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Argentina en la FILBo 2018

Andrés Neuman escribe sobre pertenecer a dos patrias… o a ninguna

Como un equipaje extraviado en un aeropuerto, la patria es una certeza aparentemente inalienable que en realidad depende de las circunstancias. El argentino Andrés Neuman escribe desde afuera. ¿Pero es realmente un “afuera”?

Andrés Neuman* Granada
17 de abril de 2018

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Imagino que muchos, en términos geográficos y sobre todo simbólicos, nos identificamos con el sur. Ahora bien, ¿qué sucede cuando se tienen dos sures? Lo más interesante de no haber nacido en Granada es que un día, siendo un niño suramericano, tuve ocasión de llegar a mi segunda ciudad. De contemplarla con ojos extranjeros. Casi 30 años después, parte de la familia sigue viviendo en Andalucía: al sur del sur de Europa. Entre ambas costas, hay una madre dividida que nació en una orilla y murió en otra. Dispersamos sus cenizas en una playa cercana. Por eso nuestra “matria” está en el mar.

Durante nuestra infancia, mi hermano y yo teníamos la impresión de habitar una suerte de espacio neofantástico, donde una puerta conducía a otra realidad lejana. Dentro de casa, entre las cuatro paredes de la familia, estábamos en Argentina. Pero, en cuanto la puerta se abría, salíamos a jugar a España. La frontera entre ambos países era un simple picaporte. Hoy escribo con esa misma sensación.

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Me gusta pensar que toda escritura proviene, en alguna medida, de la perplejidad ante la lengua materna. La extrañeza inaugural con que un poema silabea, balbucea cada palabra, reproduce la experiencia del extranjero que intenta pronunciar un idioma distinto. El punto de partida es la distancia con respecto al nombre de las cosas. El no saber muy bien cómo decir lo que estamos diciendo.

Si poesíay traducción están tan vinculadas no es solo porque muchos poetas se dediquen a traducir, sino porque, en el fondo, cada poema que leemos pone en marcha un silencioso mecanismo traductor. Un estado de sospecha hacia la gramática, que se vuelve provisionalmente forastera. Como si pasáramos la noche en un hotel de nuestra propia ciudad.

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En tanto metáfora biológica, la noción de lengua materna presupone esencias discutibles. Una especie de equipamiento inmanente que situaría a las palabras en el ámbito de lo natural. Mi relación con la escritura se basa más bien en lo contrario: la percibo como un desarraigo del propio código lingüístico, un ejercicio de desconocimiento verbal.

La emigración abrió un conflicto diario con mi idioma original. Para poder comunicarme con los niños del nuevo colegio, me pasaba el día traduciendo del español al español: buscaba equivalencias, comparaba pronunciaciones, pensaba cada palabra desde ambos lados. Al principio, este ejercicio requería cierto esfuerzo. Al cabo de algún tiempo, sin embargo, se convirtió en reflejo espontáneo. Era como si mi oreja derecha escuchase una orilla, mi oreja izquierda la otra y mi boca intentase articular las percepciones de ambas. Hoy ya no me siento capaz de hablar, escribir o siquiera pensar sin que cada frase atraviese esa escucha bifurcada.

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El canon literario parece tener previstos dos paradigmas para los autores latinoamericanos que residen en otro país: el exilio en dictadura y la emigración económica. La decisión de mis padres no encaja del todo en ninguna de esas categorías. Tuvo sin duda una raíz política, ya que resolvieron irse cuando Menem indultó a los líderes del gobierno militar que habían secuestrado y torturado a mi tía Silvia. Pero nadie los expulsó o persiguió de manera directa, como había ocurrido con mis tíos, mis primos y tantas otras familias argentinas. Tampoco nos tocó salir del país por razones laborales, mucho menos literarias. Simplemente fui un niño que viajó con sus padres, dentro de su equipaje.

Como un equipaje extraviado en algún aeropuerto, la patria es una certeza aparentemente inalienable que en realidad depende de las circunstancias. A quien afirme que la patria está anclada a un país, media vida en otro le hará criar grandes dudas. A quien suponga que la patria es la infancia, bastará recordarle que hay acontecimientos que la parten en dos: un exilio, una guerra, una muerte. Como última tentativa esencial, a menudo se insiste en que la verdadera patria de los escritores es su lengua. En tal caso, la obra de tantos autores que cambiaron de idioma resultaría inexplicable.

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Pensemos por ejemplo en Nabokov, que revolucionó la prosa del inglés desde su educación rusa. O en Beckett, tan irlandés como su maestro Joyce (que reinventó Dublín desde Italia) y, más tarde, exponente de la vanguardia francesa. O en Cioran, cuya originalidad parece inseparable de su tránsito del rumano al francés: un pensador periférico en una lengua central. O en el polaco Conrad, cuya observación del ser humano resulta tan atenta, minuciosa y extraña como la que dedicó a su aprendida lengua inglesa. O en Rodolfo Wilcock, que se deja estudiar como escritor argentino en lengua italiana, y viceversa. O en Laura Alcoba, que evocó en su francés habitual la expatriación de una niñez hispanohablante y la correspondencia con su padre preso. Y a quien hoy leemos legítimamente como autora argentina, pese a que no es ella misma quien traduce sus libros.

O pienso en el raro poeta Alfredo Gangotena, nacido en Quito y emigrado a París. El escritor escribió gran parte de su obra en francés, cosa que seguiría haciendo tras regresar a su Ecuador natal. Uno de sus libros comienza con una rima intraducible: “J’apprends la grammaire/ de ma pensée solitaire”. Gramática y soledad riman tan solo cuando cambian de idioma. Muchos años después de su muerte, Gangotena fue por fin traducido al español. Ser traducido a tu lengua materna: no se me ocurre mejor modo de resucitar a un poeta.

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Cada vez que lo escucho, me llama la atención un binomio de expresiones muy común en mi Buenos Aires natal: denominar interior a cualquier ciudad que no sea la capital misma, y exterior a cualquier país que no sea Argentina. Paradójicamente, Buenos Aires queda entonces no en el centro de todo, como pretendía, sino en tierra de nadie. En un lugar imposible que no esta´ adentro ni afuera. En un quinto punto cardinal que se aproxima bastante a mi idea del hogar.

Las oposiciones del tipo in or out perpetúan una forma reductora de entender las identidades. Considerando la intensificación de los fenómenos migratorios, los esquemas de esta naturaleza se han vuelto más incompletos que nunca. Hoy abundan las terceras realidades, las configuraciones fronterizas. Es el caso de los cientos de miles de familias latinoamericanas que viven en Europa, donde se hicieron mestizas y fueron hibridando su memoria, su habla, sus afectos. ¿Es acaso este fenómeno exterior a la cultura y la historia de sus países de origen?

Muchos de estos inmigrantes no solo se han mezclado con sus vecinos del otro lado. También sus hijos han crecido allí. A esos niños criados por familias extranjeras resultaría absurdo (y quizás una forma de violencia) preguntarles qué son, con qué orilla se quedan. Son, más bien, ciudadanos limítrofes. Anfibios íntimos.

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Dijo alguna vez Donoso –quien repartió su memoria, como Bolaño, entre América Latina y Europa– que el precio de la libertad es no pertenecer a nada. El emigrado se zambulle en la apertura de la distancia, de no convivir a diario con la cultura en que fue educado. Pero esa misma distancia le impone una dificultad para arraigarse en el nuevo entorno, e incluso para regresar a su lugar de origen.

En otras palabras, el emigrante gana lo mismo que ha perdido: el sentido de pertenencia. Así la patria puede convertirse en una búsqueda imaginaria, una construcción literaria, una ficción interior. Suelo acordarme del consejo de Simone Weil para habitar una ciudad: “Arraigarse en la ausencia de lugar”. Me siento vecino de esta idea de una residencia sin centro, de la fundación de un territorio nómada.

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Mi concepto de la extranjería tiene, en definitiva, menos que ver con estar afuera de un lugar que con el despliegue de una frontera continua. Con el punto de unión donde algo se transforma en dos cosas. Con la puerta que comunica dos casas. Con mi hermano girando el picaporte.

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* Escritor. Ganador del Premio de la Crítica, el Premio Hiperión de Poesía, el Premio Alfaguara de Novela, la Mención Especial del jurado del Independent Foreign Fiction Prize y el Firecracker Award. Sus libros han sido traducidos a más de 20 lenguas. Los cuentos El fin de la lectura (Laguna) y la novela Fractura (Alfaguara) fueron publicados recientemente en Colombia.

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