Era el viernes 15. Apenas había enviado la columna que se publicó el pasado domingo, cuando el mensaje llegó: Alejandro Galvis Ramírez, presidente corporativo de Vanguardia, había fallecido. No podía quedarme sin escribir esta columna en su memoria, pues muy pocos hombres ha dado este país como Alejandro Galvis. Muchos no lo habrán conocido o la frágil memoria habrá hecho disolver su protagonismo. O tal vez por la eterna condena que tenemos de contar la historia solo desde el centro del país, no se dimensione el tamaño de su obra.
Alejandro Galvis Ramírez fue hijo de Alejandro Galvis Galvis, ministro de Alfonso López Pumarejo, gobernador de Santander y un largo etcétera, que en 1919 fundó Vanguardia Liberal, principal medio de defensa de las ideas liberales en Santander. Por esta defensa, la Iglesia ordenó excomulgar a la familia Galvis y a todo aquel que fuera sorprendido leyendo Vanguardia, y fueron destruidas sus instalaciones en 1953. Pero entre las ruinas el medio persistió y circuló bajo el titular ‘Aquí seguimos’.
En 1968, Galvis Galvis entregó a su hijo Alejandro Galvis Ramírez el manejo del periódico. Heredó de su padre la convicción de defender los principios liberales y de trabajar por la región. Transformó a Vanguardia de un ideario liberal en un verdadero sistema informativo. Estaba convencido de que el deber de la prensa era trabajar por los desfavorecidos y que los corruptos les temían más a los medios que a los jueces, por eso el deber era denunciar. Con este propósito adquirió El Universal, de Cartagena; La Tarde, de Pereira; El Liberal, de Popayán, y con estos diarios constituyó la Cadena Colombiana de Periódicos, que creció luego con El Nuevo Día, de Ibagué, y Vanguardia, de Valledupar. De allí nació la primera Agencia Nacional de Noticias: Colprensa, y también impulsó la creación de la Asociación Nacional de Editores de Diarios (Andiarios).
A pesar de su indiscutible poder político, jamás aceptó un nombramiento, porque estaba convencido de que el poder no era para beneficiarse, sino para exigirles a los gobernantes respuestas ante las necesidades ciudadanas. Cuando un presidente o ministro visitaba Vanguardia, no tenía inconveniente en dejarle claro cuáles eran las grandes deudas que tenía su gobierno con la región. Amó a Santander como pocos, y detrás de sí está la gestión de grandes iniciativas empresariales, institucionales y gremiales, que por espacio es imposible nombrar.
Muchas cosas aprendí a su lado, pero dos de ellas me dejaron claro su tamaño como ser humano: su valentía y la defensa de los principios a toda costa. Voy a contarles dos anécdotas.
En la década de los ochenta, denunció desde los editoriales de Vanguardia cómo el narcotráfico había permeado a la ciudad. En la ceremonia de los 70 años del medio, en 1989, insistió en la obligación de la prensa de denunciar a los narcotraficantes, y de los ciudadanos de cerrarle la puerta al dinero fácil. En esa ceremonia, el presidente Virgilio Barco anunció que insistiría en la extradición de narcotraficantes. Días después, el 16 de octubre de ese año, un carro bomba explotó a las 6:00 a. m. en la puerta de Vanguardia. Tres trabajadores murieron y 17 quedaron heridos. El periódico quedó destruido. En una entrevista que le hice con ocasión de los 100 años del medio, narró así ese momento: “Yo decía: dos generaciones aquí para quedar en esto... Me puse a mirar todo, caminé por el periódico y decía: ¡no puede ser!... empezamos a limpiar... Les dije ¡vamos a sacar periódico! Vayan trabajando y luego vemos cómo imprimimos... La mejor manera de arrugarles la cara es sacar periódico, ¡entonces lo sacamos!”. Al día siguiente, Vanguardia circuló entre escombros con el título: ‘Aquí estamos’, el mismo que usó su papá cuando también le destruyeron el periódico. Cada vez que contaba esta historia, sus ojos azules se llenaban de lágrimas.
Tras este hecho, fue invitado a hablar ante la Sociedad Interamericana de Prensa, en Estados Unidos: “Los narcotraficantes están tratando de establecer una censura: la censura del terror. Pero se están engañando si creen que con tal campaña de intimidación, sin importar cuán violenta sea, silenciarán nuestra prensa”, dijo en su discurso.
La segunda anécdota ocurrió en 2015. Alejandro Galvis fue miembro activo del Partido Liberal, pero en las elecciones regionales de ese año, Horacio Serpa le entregó el aval del partido a Didier Tavera, quien había sido secretario de Hugo Aguilar y representante a la Cámara por el PIN. Su padre, Ernesto Tavera, había sido condenado por narcotráfico. Don Alejandro no pudo comprender por qué Serpa le daba el aval a una persona cuestionada. Renunció al Partido Liberal, terminó la amistad que por años tuvo con Serpa y permitió que Vanguardia abandonara su apellido “liberal”. Como los medios no pueden negarse a recibir pauta de candidatos, decidió donar la totalidad de los recursos recibidos en la campaña Tavera a varias obras sociales. Y no era que sobraran, por el contrario, ya empezaba la crisis de los impresos. Pero para Alejandro Galvis valían mucho más sus principios. Santander perdió al más grande de sus hijos en las últimas décadas; el periodismo, a quien más trabajó por el crecimiento de la prensa regional; y yo, a quien más me enseñó, con el ejemplo, el concepto de dignidad y valentía. Gracias por tanto, don Alejandro.










