CONTRA LA INTUICIÓN

Sandra Borda reseña “Guerra Fría”, de Pawel Pawlikowski

Para Sandra Borda, la nueva película del director de 'Ida' consigue "un balance muy difícil de lograr: una historia de amor realista, con complicaciones, situada en un contexto político que le da forma a la relación de pareja sin necesidad de determinarla con simplismo".

Sandra Borda
28 de enero de 2019

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El cine para mí se ha convertido en una herramienta útil e interesante de enseñanza de las relaciones internacionales. He descubierto cómo a los estudiantes les llama poderosamente la atención la interpretación que se hace en la pantalla grande de los escenarios clave de la historia global. Desde el suspenso de las series de espías propio de la Guerra Fría hasta los recuentos de las grandes guerras mundiales y sus principales protagonistas, hay material de gran diversidad para aprender sobre el mundo desde una perspectiva artística.

Pero tengo una queja. En este tipo de cine, las historias de amor rara vez encajan bien. En unas ocasiones se reducen a la narrativa de la mujer abnegada que le sirve de soporte y voz de aliento al hombre poderoso que toma decisiones que cambiarán el mundo, y en otras se trata del trillado amor imposible, separado por la ideología, por el alambre de púas, por los muros. Todos sufren hasta lo indecible por culpa de las diferencias políticas y por cuenta de aquellas ideas en las que creen fervientemente. En síntesis, encontrar un balance que no caiga en los clichés entre amor y poder en el cine sobre temas globales no es fácil.

Por eso, la primera impresión que tuve cuando terminé de ver Guerra Fría, una película de Pawel Pawlikowski, director también de Ida (otra historia situada en la Polonia de comienzos de la Guerra Fría), fue justamente que por fin alguien había encontrado un balance muy difícil de lograr: una historia de amor realista, con complicaciones, situada en un contexto político que le da forma a la relación de pareja sin necesidad de determinarla con simplismo.

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Tráiler de Guerra Fría, de Pawel Pawlikowski

Para empezar, en medio de un contexto histórico y geográfico tan cargado de ideología, los protagonistas no giran alrededor de sus propias preferencias políticas. No son simples sujetos políticos a los que de vez en cuando se les atraviesan sentimientos incontrolables. En la película no hay ni una sola conversación densa y con intención de moraleja sobre las libertades que ofrecía Occidente versus la igualdad que ofrecía el bloque comunista. De hecho, estos personajes son más bien asépticos desde el punto de vista político. Se trata de un par de artistas que no parecerían tener un interés concreto en la confrontación de la época diferente a que les permitieran hacer su trabajo sin contaminarlo de propaganda –cosa que le afecta más a él que a ella–. Esta preocupación se evidencia en gestos sutiles en una reunión con miembros del Partido y no a través de grandes disertaciones habladas.

Pawlikowski introduce incluso un personaje con fuertes visiones políticas que se rebela contra el intento de manipulación política del Partido –la compañera de trabajo de Wiktor, uno de los dos protagonistas–. Pero es un personaje al que descarta rápidamente en beneficio de Wiktor y Zula, personas de carne y hueso, menos radicales y más confundidas, que expresan sus incomodidades con su propio contexto de maneras tenues y con menos grandilocuencia.

Así las cosas, la forma en que el contexto afecta la relación romántica de los protagonistas es intrincada y a la vez aterrizada. Aunque, claro está, en ocasiones hay golpes de realidad fuertísimos que le permiten al espectador hacerse a la idea clara del régimen de restricción a las libertades bajo el comunismo polaco controlado por la Unión Soviética. Pero todo el tiempo los protagonistas están negociando su deseo de tener más autonomía con su deseo de estar con el otro.

La autonomía llega con el exilio y en el exilio se conocen la infelicidad y los límites del amor. Cada uno, pero sobre todo ella, se da cuenta de que para sobrevivir se tiene que mercadear como artículo exótico de consumo. “Creen que tienes encanto eslavo”, le dice él a ella, como sugiriéndole que lo use para poder construir su carrera como cantante en París. Ella se siente inadecuada allí y este es solo el comienzo, para ambos, de un perpetuo y fracasado intento de acomodamiento.

Guerra Fría es además visual y musicalmente bellísima, como si el director quisiera mantener al espectador parado en medio de una tensión constante entre esa estética y el dolor que produce el más intenso, pero también el más imposible, de todos los amores.

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