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Un 'reality show'

Cualquiera que se oponga a los planes bélicos (también demenciales) del presidente Bush aparece como un traidor a la patria

Semana
1 de marzo de 2003

Hace algunos años la revista Cromos me mandó a La Habana para cubrir la crisis de Eliancito. Yo no debía tomar partido en el asunto, obviamente, sino limitarme a contar los hechos. Todo periodista, sin embargo, lleva escondida en el fondo de las tripas una opinión de la que no puede deshacerse, por objetivo que intente ser cuando escribe. Mis tripas me decían que el balserito de Miami debería volver a la isla a reunirse con su padre, por lo pequeño que era, y porque al fin y al cabo a su mamá ya se la habían tragado los tiburones en el estrecho de la Florida. Las maromas jurídicas de los cubanos de Miami me parecían grotescas, y creo que por eso mismo resultó inevitable que Clinton terminara cediendo ante Castro.

Estando ya en Cuba, con mi prejuicio formado, aunque refrenado, hubo algo que hizo que mis tripas dudaran: la unanimidad. En Estados Unidos los abogados, los políticos, las personas comunes y corrientes, estaban divididos. Unos decían "devuelvan a Eliancito" y otros sostenían que, en honor a la memoria de la madre, que había perecido tratando de huir de la isla, el niño debía quedarse con sus parientes de Miami. En Cuba, en cambio, todo el país parecía hablar con una sola voz, como un coro monótono: Elián debe volver. Estuve en una reunión de más de 10 horas, creo que en la Asamblea del Pueblo, y en toda esa jornada interminable no oí una sola voz discordante, una duda, un reparo, el asomo de una crítica. Todos los testimonios de médicos, de maestros, de compañeros del niño, de parientes, vecinos, poetas, sicólogos, amigos, todos decían exactamente lo mismo, como si se hubieran aprendido un papel, o hubieran sido seducidos por la solución barata (pero cómoda) del pensamiento único.

Cualquiera que tenga experiencia del mundo y de la vida sabe que los seres humanos no somos así. Cuando hay libertad de opinar siempre resultan disidentes, rebeldes, escépticos, agnósticos, o aunque sea inadaptados y locos que dejan oír una opinión discordante. Si hay unanimidad y las declaraciones se parecen, uno sabe, intuitivamente, que la gente no está siendo libre y sincera, sino recitando un papel, o mejor, obedeciendo a una orden. Si alguien, en Cuba, pensaba distinto, no lo decía nunca, pues tenía miedo de hablar. Por eso la Asamblea del Pueblo no era la realidad espontánea, sino algo planeado para parecer verdad: un reality show. Desde entonces mis tripas ya no saben qué habría sido lo mejor para el niño balsero, si quedarse o volver.

El martes pasado, al ver por televisión el discurso del presidente Bush ante el Congreso norteamericano, tuve la misma sensación que cuando vi a Fidel Castro hablando ante la Asamblea del Pueblo. Recordé también los discursos de Brezhnev ante los delegados del Partido Comunista de la Unión Soviética. Entonces y ahora, la misma sensación. Nada parecía real, y lo visto dejaba adivinar más bien un reality show, un espectáculo montado por la propaganda, capaz de imponer una opinión monolítica de la que da miedo apartarse. Unanimidad, frases efectistas que hacían que los asistentes se levantaran como resortes, al unísono, y estallaran en aplausos disciplinados. No caras reflexivas que sopesan argumentos, sino marionetas tiradas por un hilo invisible. Más que seres pensantes, se parecían a esos soldados nazis de las películas de Leni Riefenstahl que ejecutan pasos perfectos en un desfile de diseño impecable.

A partir del 11 de septiembre, y con el dominio en Washington de una extrema derecha rupestre y fanática, nos ha tocado asistir varias veces a un espectáculo lamentable en "la mayor democracia de Occidente". En los periódicos más respetados (The New York Times), en las cadenas de televisión de mayor alcance (CNN), y en el mismo Congreso norteamericano, el país entero parece hablar con una sola voz, en bloque, casi sin grietas, como si aquel ataque demencial de los terroristas de Ben Laden hubiera hecho que las entendederas de ese gran país se cerraran como un puño de unanimidad. El efecto sicológico de ese ataque ha sido devastador para la libertad de opinar pues cualquiera que se oponga a los planes bélicos (también demenciales) del presidente Bush, aparece como un traidor a la patria y a la causa de la democracia.

Ya hay páginas de Internet en las que se denuncia a los escasos académicos y políticos que no apoyan ciegamente la "guerra al terrorismo". Y se les señala como monstruos. No me extrañaría, para completar el ambiente opresivo y asfixiante de reality show absoluto (Big Brother en acción), que fueran obligados a retractarse públicamente por sus pecados ante las cámaras de televisión, como solía hacerse en los regímenes totalitarios comunistas. Asistimos con tristeza a la posible metamorfosis del país más libre, Estados Unidos, en el país que mejor sabe manipular y coartar la opinión y la libertad, por medio de la propaganda y el silencio crítico de los medios.

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