito. Allá va a haber un retén de las Farc. Cuando los bajen, diga que usted quiere hacer parte de la organización”.Adriana se fue con la esperanza de salir de la pobreza extrema. No sabía que lo que le esperaba podía ser peor. Cuando llegó, en efecto, el retén de las Farc no dejó pasar al bus.

Pero cuando Adriana dijo que quería hacer parte de esa guerrilla no le creyeron, pensaron que era una espía. La amarraron en un árbol, y si antes se quejaba del agua de panela, ahora solo agua le daban. Ocho días más tarde, llegó uno de los comandantes de la compañía y le hizo mil preguntas. Ella se lo contó todo. Le dijo que quería ganar plata y que quería vengarse de su tío violador.“A usted nunca más le va a pasar nada –le contestó el comandante–. Yo también soy tío suyo. Usted no me conoció porque hace mucho que no voy dzonde mi mamá”.

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Adriana, estupefacta, se sintió aliviada. Pensó que por fin su vida iba a cambiar. Pero ese tío que le juró protegerla también empezó a abusar de ella. Después de tantas violaciones quedó embarazada. “Me dijeron que me tomara unas vitaminas, pero en realidad eran unas pastillas potentes para dormir. Me sedaron y cuando desperté ya me habían sacado al bebé. Me lo dejaron al lado de la cama. Todavía no tenía forma porque apenas tenía 3 meses. Luego lo tiraron al río. Me dijeron que eso no era nada, que no tenía vida. Pero yo me sentía culpable”.

Las violaciones de su tío siguieron y volvió a quedar embarazada. Ocultó su estado y a sus 14 años tuvo a su primer hijo. Lo dejó en casa de su abuela y regresó al campamento. Adriana tenía mucha rabia y se ganaba constantemente castigos por desobediencia. “No me importaba mi vida. Si me ponían a hacer chontos (letrinas), pues los hacía. Aguantar hambre no me importaba, como si nunca hubiera aguantado. Que me pegaran me daba lo mismo, yo ya estaba acostumbrada. Pero me empecé a portar bien cuando me amenazaron con matar a mi hijo y a mi abuela”. A los 15 años se enamoró de uno de los trabajadores de Víctor Carranza. Las Farc le pedían vacunas cada tanto. Volvió a quedar en embarazo.

Cuando su novio se enteró, le dijo que tenía que escaparse. A los 8 meses logró fugarse con la promesa de que su novio la encontraría en Manizales. Pero una semana después las Farc lo mataron. En un intento de regresar a buscar el cuerpo, los paramilitares la encontraron en Mesetas. Esta vez la violarían varias personas simultáneamente. Luego la dejaron en un prostíbulo donde tuvo que estar por un año. Finalmente, llegó a Cali y pudo acogerse al programa de desmovilizados. Y le faltaba un golpe: se enteró de que un adolescente había abusado de su hijo.

“Yo puedo perdonar todo lo que me hicieron a mí, pero lo que le hicieron a mi hijo, nunca… Yo pido perdón por todo el daño que hice, pero estar en las Farc es un infierno. La gente dice ‘esos hijuetantas guerrilleros’… pero quizá si conocieran las historias de los rasos, de los que llegamos ahí por circunstancias de la vida, no nos juzgarían tan duro”. *Estos testimonios aparecen con la autorización de Pastora y Adriana. Esta última quiso usar un seudónimo para proteger su identidad.