
Opinión
Recuerdo de los García Márquez
Esa colección de diamantes finamente pulidos que son sus novelas viene de la misma mina familiar en que varios heredaron la gracia, la imaginación y el dominio de la palabra.
El ADN que convirtió a Gabriel García Márquez en un Dickens –como proclamó el día de su muerte el escritor Ian McEwan– no lo tenía él solo, sino que estaba regado entre los 11 hijos de Luisa Santiaga Márquez Iguarán.
La genialidad de Gabo consistió en domeñar, domesticar, perfeccionar y expresar ese ingenio, en someterlo a una larguísima disciplina de escritura y de lectura. Pero esa colección de diamantes finamente pulidos que son sus novelas viene de la misma mina familiar en quevarios heredaron la gracia, la imaginación y el dominio de la palabra. Gabo fue el más industrioso, el que exploró el socavón de la familia y con más tiempo y ahínco se dedicó a inmortalizar esa riqueza única y asombrosa, y la plasmó de forma magistral en la página impresa para que viajara por el mundo en todas las lenguas no extintas.
Aída García Márquez decía que empezó a leer Cien años de soledad, pero que no lo terminó porque esa era “la historia de cualquier familia de por acá”. Un periodista mexicano que llegó a Cartagena a entrevistar a la mamá de Gabo le preguntó si era cierto que ella en entrevista anterior había dicho que consideraba que entre sus hijos la más importante era Aída, entonces monja. Luisa Santiaga respondió que no solamente lo había dicho, sino que era cierto. Este mamagallismo sin carcajada, este ir en contravía, esta subversión del sentido común que es la esencia del humor, fue rasgo no solo de la madre, sino de varios de los García Márquez. La niña Luisa Santiaga, como la llamaba la familia, decía siempre que lo mejor es lo que sucede, aunque nunca estuvo en un ashram, ni estudió el pensamiento budista, ni visitó el Tíbet. Nunca viajó y cuando sus hijos tomaban un vuelo prendía una vela como seguro de vida. Mantuvo el arraigo más absoluto con la tierra en que nació y, no obstante, fue una guajira sabia y universal. Gabo decía que creó un sistema planetario para tener a sus hijos en el redil.
A Gustavo García Márquez, que fue cónsul de Colombia en Barquisimeto, lo escuché contar historias con un tono de dramatización en cuyo trasfondo había dos elementos: un humor subyacente y una leve exageración en la exposición de los acontecimientos. La misma técnica de los libros de Gabo, aunque obviamente mucho más refinada por el nobel. Gustavo revestía de solemnidad la cosa más banal. Me impresionó que hablara tan posesionado de la palabra. La cosa más trivial la pronunciaba con mucha ceremonia. Escuchándolo me acordé de lo que decían del profesor Luis López de Mesa, que pedía una tortilla y carne molida, sus platos preferidos, como si estuviera dictando una sentencia de casación internacional.
El menor de los García Márquez fue Yiyo –Eligio– y también el que primero falleció, en 2001. Era genial lo que decía sobre su hermano mayor: “Gabo no tiene oído para el cine”. Aunque fundó una escuela de cine en San Antonio de los Baños, en Cuba, aunque se interesó vivamente en varias películas, Gabo no conquistó el éxito cinematográfico. Pero fue el Fellini de la literatura.
Yiyo viajó a Buenos Aires cuando estaba escribiendo Tras las claves de Melquíades, que trata de cómo Gabo confeccionó Cien años de soledad. Se presentó en la editorial Sudamericana, que publicó por primera vez, en 1967, Cien años de soledad. Pidió hablar con el gerente, identificándose como Eligio García. Él era modesto, tímido y humilde. Tardaron en recibirlo. Cuando finalmente lo hicieron pasar y se descubrió que se trataba del hermano de Gabo, se desató una conmoción apenas comprensible. Apareció el contador de la editorial, que sollozando recordó que él tenía casa propia gracias a Cien años de soledad, pues por el estrepitoso éxito de ventas la empresa le concedió a él y a otros empleados una bonificación extraordinaria.
He dejado de último a mi querido amigo Jaime García Márquez, el más parecido a Gabo en las facciones, en la voz y en el paso. Lo considero uno de los hombres más afortunados del mundo. Jaime vivía platónicamente enamorado de la actriz Jean Seberg, la americana de pelo corto y nariz respingada nacida en Iowa, pero de origen sueco, que en 1979 se tomó una sobredosis de barbitúricos a los 41 años y fue encontrada envuelta en una cobija en el asiento de atrás de su Renault frente al apartamento en que vivía en París. Digo que Jaime es uno de los hombres más afortunados del mundo porque un día conoció a una muchacha colombiana, hija de un alemán, que era parecida a la actriz y se pudo casar con Jean Seberg.