“La Cámara del Libro ha terminado por creer que sus metas son las mismas de Corferias, con grave perjuicio de la misión que le corresponde”.

TUMBATECHO

La crisis de la FILBo: una columna de Mario Jursich

“La Cámara del Libro ha terminado por creer que sus metas son las mismas de Corferias, con grave perjuicio de la misión que le corresponde”.

Mario Jursich
29 de mayo de 2019

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Es sintomático: Yolanda Reyes escribe una lúcida columna en El Tiempo sobre la pérdida de objetivos de la Feria del Libro de Bogotá y Andrés López, el presidente de Corferias, le responde alegando que en la versión 2019 “se rompió el récord de asistencia” y que “las ventas aumentaron un diez por ciento en comparación con el año pasado”.

Con este o aquel matiz, esa ha sido de un tiempo acá la nota dominante en los debates sobre la FILBO. Cada vez que alguien desliza una objeción o sugiere la necesidad de hacer enmiendas, escucha la misma réplica crematístico-cuantitativa por parte de los organizadores.

No dudo que desde un punto de vista psicológico sea reconfortante escribir contra los mercaderes del templo. Sin embargo, si queremos huir de ese diálogo estéril entre hombres de acción y hombres de cultura, es necesario hacer algo más que lamentar el triunfo del comercio sobre el buen gusto. Así pues, aquí sugeriré que la crisis a la que aludo proviene no del desmedido afán de lucro –todos, hasta los metafísicos con caja registradora de las editoriales independientes, estamos de acuerdo en la importancia de ganar dinero con la venta de libros–, sino de la sospecha cada vez más extendida de que la FILBO se pliega a intereses a veces distintos a los del gremio editorial.

Me explico: la FILBO es producto de una alianza entre la Cámara Colombiana del Libro y el Centro Internacional de Negocios y Exposiciones de Bogotá. En ese esquema, se supone que ambos aportan habilidades complementarias: mientras la Cámara se concentra en el objetivo de fomentar la lectura, Corferias lo hace en el de ampliar el mercado. Sé de buena fuente que el porcentaje cobrado por esta división de tareas le representa a la Cámara unos ingresos de aproximadamente mil millones de pesos –una parte por venta de boletería, otra por alquiler de espacios–.

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Al menos en el gremio, este arreglo se conoce de tiempo atrás y no amerita objeciones de prácticamente nadie. Lo que rara vez se divulga es que las ganancias obtenidas en la FILBO constituyen casi el setenta por ciento del presupuesto anual de la Cámara. Ese dato evidencia por sí mismo la magnitud de la crisis. Como es habitual cuando una institución grande y otra pequeña adelantan una sociedad de mutuo beneficio; como es común cuando un socio contribuye principalmente con capital económico y el otro con capital intelectual, la Cámara ha terminado por creer, después de tantos años de relación, que sus intereses son los intereses del Centro Internacional de Negocios y Exposiciones, y que sus metas son las mismas metas de Corferias, con grave perjuicio de la misión que le corresponde.

Nada desnuda tan bien lo anterior como el decidido apoyo que ambas entidades le brindan al objetivo de ampliar el mercado, en contraste con el descuido –a veces casi desdén– en que tienen al propósito paralelo de fomentar la lectura. En su afán por llevar cantidades cada vez más grandes de gente a la FILBO, la Cámara y Corferias han olvidado que no basta con diseñar una programación balanceada y pletórica de invitados atractivos; también es indispensable contar con un marco de intelección que ratifique nuestros empeños. ¿De qué sirve por ejemplo proponer un ciclo de, ay, “conversaciones que te cambiarán la vida” si los salones donde tienen lugar las charlas son desaseados y ruidosos? (¡Cómo le vamos a cambiar la vida a alguien si ni siquiera oye lo que le estamos diciendo!). ¿O qué mensaje envía ensalzar a los escritores hasta el delirio y luego ponerlos a conversar en medio de un pasillo por el que entran y salen las multitudes?

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Contra lo que muchos sostienen, sería relativamente fácil corregir algunos de estos desaguisados –no más arduo, en cualquier caso, que lograr que las promesas sobre la promoción de lectura sean algo distinto a cháchara envuelta en un celofán de oro–. Pero ahí es donde radica el busilis. A causa del dinero que recibe, la Cámara tiene toda clase de incentivos perversos para no solo incumplir los propósitos que ella misma anuncia en su página web, sino para exigirle a su socio mayoritario cambios que de verdad vuelvan agradable visitar la FILBO. A fin de cuentas, si el éxito comercial y la afluencia de público aumentan año tras año, ¿qué sentido tiene emprender una batalla incierta contra un compañero de negocios con quien tan bien nos ha ido?

En vista de las escasas posibilidades de autorreforma, me parece que la solución podría venir, por una parte, del ministerio de Cultura y, por la otra, de la Alcaldía de Bogotá. Ambas instituciones son a la fecha los principales patrocinadores de la FILBO. Poniendo condiciones, exigiendo equilibrar los intereses del comercio y los del espíritu, tal vez ellos consigan que las promesas con que nos encandilan dejen de ser colorida baliverna. Porque, tal como están las cosas, aunque la Cámara y Corferias estén ganando dinero en la FILBO, ciertamente están consiguiendo poco, dramáticamente poco, para el fomento de la lectura y para el amor a los libros.

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