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columna del lector

La seguridad agroalimentaria y los peligros de la moda

Martes 26. Diego Rengifo, lector de SEMANA.COM, resalta los riesgos que corre Colombia al negociar el agro y la propiedad intelectual en el TLC con Estados Unidos.

Diego Rengifo Lozano
24 de julio de 2005

Justo cuando se pensaba que la contradicción entre proteccionismo y librecambio era un debate medianamente superado, las negociaciones del TLC siguen atizando viejas fricciones y temores. Entre otros, los términos de seguridad agroalimentaria y derechos de propiedad intelectual que aun se mantienen en el limbo de la indefinición luego de una decena de rondas conversatorias.

No deja de resultar extraño que el viejo debate contra el librecambio, asociado a esa costumbre burguesa de comer tres veces al día, haya levantado tanta polvareda justo en la época en que las dietas estrictas y los gimnasios tortuosos marcan la estética de nuestro tiempo. Parece mentira, pero luego que las pasarelas del pret a porté se abrogaron los blasones del hambre que hicieran famosos a Bangladesh, Etiopía y Zimbabwe, la generalizada aversión a la gordura ha llevado a más de una adolescente a coquetear peligrosamente con los estragos de la anorexia.

Para algunos no parece un problema prioritario tal vez debido a que, milagrosamente, luego de una guerra sostenida durante medio siglo y a un austero nivel de ingresos, la ciudadanía no ha enfrentado el fantasma del hambre de la forma en que lo ha experimentado Europa en dos guerras mundiales. Por fortuna, no es común en las familias colombianas rememorar la guerra contando las peripecias a que obliga la escasez de alimentos, y menos aun cuando sus anécdotas involucran el caballo del vecino o la mascota de la familia. Animales caídos en combate frente al brazo implacable de sus hambrientos dueños, y cuyo borroso recuerdo se hace más nítido en presencia de ciertos platos poco confiables. Como ese menú ejecutivo de los restaurantes criollos que suele considerarse lo más "sospechoso" que han producido los húngaros: el goulash.

Pero casualmente, los norteamericanos, que no han sido testigos de semejante azote (por lo menos los que se han quedado en casa), y que no han padecido mayores invasiones de su territorio que la protagonizada por Doroteo Arango a quien la posteridad recordaría como el legendario Pancho Villa, son conocidos mundialmente como los más feroces y obcecados protectores de su sector agrícola. Y no sería justo con ellos (ni con su laudable preocupación alimenticia) tildarlos de "cavernícolas" por su reticencia a caer de lleno en su propio discurso, o suponer que se amparan en ese episodio repudiable de la invasión de un país sin motivo ni permiso y desatendiendo los cuestionamientos de la comunidad internacional -¡Pancho bandido!- para justificar el tabú incuestionable de la protección agrícola atada a un problema de "seguridad nacional" sino que la razón les asiste por su propio peso.

Para entender esta estrategia, es bueno tener en cuenta que los conflictos por alimentos no son, ni mucho menos, patrimonio exclusivo de los juzgados de familia, y que la seguridad agroalimentaria no se limita a los términos establecidos en el Artículo 65 de nuestra Constitución: "la producción de alimentos gozará de la especial protección del Estado...", sino que requiere de algunos elementos adicionales: una capacidad de producción tal que asegure una oferta saludable, esa misma capacidad asociada al poder adquisitivos de los agentes que componen la cadena alimentaria (de la huerta a su mesa), y un sistema de comercio exterior capaz de solventar una momentánea escasez de víveres. Esta estructura de seguridad es prudentemente asociada a los términos de la soberanía por cuanto ningún país se puede dar el lujo de depender de otro para la autodeterminación de sus estómagos, ni entregar su sector primario en aras de un dudoso "remozamiento" económico, máxime en escenarios como el gigantesco barrio del Tercer Mundo donde existen países cuya dimensión agraria debe observarse con la misma cautela que un polvorín.

Con proverbial ligereza, los simpatizantes del TLC asumen que para no salir tan mal librados en términos de seguridad agroalimentaria y derechos de propiedad industrial podemos patentar la fórmula del masato, y que vamos a inundar el mundo de freijoas o, en último caso, de porciones individuales de lechona. Pero entre otras cosas olvidan que a diferencia del goulash, la lechona no es "anónima" sino que requiere la cara del difunto presidiendo la bandeja. Claro está que como seguramente asumen, eso no importa porque para eso se hicieron las cámaras fotográficas.

Las advertencias no se han hecho esperar por parte de los heraldos del Apocalipsis que vaticinan la ruina de la nación en caso de malograrse la única ruta de nuestra esperanza: entregarnos a los nuevos tiempos. Atrás quedarán imágenes aleccionadoras como esa pieza emblemática que tradicionalmente se pasea como referencia obligada del Estado moderno, "La libertad guiando al pueblo en las barricadas" de Delacroix, donde los pechos descubiertos de la libertad invitan a seguir esa madre nutricia. Algunos dirán que apelar al expediente de la lactancia es señal de desesperación, a otros optimistas les parecerá más acorde a nuestros tiempos aprovechar los artilugios de la silicona y la lencería provocativa para recrearse en esas lides como Dios manda. Pero precisamente en esos devaneos nutricionales se me ocurre que exponer el sector primario de la economía a una audacia de semejante dimensión, tentando el vaivén de los tiempos, nos puede salir por la culata y llevarnos a una situación más penosa que la de Rómulo y Remo en la fundación de Roma, obligados a prenderse de lo que tuvieran a mano.