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El malestar de la educación

Creo, al igual que el maestro Zuleta, que la educación en Colombia empezó joderse cuando la filosofía, la historia y la geografía dejaron de ser importantes en el pénsum escolar.

Joaquín Robles Zabala, Joaquín Robles Zabala
14 de abril de 2014

Contaba el maestro Estanislao Zuleta hace más de tres décadas que los problemas de la educación en Colombia empezaron cuando la geografía y la historia dejaron de ser importantes en el pénsum escolar. En uno de sus ensayos nos recordaba que la verdadera importancia de estas asignaturas no radicaba en saber dónde nacía un río y cuántos kilómetros recorría, sino de qué manera afectaba o beneficiaba ese río las distintas regiones que atravesaba. De igual forma la historia era mirada solo como un cúmulo de fechas y nombres que los muchachos asimilaban con un sinnúmero de hechos inconexos y, en muchos casos, alejados de sus propias vivencias.

No obstante de las políticas desacertadas y los modelos educacionales impuestos por gobiernos poco críticos a esa realidad que nos afectaba, los estudiantes leían y copiaban mapas y los dibujaban de memoria. Sabían casi con exactitud dónde quedaba el Nudo de Paramillo en esa extensa zona verde atravesada por delgadas líneas azules que eran los ríos y ubicaban los valles y las cordilleras y podían identificar los distintos departamentos que componían ese conjunto extenso, sumamente accidentado, que era el territorio nacional.

En muchas universidades del país las incipientes ciencias humanas fueron desahuciadas. Las pocas facultades que existían las obligaron a cerrar y cayó sobre la filosofía, la literatura, la historia y otras disciplinas afines una especie de maldición que era relacionada en muchos casos con las protestas y el surgimiento de los primeros grupos subversivos que llevaban a cabo pequeñas escaramuzas en una que otra ciudad del territorio nacional. Desde entonces, dejó de ser importante saber las capitales de los departamentos. Dejó de ser importante conocer dónde nacían las cordilleras y qué países atravesaban. Dejó de ser importante saber el nombre de los picos más altos de las cadenas de montañas. Dejó de ser importante la influencia de los climas en el desarrollo de las sociedades.

Sin embargo en Europa, especialmente en Francia, Alemania e Inglaterra, la filosofía, la literatura y la historia definían prácticamente el rumbo del pensamiento liberal. Ningún mandatario de estas potencias se le habría ocurrido, ni por un milímetro, culpar de los males políticos de sus respectivos países a estas disciplinas. A ninguno se le hubiera pasado por la cabeza decir que las facultades de ciencias sociales se habían constituido en escuelas de adoctrinamiento de subversivos y, por lo tanto, había que clausurarlas.

Este tipo de pensamiento prediluviano, que hizo carrera a lo largo de muchos gobiernos y que se vio venir desde el mandato de Laureano Gómez, un godo de rancia estirpe, no tiene parangón en la historia de nuestros países tercer mundistas, pero afectó profundamente los proyectos educacionales y dejó en evidencia la baja estatura intelectual de nuestros presidentes, que prefirieron meter al país en una guerra interna que lleva ya varias décadas, a darle a los campesinos las herramientas para el desarrollo del campo.

Cuando la Universidad de Harvard, en cabeza de un grupo de profesores, entre los que se encontraba David S. Landes, escribió montañas de libros reivindicando la importancia de la ciencias sociales y humanas en el desarrollo de las comunidades, Colombia tenía ya muchos años de estar caminando como el cangrejo, sin que se escuchara  una sola voz de protesta en todo el territorio nacional por el abandonado en que habían estado las llamadas ciencias del espíritu.

Este rechazo, producto sin duda de un pensamiento tradicionalmente conservador, tiene hoy a la educación colombiana en la cola del mundo. En la cartografía de las naciones desarrolladas la educación es el rubro más importante de la cartera si lo que se desea es cambiar la estructura mental de los ciudadanos. Pero esto no se consigue con palabritas ni discursos de buena voluntad sino con políticas vinculantes, serias, que pongan a los ciudadanos en el centro del proyecto, que les garantice no solo el ingreso al colegio sino que le ayude al mejoramiento de su entorno social.

Es obvio que el malestar de la educación en Colombia no se le puede atribuir únicamente a la calidad de los maestros. Este abarca muchos otros factores sociales que van desde las garantías laborales de quienes ejercen la profesión hasta los espacios donde se desarrollan las actividades escolares. Pero, sobre todo, la falta de políticas educacionales sigue siendo el meollo del desastre. No olvidemos que la historia casi nunca se equivoca: nuestros estudiantes terminan el bachillerato sin haber aprendido a leer y a escribir. Y esta deficiencia, sin duda, la trasladan a la universidad, donde tampoco se hace mucho por subsanarla.

Twitter: @joarza

*Docente universitario. 
 

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