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EL SHAKESPEARE DE LA ALBAÑILERIA

Semana
7 de diciembre de 1987

Debo confesar, desde el principio, que los domingos me ponen melancólico. Paso largas horas pensando en los amigos muertos, en la gente amada que se pierde de vista, en los seres queridos que se han ido rodando por el barranco de la vida. La saudade aumenta a medida que va avanzando el día y se acerca el momento lúgubre del crepúsculo.
Alguna vez estuve tentado a ponerme en las manos de un sicólogo, pero finalmente descubri que se trata de un trauma heredado de mi juventud, de los años en que era estudiante interno, y con las primeras sombras de la noche dominical se acababa el asueto del fin de semana, y volvían a encerrarnos tras las rejas monacales del colegio.
Pero la televisión, que suele ser una buena compañera en los instantes de languideces, se ha convertido para mí en un paliativo para esas tristezas dominicales. A las siete y media, acomodado entre mi mujer y el entusiasmo de mis hijos, salpicado por el tetero de Isabella y la mostaza del perro caliente de Danilo, me instalo en la cama a esperar que empiecen las dichas y desventuras de "Don Chinche".
Disfruto como un oficial de albañilería con ese programa que está cumpliendo por esta época sus trescientas emisiones. Creo que nada se parece tanto a los colombianos como ese puñado de personajes tiernos y conmovedores, auténticos y genuinos, que no tratan de parecerse a nadie y que ni siquiera actúan.
La gente se hace lenguas comentando la indumentaria estrambótica de ese maestro de plomería, experto en ingeniería sanitaria, mago de la mecánica, paradigma de la carpintería, enamoradizo y mentiroso, que sabe hacer de todo pero todo lo que hace le queda mal. Su corbata, su chaqueta de cuadros verdes, su sombrero de lana y su lenguaje se han vuelto familiares.
Yo, por el contrario, pienso que lo maravilloso de "Don Chinche" no está en lo que se pone por fuera sino en lo que lleva por dentro. En su alma. En un país donde cada quien pretende pasarse de listo con los demás, donde ha desaparecido la solidaridad porque la astucia acabó con la pureza de corazón, donde -en fin- a nadie le importan las ansiedades ajenas, los protagonistas de este Shakespeare de barriada nos enseñan cada semana una lección de desprendimiento por amor al prójimo.
Ya a los televidentes se nos olvidó cuándo fue la última vez que cualquiera de los comensales de Don Joaco, más desharrapados que la camioneta boyacense de Don Floro, le pagó la cuenta del almuerzo. Ellos comen y él anota en su cuaderno de créditos perdidos. A su turno, esos dos primores de muchachas del salón de belleza peinan gratis a Doña Bertica. Es el arte verdadero de ayudarse unos a otros. Si este país se les pareciera en algo...
En el universo pobre de "Don Chinche" hay un personaje que me estremece casi hasta las lágrimas. Es el doctor Andrés Patricio Pardo de Brigard. Bogotano rancio y aristócrata, como lo demuestran sus apellidos y la alcurnia de su vida, se fue perdiendo en el estruendo de estos tiempos frenéticos, entre trepadores y arribistas, hasta terminar arrinconado en esa vecindad indigente.
Solo le quedan un vestido, el azul de rayitas blancas, y su corbatin. También forma parte de su patrimonio la placa de abogado. De resto, podria decirse que el doctor Pardito, con su maletín de litigante bajo el brazo, es pobre como una rata.
Se equivoca el que piense así. Es el colombiano que más admiro. Su sentido del decoro y de la honradez deberían servir de escarmiento para tanta gente que anda por ahí, viendo cómo engaña a los otros y cómo se apropia de lo que no es suyo. Hay que ver al doctor Pardito, con la ira desatada, cada vez que algún rufián le propone un negocio de mala indole para que se consiga unos pesos.
Nadie le ha visto una debilidad a ese caballero tan digno y circunspecto. A veces, cuando uno siente ganas de hacerle ciertos esguinces a la moral, me acuerdo del doctor Pardito, con su bigote blanco y la imponente majestad de su pobreza.
A Dios le pido que haga a mis hijos como el doctor Pardito. Que sientan, como él, que en esta vida no hay nada más valioso que el amor de Dorisita. Y que el honor está por encima de todo, incluso más allá de la herencia de la tía Magola. Que no renuncien jamás a sus principios. Aunque solo tengan, para ponerse, los trapos estrafalarios de la señorita Rosa. O aunque no consigan, como el maestro Chinche, los diez mil pesitos para sacar de la hipoteca su pedazo de tierra.

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