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Iván Márquez, jefe de campaña del Centro Democrático

¿Ese es el destino que nos espera? ¿Vivir condenados a la guerra que necesita Uribe para estar vigente en la miserable política nacional?

Daniel Samper Ospina, Daniel Samper Ospina
31 de agosto de 2019

Refrendé mi sentimiento de que el país no es viable cuando escuché las declaraciones de Iván Márquez en las que, con altivo tono de voz, y en medio de una escena que parecía un déjà vu, anunciaba la fundación de una nueva guerrilla con estas dulces palabras: “Desde la Inírida, que acaricia con ternura las aguas del Orinoco, sitiados por la fragancia del Vaupés, que es piña madura, anunciamos al mundo que ha comenzado la segunda Marquetalia”. Dios mío, pensé: que retome las armas, pero que deponga la pluma. Guerra sí, pero no así. ¿En qué momento se le alborotó la vena poética a este triste personaje que al final nunca estuvo de acuerdo con el acuerdo, valga el juego de palabras? ¿No es suficiente atentado al proceso de paz haberse desmarcado de él, como para seguirlo aplastando esta vez con recursos poéticos? ¿A qué se refiere con la alusión a la piña madura? ¿Es un guiño al dictador venezolano? ¿Tiene más ojos la piña del Vaupés que Jesús Santrich? ¿Esa es la paz de Duque?

Hasta entonces había conseguido reprimir mis sentimientos de impotencia y desolación frente al futuro de Colombia. Sí, quizás no se trate de un país como cualquier otro, me decía. Uno observa las noticias de la semana y resultan difíciles de explicar: desaparecen a los desaparecidos del Palacio de Justicia; Duque propone pacto por el Amazonas que ya estaba firmado desde 1978; la congresista Catalina Ortiz pide validar por decreto el gol de Yepes; el alcalde de Cali pelea en público con el ministro de Defensa, y, como si fuera un repentino profesor de primaria, el propio Duque les pide que sellen sus diferencias con un abrazo: “Se me funden en un abrazo y no me pelean más, porque los dos se necesitan”, les dice, y los amenaza con llamar a sus papás.

Pero cada noche acomodaba la cabeza contra la almohada y me daba ánimos a mí mismo: Colombia será el país que produzca personas como aquel señor que escondió un kilo de coca bajo su peluquín, y actuaba en el aeropuerto de Barcelona como si nadie se fuera a dar cuenta; el país en que es noticia que a la youtuber Luisa Fernanda la pique una abeja en el dedo gordo del pie. Pero también es el país que sacó adelante un proceso de paz gracias al cual la generación de mis hijas crecerá creyendo que la única pesca milagrosa era la de Jesús en la Biblia. Y no la de Jesús Santrich.

¿Ese es el destino que nos espera? ¿Vivir condenados a la guerra que necesita Uribe para estar vigente en la miserable política nacional?

Digo más: mi mayor temor consistía en volver a la guerra, pero a través del ala extrema del uribismo. En mis pesadillas suponía que los magistrados echaban mano del abuelo más tierno del mundo, y que los uribistas más inflamables pasarían a la acción, como han amenazado por las redes sociales: que plomo es lo que habría, que incendiarían a Colombia como otrora las Farc, sería la tercera Marquetalia.

Incluso me descubría pidiéndole a Dios que los magistrados no lo fueran a tocar: que lo dejaran tranquilito para que se siga yendo por el sifón del olvido, como lo demuestran las encuestas. Sin enemigos no sabe existir. Y además: con Timochenko en el Congreso y Uribe preso, y la habilidad propagandística del partido para conectar hechos que no se relacionan entre sí, tendrán todo para regresar. ¿A qué volver mártir al ya casi decrépito Gran Líder, vestirlo con piyama a rayas, otorgarle el Ubérrimo por cárcel si con ello contribuyen a su resurrección? ¿No es mejor que el Fujimori del valle de Aburrá se desgaste solito en su delirio?

Pero estamos en Colombia, y una madrugada cualquiera aparece en YouTube un video en que Iván Márquez sale en escena con alias el Paisa y un rejuvenecido Jesús Santrich, ciego en armas, valga la redundancia, y anuncian, entre metáforas y sinalefas, y bajo un escenario selvático calcado de los años noventa, con barbas largas y fusiles viejos, que se viene una nueva modalidad de guerra: acaso más moderna, acoplada a los nuevos tiempos. Una guerra 2.0, quizás con guerrilleros que celebren cada baja con un baile de Fortnite, en que ya no secuestrarán, apenas extorsionarán, acaso de una manera tan dulce como la piña del Vaupés. Con ello, el trío de guerrilleros lograron dos cosas casi imposibles: convertirse en jefes de campaña del uribismo y devaluar la poesía.

¿Ese es el destino que nos espera? ¿No ser un país, sino un déjà vu? ¿Oír las declaraciones poéticas de guerrilleros vetustos para anunciar conflictos nuevos? ¿Vivir condenados a la guerra que necesita Uribe para estar vigente en la miserable política nacional?

Me resisto. Allá Iván Márquez si quiere ser el jefe de debate del uribismo. Por mi parte confiaré en que el antídoto de Colombia sea la misma Colombia, y que la situación se resuelva con lo que somos: que Duque proponga el proceso de paz que ya estaba firmado desde 2016; que la congresista Catalina Ortiz pida invalidar por decreto la nueva guerrilla; que una abeja pique el meñique de Jesús Santrich. Y que, a pedido del presidente, Márquez y Uribe se fundan en un abrazo. Porque los dos se necesitan.

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