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Una bofetada a los gringos

La posición colombiana de rehusarse, hasta ahora, a reconocer palestina, le dio réditos en Washington, tanto para la aprobación del TLC como para el Plan Colombia.

Alfonso Cuéllar, Alfonso Cuéllar
11 de agosto de 2018

Según la tercera ley de Isaac Newton, toda acción desencadenará siempre una reacción igual y contraria. Aplica también a la diplomacia en la que cada gesto viene acompañado de consecuencias no solo para la contraparte más visible, sino para terceros interesados. Así acaba de ocurrir con la decisión del presidente Juan Manuel

Santos de reconocer a Palestina como Estado “libre, independiente y soberano”. Para algunos, es una determinación tardía; Colombia era el único país de Suramérica que se había abstenido de dar ese paso. Para Israel es una “bofetada a un aliado” como dijo en un comunicado su embajada en Bogotá y cuyas fuertes palabras reflejan el disgusto que les produjo.

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Para el vocero del Ministerio de Relaciones Exteriores en Jerusalén fue una “sorpresa”. El primer ministro Benjamin Netanyahu había planeado asistir a la posesión de Iván Duque (sería la segunda visita en la historia de un líder israelí a Colombia, la primera fue en septiembre de 2017) y canceló en el último momento su visita por la situación en Gaza. Según el influyente portal Axios.com (el medio más consultado por los tomadores de decisión en Washington DC), los israelíes estaban conversando con el equipo de Duque sobre la posibilidad de que Colombia trasladara su embajada de Tel Aviv a Jerusalén.

La posición colombiana de rehusarse, hasta ahora, a reconocer palestina, le dio réditos en Washington, tanto para la aprobación del TLC como para el Plan Colombia.

En medio de la celebración palestina y el malestar israelí, de la discusión en el país sobre cuándo y cómo se consultó al nuevo gobierno de Duque acerca del reconocimiento, se ha hablado poco del tercero en la discordia. De un actor clave para Colombia. Me refiero, obviamente, a Estados Unidos. Aún no se conoce un pronunciamiento público (por lo menos al momento de escribir esta columna), pero no deben estar nada contentos. El apoyo a Israel es de los pocos temas en los que todavía persiste un consenso mayoritario entre republicanos y demócratas en el Congreso. Ni hablar de la administración del presidente Donald Trump quien se vanagloria de ser el mejor amigo de Israel en la historia. Parte de la popularidad de Trump entre sus votantes evangélicos se debe a su compromiso con la causa israelí.

Para el actual gobierno estadounidense, no hay diferencia de intereses entre los dos países y ha convertido el voto a favor o en contra de Israel en las Naciones Unidas como una prueba definitiva sobre el grado de amistad con Estados Unidos. En diciembre pasado, cuando se votaba sobre una resolución que condenaba el traslado de la embajada estadounidense a Jerusalén, la embajadora Nikki Haley fue explícita: “El presidente está mirando este voto cuidadosamente y me ha pedido que le informe qué países votaron contra nosotros. Tomaremos nota de cada voto sobre este asunto”. Colombia se abstuvo.

Irónicamente, Haley fue la representante de Trump en la posesión del presidente Duque. No quiero imaginarme qué estará pensando hoy.

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Durante décadas el conflicto árabe-israelí ha sido parte integral de la agenda bilateral y multilateral entre Colombia y Estados Unidos. La posición colombiana de rehusarse, hasta ahora, a reconocer a Palestina, le dio réditos en Washington, tanto para la aprobación del TLC como para el Plan Colombia. Servía de talanquera a presiones del gobierno estadounidense en otros asuntos.

También le daba margen de maniobra en foros multilaterales, en los que votaba frecuentemente en contra de Estados Unidos, incluso en temas críticos a Israel. Era de los pocos países con credibilidad y buenas relaciones entre los dos bandos de Oriente Medio.

En síntesis, el statu quo le funcionaba a Colombia. Por eso sorprendió tanto la jugada de Santos. Más aún dada la alta sensibilidad que representa el tema para el gobierno de Trump. Una fuente palestina especuló a The Times of Israel que era por “su legado como nobel de paz”. En realidad, ya no importa el razonamiento. Si bien el canciller Carlos Holmes Trujillo convocó a la Comisión Asesora de Relaciones Exteriores para revisar las “implicaciones” del reconocimiento, es muy poco probable y poco conveniente que se reconsidere. Minaría la credibilidad colombiana ante la comunidad internacional.

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Curiosamente, tampoco ayudaría al nuevo gobierno con sus relaciones con Estados Unidos. Un reversazo sería interpretado como una señal de debilidad por la Casa Blanca y no como un gesto de amistad. No hay que dar papaya con Trump. Bonito regalo que le dejó Santos a Duque.

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