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Juan Carlos Florez Columna

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La enfermedad infantil del izquierdismo

Que políticos opositores le hagan el juego al poder aupando a muchos jóvenes a pisar la cáscara de la violencia es una soberana irresponsabilidad, mucho más cuando ellos incitan cómodamente apoltronados en sus multimillonarias sinecuras, pagadas con nuestros impuestos.

Juan Carlos Flórez
28 de agosto de 2021

Hace 100 años, o para ser más exactos 101 años, que en junio de 1920, uno de los revolucionarios más famosos de la historia, Vladímir Ilich Uliánov, más conocido por su seudónimo de Lenin, publicó en ruso, inglés, francés y alemán un ensayo intitulado La enfermedad infantil del izquierdismo en el comunismo. Un ensayo de conversación popular sobre la estrategia y la táctica marxista. A dos años y medio de triunfar su revolución, el jefe del comunismo ruso se enzarzaba en hirsuta polémica con algunos de sus copartidarios más extremistas y con comunistas radicales de Alemania e Inglaterra, incapaces, según él, de entender los compromisos que su gobierno había hecho con Alemania para sobrevivir en el poder. Aquellos extremistas también rechazaban –en algunos casos– la paz de Versalles que acababa de poner fin a la espantosa carnicería europea de la Gran Guerra.

El revolucionario ruso vapuleaba como infantiles izquierdistas a sus copartidarios que se negaban a aceptar que la táctica y la estrategia política requerían de compromisos, los que rechazaban esos extremistas que querían el todo o nada. Camino este que, a juicio de Lenin, los podía llevar a perder todo. Lo sorprendente de todo esto es que Uliánov, para lograr sus propósitos, había utilizado –cual aplicado discípulo jesuítico y maquiavélico– todos los medios a su alcance. No obstante, al mismo tiempo, comprendía los riesgos de jugar a aprendiz de brujo en los momentos decisivos en los que estaba en juego la toma y el control del poder.

Ninguna de estas lecciones parece haber sido asimilada por algunos políticos que juegan al izquierdismo, quienes con infantil maximalismo vuelven a pisar la cascarita que siempre nos lleva a desastres, sufrimiento, muertes, la pérfida cascarita de la violencia. Nuestra historia nos enseña, reiteradamente, que siempre que acudimos a la violencia, volverla a encerrar en la caja de Pandora se torna casi un imposible. Hace algunos días releía las memorias inconclusas de Alberto Lleras en las que este celebraba los acuerdos del Frente Nacional que pacificaron el país. Mas unos pocos años después los efectos pacificadores se hicieron trizas durante los infernales años que revivieron, y en algunos casos aumentaron con creces, los horrores de la guerra bipartidista de mediados del siglo pasado. Jugar a la violencia en Colombia es condenarnos a repetir los sangrientos episodios nacionales que nos mantienen en el atraso social y nos dejan, una y otra vez, como un país bárbaro en el concierto global.

Hace unos días conversaba con el reconocido columnista y periodista chileno Daniel Matamala, a raíz de la aparición de mi ensayo global Los que sobran en las librerías de su país. Daniel relató una anécdota que surgió allá cuando Colombia ingreso a la Organización para la Cooperación y el Desarrollo Económicos (Ocde), en la que Chile siempre ocupaba el último puesto. Según él, en su país se decía con humor que afortunadamente nosotros habíamos entrado a la Ocde, pues ahora nos disputaríamos el último lugar. Esa condición de faltarnos siempre cinco centavos para el peso, nos la refuerza ese premoderno y maldito ciclo de infame retorno de la violencia. De manera que cuando se juega con esta, casi que podemos predecir de antemano cuáles serán los resultados, pues grupos en extremo influyentes no hacen nunca ascos de ningún medio para enfrentar a quienes amenacen el poder establecido.

Que políticos opositores, que no son ningunos imberbes, le hagan el juego al poder aupando a muchos jóvenes a pisar la cáscara de la violencia es una soberana irresponsabilidad, mucho más cuando ellos incitan cómodamente apoltronados en sus multimillonarias sinecuras, pagadas con nuestros impuestos. ¿O acaso los han visto ustedes correr en las protestas, enfrentar personalmente a un escuadrón móvil antidisturbios (Esmad) y ser arrastrados a una unidad permanente de justicia (UPJ)? Cómo se parecen a esos políticos quienes, ocultos en la sombra, enviaron a los campesinos a matarse entre ellos o a muchos jóvenes a la subversión, en el siglo XX, mientras ellos peroraban en los clubes y cafés bogotanos. Pienso, por ejemplo, en los así llamados guerrilleros del Chico, algunos de los cuales viven hoy confortablemente en París, mientras que algunos de sus contemporáneos, de una condición social no privilegiada (underprivileged, desfavorecidos, como dirían ellos), perecieron en la inútil vida guerrillera.

Colombia necesita de la grandeza de la No Violencia para que no volvamos a repetir nuestro cruento pasado, para que como sociedad no caigamos estúpidamente en ese siniestro juego en el que siempre ganan los grupos más destructivos de nuestra sociedad, el del eterno regreso de la violencia.

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