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De los Balcanes al Catatumbo

La idea de esta columna no es entrar en el detalle o análisis de los acuerdos, sino llamar la atención sobre la fragilidad de la paz que negociamos.

Ramsés Vargas Lamadrid, Ramsés Vargas Lamadrid
28 de marzo de 2017

La península del Sureste de Europa y el sur de Cesar y Norte de Santander, en Colombia, son tierras y contextos tan disímiles que confluyen en una única y penosa coincidencia histórica: la tragedia de la guerra.

La semana pasada tuve la oportunidad de atender gentiles invitaciones de los gobiernos de las repúblicas de Montenegro y de Kosovo para discutir coincidencias y divergencias de los conflictos de esos lares y el nuestro en Colombia. Si bien, a diferencia nuestra, el reto de esas naciones que conformaban la antigua Yugoslavia es la transición para construir instituciones democráticas y el modelo de libre mercado, paradójicamente los riesgos propios de estas democracias jóvenes no dejan de inquietar en el contexto del posconflicto colombiano.

Me explico: Así como muchas de las heridas de la guerra aún subsisten en la península balcánica, gran parte motivadas por los conflictos étnicos y religiosos que las originaron, es innegable que el legado de dolor y rabia de nuestra guerra aún no ha cicatrizado, lo que muestra que el posconflicto en el que estamos metidos es que no solamente es retador, sino riesgoso para la sostenibilidad de los acuerdos de paz.

Casualmente, estando el viernes pasado en la ciudad de Ulcinj, en Montenegro, hubo una intentona de golpe de Estado cuando se discutía en el parlamento el interés de ese país de acceder a la OTAN. La misma OTAN que hace dos décadas liberó a estos pueblos del flagelo del comunismo. Más allá de la anécdota de vivir la zozobra de una maniobra golpista en una nación distante y ajena, que a la postre me hiciera tener que huir de forma intempestiva a Kosovo, mi reflexión en el momento fue la fragilidad de unas democracias que ha costado tantas vidas construir. De manera parecida, es evidente que no son la mayoría de los colombianos los que abrazan con optimismo la implementación de los acuerdos firmados con las FARC.

Al igual que en los Balcanes, persisten aún muchas heridas abiertas en nuestra sociedad. No nos engañemos, gran parte de la ciudadanía en los centros urbanos no se traga el sapo de ver a Timochenko y compañía posando de estadistas o legislando.  Esta clase de sentimientos es normal en todas las sociedades que han vivido conflictos internos como el nuestro. De hecho, según cifras del Banco Mundial, de los 103 países que entre 1945 y el 2009 firmaron acuerdos de paz de esta clase, sólo 44 no retornaron a situaciones de confrontación armada en los años siguientes ("Conflict Relapse and Sustainibility of Post-Conflict", World Development Report, 2011).

Si a esta inquietante estadística mundial le sumamos el latente resentimiento y la poca inclinación al perdón y a la reconciliación de las clases medias colombianas con los atropellos de que fuimos víctimas por parte de las FARC por más de medio siglo, estamos en el inminente riesgo de caer en el círculo vicioso que el experto en conflicto Paul Collier denomina "Conflict-trap".

La idea de esta columna no es entrar en el detalle o análisis de los acuerdos, la JEP, ni todo el importante arsenal institucional que el Gobierno ha diseñado para un posconflicto exitoso, sino llamar la atención sobre la fragilidad de la paz que negociamos. No es teoría ni pesimismo, pude vivir esta volatilidad de primera mano en mis años como funcionario de la ONU en el Medio Oriente y, como lo comenté arriba, como rector universitario en mi visita a los Balcanes la semana pasada

Una inquieta estudiante de una extensión del programa de Derecho de la Universidad Autónoma del Caribe en Ocaña me comentaba recientemente cómo la población de los distintos departamentos que confluyen en el Catatumbo tiene el agridulce sentimiento de ser una de las zonas priorizadas por el Gobierno para la intervención en la etapa de posconflicto y, de otro lado, experimentan las ansiedades que les genera la coexistencia con quienes hasta hace unos meses eran sus verdugos desde la ilegalidad

De igual manera, así como algunos albaneses y bosnios aún resienten la presencia pacífica de los Cascos Azules de la ONU, algunos sectores de la rabiosa extrema derecha colombiana han encontrado en las redes sociales la plataforma expedita para expeler su odio y frustraciones contra todo aquel que en nuestro país tenga la osadía de creer que podemos ser tan civilizados como para convivir en medio de nuestras diferencias, reconciliarnos y vivir en paz. 

Lastimosamente, mientras a quienes no compartan la política de paz del Estado se les tilde de "paracos", al tiempo que a los que sí, los del otro lado, les griten "guerrillos" o "vendepatrias", las incertidumbres que aún después de dos décadas se viven en los Balcanes tristemente se podrían replicar en Colombia. Un tema para pensar.

*Rector Universidad Autónoma del Caribe

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