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CELEBRIDADES

Los afrodisiacos que derretían a los famosos

‘El sexo, como la fe, mueve montañas’, dice el autor de un libro que recoge desde la pasión de Nefertiti por las berenjenas, hasta el regusto de Casanova por las criadillas de toro.

20 de diciembre de 2012

¿Qué va de las berenjenas que tanto le gustaban a Nefertiti a la sopa de tomate con la que Andy Warhol  hacía feliz a Marilyn Monroe? Algo más que los siglos que las separan: su debilidad por platos con los que o eran felices… o comían perdices, cada una a su manera.

Quien tiene autoridad, y sabor, para hablar sobre el tema se llama Miguel Ángel Almodóvar, sociólogo y nutricionista español, extraña receta profesional, que lleva diez años escudriñando no solo qué comían los famosos sino con qué fines, porque, al fin y al cabo, dice la teoría cada vez más recurrente, somos lo que comemos y en igual medida no sobraría agregar que así mismo procedemos, incluso en la cama.

Y en ese punto exacto, este Almodóvar, que no tiene que ver con su tocayo director de cine, dice que en lo de los afrodisiacos quien quiere creérselos que se lo crea. “En el sexo como en todo, la fe mueve montañas”, pero concluye que si el hígado está bien, lo demás vendrá por añadidura.

Pero, ¿qué ha encontrado  el investigador en diez años de trabajo, consignado en su libro Bocados con historia (Edaf)?, al que el diario Ideal de Granada, España, dedica un extenso reportaje.

Sí, que a Nefertiti, con las berenjenas; a Catalina de Medici, con las alcachofas; y a Fernando, el rey católico, con las criadillas, la vida les sabía a otra cosa y más aún a sus ocasionales parejas. La Medici, además, mataba por las crestas de gallo que ahora también sirven para mejorar el cutis de las damas.  Visionaria la señora. 

Y al bravo Porthos, el mosquetero inmortal, la sopa de mejillones lo ponía en guardia cuando se ganaba la vida espada en mano. Después, ya bajo las faldas de la viuda de Coquenard, se dio la gran vida y la gran mesa.

Del talento de Rossini en la música debió sobrar algo para  heredarnos una receta de canelones que lleva su nombre.  Pero sí algo demuestra su sensibilidad es saber que se echó a llorar, sin vergüenza, un día que vio como un pavo trufado terminaba en el fondo de un río por un accidente, no se sabe si propio o de algún servidor.

Carlos V tenía tanta afición por las ostras, que las reclamaba cuando andaba tierra adentro. Quién sabe, se pregunta Almodóvar, cuántos hombres y jamelgos anduvieron días enteros con sus noches para ponerlas frescas en la mesa. Dalí, con menos poder, se las arregló mejor en la Costa Brava para satisfacer su pasión por los crustáceos, en especial el bogavante.

El autor viaja en el tiempo de ida y vuelta para toparse con María Magdalena, a la que atribuye una trucha en salsa exquisita, con la que, no duda, debió chuparse los dedos Jesucristo. Ese, la trucha, era el plato tradicional de Galilea.

Y, de ahí, a Casanova, el eterno conquistador. Otro, como el rey Fernando de Aragón, seguro de que no hay nada mejor que unas criadillas rebozadas. Y si lo decía un italiano…

En cambio, Marilyn Monroe tenía una debilidad más terrenal: la sopa de tomate con que Warhol la consentía y, de paso, evitaba que la rubia se asomara por la cocina, donde era un auténtico fracaso.

Almodóvar cuenta que ella tuvo la pésima idea de invitar amigos a cenar, con ella como autora de una receta única. Y lo fue, en cuanto decidió poner los espaguetis bajo la fuerza centrífuga de su secador de pelo, por cuanto se había pasado de agua. Arthur Miller, su esposo entonces, estuvo a punto de ahorcarla.

En cambio, Sofía Loren tenía por los fideos tanta devoción como por su abuela, quien se los había enseñado a cocinar, “un acto de amor, un regalo, una forma de compartir…”.

Menos exigentes, Freud y Lope de Vega se sentían tranquilos, el uno, con sopa, carne y verduras,  y, el otro, con espárragos y huevos.

Y como la comida puede llegar a ser una auténtica fantasía,  pues Almodóvar no pasa por alto a James Bond y ese exótico bocado en el que junta langosta con aguacate, tras una justa espera en la que se mete al lado de la cartuchera un aperitivo con sello de Bond: Martini mezclado con vodka, “sin agitar, por favor”.