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LA OEA, UN PAQUIDERMO QUE MUERE DE PIE

Semana
16 de agosto de 1982

El desprestigio continental de la Organización de Estados Americanos no sólo se hizo evidente en el reciente conflicto anglo-argentino airededor de las islas Malvinas, sino que tiene una serie de antecedentes que permiten desconocer tajantemente su utilidad y su eficacia. Es una posición que la mayoría de los pueblos latinoamericanos comparte con muy generalizada unanimidad, y que no es ni infundada, ni gratuita.
Repasando rápidamente los orígenes de la OEA, se observa la distancia infranqueable entre los principios e intereses que inspiraron su creación y las realidades actuantes que quisieron ser evitadas. Quienes suscribieron la Carta de Organización de los Estados Americanos, proclamaron en su preámbulo: "Seguros de que el sentido genuino de la solidaridad americana y de la buena vecindad no puede ser otro que el de consolidar en este continente dentro del marco de las instituciones democráticas, un régimen de libertad individual y de justicia social, fundado en los derechos esenciales del hombre... ".
Pero lo fragmentariamente transcrito, que apenas puede valorarse como un simple enunciado retórico, se expresó en términos de normas concretas en el Capítulo II de la Carta de Bogotá aprobada en la IX Conferencia Panamericana en el año de 1948. Allí se dijo: "La solidaridad de los Estados Americanos y los altos fines que con ella se persiguen requieren la organización política de los mismos, sobre la base del ejercicio efectivo de la democracia representativa" (Art 5, inc. d).
Posteriormente, en la Declaración de Santiago de Chile, firmada en 1959 por todos los cancilleres americanos, se proclamó"... la armonía entre las repúblicas Americanas sólo puede ser efectiva en tanto el respeto de los derechos humanos y de las libertades fundamentales y el ejercicio de la democracia representativa sean una realidad en el ámbito interno de cada una de ellas...".
Los anteriores textos, tomados de los respectivos documentos, ofrecen la evidencia de que uno de los objetivos básicos del sistema interamericano se dirige a preservar la vigencia y continuidad de la democracia representativa y que, a fortiori, los golpes de Estado perturban los fines y constituyen una violación manifiesta de los principios en que se funda la Organización. Y, para disipar toda duda, en la misma Declaración de Santiago, fueron definidos los gobiernos antidemocráticos como aquellos que no surgen de elecciones libres y puras y que se establecen como consecuencia de hechos que contradicen las normas legales o constitucionales que proveen la forma de constituir el gobierno de jure. Son, en concecuencia, y deben tenerse como gobiernos de facto tanto los que nacen de golpes de Estado como los que tengan origen en elecciones fraudulentas o adulteradas.
Un gobierno que se constituye bajo el imperio de las armas y no de la ley ni de la voluntad colectiva libremente expresada, no puede tener el reconocimiento ni la aceptación de la OEA, ni de sus países miembros. Así estaba concebido el sistema, paradójicamente arrasado, bajo la mirada impotente de la Organización, por la ola creciente de golpes de Estado que, en las últimas décadas han azotado a los pueblos latinoamericanos y el establecimiento de dictaduras militares o, que enmascaradas de civiles, gobiernan más de las dos terceras partes de Latinoamérica. Ante esa incontrovertible realidad, resulta un sarcasmo la supervivencia de la OEA y los principios de autodeterminación y de la no intervención, aunque sigan siendo teóricamente válidos como normas aplicables a la preservación de las soberanías nacionales y de la seguridad de los Estados, han pasado a ser símbolos de un anhelo imposible.
Lo ocurrido en el reciente y en el remoto pasados como en el caso de las íslas Malvinas con la intervención armada norteamericana en favor de Inglaterra o, un poco más atrás con Guatemala, Santo Domingo, Haití, Nicaragua, Chile y El Salvador ponen al descubierto formas específicás de intervención, no previstas en los mecanismos jurídicos de la OEA y contribuyen a fortalecer el escepticismo y la incredulidad sobre la eficacia operativa de dicho organismo. Este cuadro de fracaso de la OEA, nacida bajo tan optimistas esperanzas, nos coloca sobre la pista de un hecho no menos decepcionante: el desenfreno armamentista de los países latinoamericanos que crea, en no menor grado, una desesperación escéptica sobre el porvenir de la democracia en nuestro continente. El proceso no es, ciertamente, de ahora. Hace más de treinta años, el ex-presidente Eduardo Santos, hablando en la Universidad de Columbia, decía: "¿Contra quién nos estamos armando los latinoamericanos? ¿Por qué se están arruinando nuestros países comprando armas que nunca usarán? ¿En esta época de la Bomba Atómica, con las nuevas armas cuyo costo es fabuloso, con sistemas técnicos que cuestan miles de millones, qué están haciendo nuestros países, arruinándose con los armamentos que, en caso de conflicto internacional, no significan absolutamente nada? Estamos formando ejércitos -se respondía el doctor Santos- que no pesan nada en la balanza internacional, pero que son monstruos destructores de la vida interna de cada nación. Cada uno de nuestros países está siendo ocupado por su propio ejército".
Las anteriores palabras del exPresidente Santos ofrecen la adivinadora intuición de lo que hoy se vive en Latinoamérica. Ahora se sufre, en casi todos los Estados situados al sur del Río Grande, una deformación de la democracia representativa, del Estado de Derecho y del respecto a los Derechos Humanos. Asistimos a la creación real o imaginaria, de un "enemigo intérno" contra el cual, los militares asumiendo la postura de nuevos cruzados y apoyados o dirigidos desde el Pentágono, han desencadenadó la "contrainsurgencia" justificada o racionalizada por la defensa del orden, de la seguridad nacional y de la civilización occidental. Ha irrumpido un sofocante pretorianismo que tiene subalternizado todo sistema civil de gobierno. Un pretorianismo que actúa con reiteradas afirmaciones de lealtad a las instituciones, pero que ha sustituído el profesionalismo de los cuarteles en que antes se desenvolvía, con una "guerra caliente" nacional, buscando en ella la razón para todas las resistencias a un cambio estructural en el orden interno. Esto nos explica la presencia de gobiernos militares con gobernantes civiles, forma originalísima de dictadura con máscara democrática.
Caben, conclusivamente, unas preguntas: ¿Por qué no se ha pronunciado la OEA sobre estos fenómenos de reciente cuño? ¿Qué ha hecho para frenar el peligroso desbordamiento armamentista o la impune violación de los Derechos Humanos? Nada, y nada se puede esperar. En su seno conviven en armoniosa y decisoria mayoría, los agentes de todas las dictaduras al servicio del hegemonismo norteamericano. Esto hace más patente la crisisde la Organización de Estados Americanos de la cual ya no queda sino un ocioso y obsecuente foro burocrático que, como en la noria, habla y discute sobre los mismos principios y normas de alcance puramente opinable o retórico, ya desbordados por la realidad de una militante ofensiva antidemocrática ante la cual resultaron inferiores sus mecanismos jurídicos y operativos. Hay que aceptar que la OEA ha muerto y ha muerto como los paquidermos que mueren de pie.

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