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El monje mujeriego

Andrés Felipe Solano reseña el último poemario de Leonard Cohen, Libro del anhelo.

Andrés Felipe Solano
15 de marzo de 2010

El príncipe de la angustia, otro de los tantos nombres de Leonard Cohen, entró al monasterio zen Mount Baldy, California, en 1993. Al comienzo su retiro no tuvo que ver con una búsqueda espiritual, simplemente creyó que era hora de acompañar a su amigo, el maestro Roshi, que por ese entonces cumplía nueve décadas sobre la tierra. Cohen pasó en total seis años de su vida recluido en la montaña, levantándose a las tres de la mañana, cumpliendo con las labores de la cocina –era el encargado de preparar los alimentos– y estudiando a fondo las enseñanzas del maestro. Aunque durante esos años no olvidó las viejas costumbres: en los descansos bebió mucho whisky escocés de trescientos dólares patrocinado por el mismo Roshi, fumó como un impenitente y escribió todo lo que pudo. Parte de esos papeles, como los llama Jikan, el silencioso (nombre con el que se conoció a Cohen durante su estadía en el monasterio), conforman el Libro del anhelo, su último poemario.

En una entrevista publicada en El Mundo, Cohen, que nunca ha negado su condición judaica, explica la travesía interior que emprendió: “Entonces me hice monje. No fue porque estuviera buscando otra religión, no; yo estoy contento con mi propia religión. La vida allí arriba no es una vida religiosa, sino de trabajo duro y de estudio. Después de un cierto período, empecé a sentir que mis conocimientos habían llegado a un punto determinado y tuve una revelación: me di cuenta de que no tengo talento para los estudios de religión”. Cohen obtuvo entonces un poco de lo que ansiaba. Tras décadas de arrastrar el pesado madero que él mismo se fabricó al convertirse en un cantante disoluto y un mujeriego sin remedio, encontró algo de disciplina y se sacó la depresión que le otorgó a su música la fama de banda sonora para suicidas.

El grueso de los poemas del Libro del anhelo están relacionados con su paso por el monasterio y la saludable contradicción que despertó en Cohen la convivencia con los otros monjes de Mount Baldy. El cantante bajó de la montaña sin saber quién o qué era Dios, pero resolvió una pregunta más importante: quién es Leonard Cohen: “Dejé mi hábito colgado en una percha/ en la vieja cabaña donde me senté tanto tiempo/ y dormí tan poco./ Al final comprendí que no tenía ningún don/ para los Asuntos Espirituales./ “Gracias querido”/ oí exclamar a un corazón/ cuando entraba en el flujo de coches/ en la autopista de Santa Mónica” (“Dejando Mount Baldy”). Parte de esa comprensión conquistada por Cohen tiene que ver con el imperioso deseo que lo arrastró por oscuros túneles. Después de su retiro parece haber entendido que la lucha contra la pasión desbordada que ha sentido por las mujeres ha sido muy dañina y quizás esa batalla perdida haya tenido mucho que ver con su desgano ante los asuntos del mundo. Lo admirable es que el viejo cantante este año –cumple 73 años– no renunció a su deseo, sencillamente lo aceptó y por ese camino encontró la esquiva paz de espíritu: “Yo insisto e insisto en una joven y noble mujer/ que se desabrochó los pantalones/ en el asiento delantero de mi jeep/ y me dejó tocar/ la fuente de la vida/ porque estaba muy lejos de ella” (“Otros escritores”). Jikan recuperó su antiguo nombre y se dio cuenta de que no tenía sentido luchar contra las profundidades de su propia alma. Fue el mismo Roshi quien le dio la clave al quedarse dormido cuando su discípulo le puso un video porno para tratar de explicarle los caminos por los que transita el corazón de Occidente. Esa noche el maestro le dijo al despertar: “Estudiar amor humano interesante, pero no tan interesante”. Por eso Cohen, agradecido y ligero de equipaje, regresó para cultivar una novia hawaiana y ser lo que siempre ha sido, un monje que es incapaz de sustraerse al caos.