JORGE HUMBERTO BOTERO

Opinión

Potencia mundial de la lechona

Trágico, cómico, delirante, doloroso... o todas las anteriores.

Jorge Humberto Botero
16 de septiembre de 2025

Bastó verlo apoyado en el pedestal de un micrófono, tal vez exhausto por el larguísimo viaje hasta el Japón —o por cualquier otro accidente de los que suelen presentarse durante sus ausencias del país—, y advertir luego sus tropiezos con algo que él ha llamado “matemáticas cuánticas”, que nadie sabe qué son, pero que le llevaron a mencionar cifras que han causado hilaridad generalizada. Entonces uno se pregunta: ¿estará el presidente en el uso pleno de sus capacidades intelectuales?

Preocupa, cuando lo domina el frenesí de los trinos, que no se encuentre cerca un ‘adulto responsable’ que le sirva de consejero y lo proteja de acciones impulsivas. Si lo tuviera, la lógica, la gramática y hasta la ortografía de sus mensajes tenderían a mejorar. Y como carece de ministros con algún grado de capacidad técnica y carácter, nadie le dijo que era un disparate hablar de las porciones de lechona vendidas en una feria que no le aportaron a Colombia ni un solo dólar.

‘El discurso de la lechona’ —que así será recordado en los anales de la patria— tendría sentido si existiera un plan para convertirnos en el gran exportador de esa delicatessen criolla. Sin embargo, proyectos de esa naturaleza suelen nacer en los mercados internos, a fin de absorber la tecnología necesaria y generar las economías de escala que son indispensables antes de incursionar allende las fronteras. Por temor, o ignorancia, nadie se lo dijo.

Existe otra posibilidad interesante para entender el discurso presidencial: que nuestro líder buscaba promover la gastronomía local como parte de un paquete de promoción turística. En tal caso, debería haber hablado de un portafolio, no de un producto, que tendría que incluir la bandeja paisa, el sancocho valluno, la ternera a la llanera, etc.

Gran idea habría sido, y no fue, promover la exportación de carne de cerdo. Dinamarca, que es un país pequeño en área y población, exporta algo así como 1,5 millones de toneladas anuales. Apuntarle a una meta como esa sería muy interesante, a pesar de que en 2023, año récord, solo exportamos 2.700 toneladas. Y si bien la producción crece a tasas elevadas, solo alcanza para atender dos tercios de las necesidades internas. Si nos llegaran los pedidos enormes derivados de las palabras presidenciales —que tan alta credibilidad tienen urbi et orbi—, no tendríamos cómo atenderlos.

Cuando uno indaga las razones de tan magros resultados, las respuestas son las mismas que para muchos otros productos agropecuarios: elevados costos de los insumos importados, competencia externa, baja rentabilidad o, en suma, nuestra ineptitud para competir. No hemos sido capaces de emular con Argentina, Brasil, Perú y Chile, que han incrementado sus exportaciones agropecuarias con enorme éxito.

Las razones para que Colombia no crezca de la misma manera, en parte, obedecen al carácter abrupto de nuestra geografía y a la variabilidad agrológica, circunstancias que dificultan la producción a gran escala y con calidades homogéneas en ciertos renglones, las frutas, por ejemplo. Guillermo produce las mejores naranjas del mundo; lo mismo cabe afirmar de las piñas que cultiva Jimena. Si produjeran por fuera de sus nichos geográficos, les resultaría difícil cumplir los requisitos de cantidad y calidad que son normales en los mercados foráneos. Las condiciones de sus predios son parecidas a las de otros, incluso situados en valles y laderas cercanos, pero no son las mismas. Migrar o expandirse de Caldas y el Quindío a Urabá, o viceversa, genera riesgos enormes. Por eso les resulta tan complejo exportar.

Los problemas endémicos del campo son solubles, en parte, con mejor infraestructura —vías y riego—, revirtiendo los crecientes problemas de inseguridad rural y culminando los procesos para garantizar claridad plena sobre los títulos de propiedad.

Otros son más complejos de resolver. Jimena y Guillermo son empresarios y, como tal, padecen la incurable patología de la codicia. Por eso, la obsesión del actual gobierno es repartir tierras entre los campesinos que, se supone, carecen de interés por el dinero. Eso bastará, según la ideología gubernamental, para romper las cadenas impuestas por la odiada casta de los terratenientes y desatar su enorme capacidad productiva.

Otro tendría que ser el propósito: redimir a los habitantes del campo de la pobreza. En unos casos, entregándoles tierras, créditos, insumos, asistencia técnica, cuando sea apropiado; en otros, facilitando su inserción productiva en el mundo rural en actividades de servicios o como trabajadores en empresas agrícolas, y, por último, facilitando su migración al ámbito urbano.

¡Sí, señor! El aumento de la productividad en las actividades primarias en el campo, que es un fenómeno universal, espontáneamente genera migración hacia las ciudades. Los hijos de los campesinos no quieren serlo. Es un disparate registrar, como lo hacen las cifras oficiales, que más de la mitad de los campesinos vive en el medio urbano. ¿Qué campesinos son esos?

Lo que sí tendría un impacto enorme en el desarrollo nacional sería la liberación de la altillanura, una vasta región que se extiende por Meta, Vichada y Casanare. Son más de siete millones de hectáreas aptas para cultivos de soya, maíz, arroz, palma de aceite y pasturas mejoradas. El factor que inhibe su desarrollo es una norma, adoptada en 1994, que hace casi imposible la conformación de grandes empresas. Decidimos reservar esa zona para enormes contingentes campesinos que nunca llegaron. Nada hace pensar que llegarán.

Vuelve a la memoria la imagen del presidente en Japón: en un evento permanece de pie con visible esfuerzo; en otro, usa la chaqueta color magenta o fucsia —no sé bien— que le regalaron sus enemigos y habla de unas “ventas” de lechona inexistentes. No puede uno evitar la comparación con Maduro: alto, corpulento, enfundado, con propiedad, en su traje castrense, así sea un general de opereta, pero cuerdo…, y se siente uno un poco mal.

Epígrafe. Escribe Umberto Eco, en su novela El nombre de la rosa: “Huye, Adso, de los profetas y de los que están dispuestos a morir por la verdad, porque suelen provocar la muerte de muchos otros, a menudo antes que la propia, y a veces en lugar de ella”.

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