Hay coincidencias buenas, malas o cósmicas, y esta entra en la última categoría. Poco después de que Víctor Cabezas publicara su libro Débora Arango de perfil: su vida, su obra y su tiempo, por medio de Planeta (uno de nuestros recientes recomendados editoriales), el Ministerio de Culturas y el Museo de Arte Moderno de Medellín abrieron una notable exposición de la artista en el centro de Bogotá. La huida del convento: Débora Arango en el Museo Santa Clara se extiende hasta marzo de 2026 (en la cra. 8.ª n.° 8-91) y rinde homenaje a la pintora que desafió los modelos conservadores de mediados del siglo XX con sus lecturas transgresoras sobre religión, género y poder. En ese antiguo convento, 18 piezas de la antioqueña (nacida en 1907, fallecida hace veinte años, en 2005) ofrecen tensión y una mirada que agita estructuras aún resonantes.
Sobre su perfil (no biografía) de una artista que rompió paradigmas en el país y el continente, hablamos con Cabezas. Esto nos dijo.
SEMANA: ¿Qué separa este trabajo de lo que usted había hecho antes y qué lo conecta con eso mismo?
Víctor Cabezas: El punto de vista. Esta no es una biografía sobre Débora Arango, yo no soy un biógrafo. No me adentro en sus emociones, en su vida familiar, en sus afectos, en su cotidianidad, sino que la veo a ella a través de muchas otras personas y a través de los momentos críticos donde tuvo que tomar decisiones que forjaron su obra y lo que ella fue. Entonces, no ofrece la vista de la isla, sino del archipiélago. Uno sube y ve el todo. Por eso se llama perfil. En esa medida, poner el foco sobre una artista y una obra dista mucho de lo que yo venía haciendo. Sobre qué lo ata, el hecho de tejer historias reales de no ficción a partir de indagar en archivos, en expedientes judiciales, en noticias menores y olvidadas.
SEMANA: ¿Cuándo lo picó la inquietud de abordarla a ella, a su arte?
V.C.: No hay una historia romántica alrededor de mi interés por la artista. Cuando era muy chiquito fui a Medellín y vi una obra de ella en el Museo de Antioquia. Me pareció poderosísima, muy dura, como un embudo. Como niño lo sentí muy fuerte. Y un tiempo después fui a México, y vi algo muy parecido, pero con una grandilocuencia y con una gran cantidad de atención en Bellas Artes, en la ciudad de México: las obras de Diego Rivera, de Siqueiros, de Orozco, etcétera, incluso algo de la obra de Frida Kahlo. Y vi una cantidad de conexiones. Yo no soy historiador de arte, pero vi una cantidad de conexiones ahí y fui haciendo un trabajo desordenado y poco metódico para recopilar cosas de Débora Arango. Y tengo un viejo vicio de leer periódicos viejos, de los años 60, 70, 80, y si encontraba cositas de ella las iba guardando.
Vimos una oportunidad importante de volver la atención hacia Débora Arango, hacia su obra, a partir de un perfil narrativo que con las herramientas de la literatura rescatara su vida, su obra y su tiempo.
Cuando hablé con mi editor, hace un año y medio casi, me preguntó en qué andaba. Le dije que trabajaba en un par de proyectos, y le conté un poquito de esta inquietud. Mi editor tiene unas inquietudes artísticas muy fuertes, y me preguntó qué se había publicado sobre Débora Arango... Y entonces hicimos una revisión. No había ningún libro narrativo sobre ella, sí tres o cuatro catálogos artísticos, uno de ellos escrito por el historiador Santiago Londoño. Se llama Débora Arango: vida de pintora. Esa sí es una biografía, pero no es un texto narrativo. Vimos una oportunidad importante de volver la atención hacia Débora Arango, hacia su obra, a partir de un perfil narrativo que con las herramientas de la literatura rescatara su vida, su obra y su tiempo. Esa última frase define bien lo que busca el libro.
SEMANA: ¿Qué lo sorprendió en torno a Débora Arango y a su tiempo?
V.C.: Muchísimo, pero resaltaría dos cosas. Uno es “el viaje”. Uno tiene esta impresión de que Medellín fue una ciudad bastante aislada, cerrada entre montañas y con una sociedad hermética (lo mismo se puede decir de Bogotá y de Colombia, como país difícil de acceder). Pero me llamó poderosamente la atención el viaje de las ideas desde Europa hacia Colombia, a vapor, y la cantidad de debates que la gente daba en Colombia y que se replicaban, sin saberlo, en Alemania. Es como si hubiese unos espejos ahí de la humanidad y de la crítica del arte. Entonces, por ejemplo, Débora Arango hizo de su obra una expresionista, una vanguardia del arte de Alemania, sin haber estado en Alemania y sin haber leído sobre los movimientos expresionistas alemanes. Sin tener esos referentes, fue expresionista. También me sorprendió el hecho de que personas polémicas, como el líder conservador Laureano Gómez, hubiesen traído a Colombia los debates más álgidos del conservatismo artístico alemán. Toda esa interacción insospechada y desordenada entre dos mundos me pareció muy intrigante.
SEMANA: Háblenos de esa obra, de esa valentía de crear como lo hizo cuando lo hizo y de lo que le implicó...
V.C.: Es el arte en su estado más puro. Hay una distinción muy bella entre hacer arte y ser artista. Ser artista tiene una cantidad de cargas: la fama, el reconocimiento, formar parte de una élite, poder mostrar tu obra (y todos queremos serlo. Yo mentiría si dijera que quiero que mi libro no lo lea nadie). Pero hay unos puntos de inflexión en la vida, cuando se tiene que decidir entre la fama o hacer un arte honesto con uno mismo. Y ella, sin saberlo, tuvo esa decisión en frente.
Hay puntos de inflexión en la vida, cuando se tiene que decidir entre la fama o hacer un arte honesto con uno mismo. Y ella, sin saberlo, tuvo esa decisión en frente...
Era una mujer de clase media alta con muy buenas conexiones sociales, que pudo haberse dedicado a hacer retratos, paisajes o murales, arte aséptico sin tocar temas álgidos... Y habría tenido un reconocimiento brutal porque lo tenía todo (el arte, el talento, la dote y su capacidad social). Pero ella decide hacer un acto transgresor con dos puntales.
El puntal uno es: “Yo voy a ser desnudos”. Es la primera mujer en la historia de América Latina que hace algo tan sencillo, pero absolutamente inadmisible en ese momento: observar el cuerpo de una mujer; que una mujer observase el cuerpo de otra mujer. Y lo pinta. Lo más revolucionario. Luego hace otra cosa: “Yo no voy a retratar a los bellos y bellas antioqueñas y a las maternidades felices y a las familias preciosas y pudientes, y a los paisajes tan lindos de Antioquia. Yo voy a retratar lo que veo en la calle. Y voy a empezar a salir a psiquiátricos, a cárceles, voy a salir al campo para ver cómo viven los campesinos. Eso va a estar en mi arte”.
Esas dos decisiones la enfrentan con la censura. Y sentía “no les gusta esto, me ponen problema en todo lado, me achacan, me critican, me censuran”, pero asume la situación de manera sabia. Y no le molestaba tanto que la criticaran; de hecho, en todos sus registros de prensa es abierta con la crítica... pero le molestaba profundamente que le cerraran las exposiciones. Y entonces dice: “Tranquilos. Yo me meto aquí en mi casita, tengo mi taller en Envigado y voy a seguir creando”. Y el grueso de la obra más celebrada de ella se da en la reclusión, durante 30 años, cuando ya no había galerías, exposiciones, periodistas o fama. La de ella es una obra silenciosa que, luego, se redescubre a fines de los setenta. Y fue toda construida por la pulsión del arte.
SEMANA: ¿Débora Arango necesita ser reivindicada?
V.C.: Me tomo un atrevimiento gigantesco: si yo pudiera decir qué quisiera ella, no serían homenajes, premios (se los dieron todos), estatuas o calles en su nombre. Le interesaría la observación de su obra. Y si yo pudiera decidir dónde poner los esfuerzos, sería en sacarla y mostrarla para que no haya una escuela de Colombia donde en la clase de historia colombiana no se observe esta obra política que refleja una geografía perfecta de la segunda mitad del siglo XX.
SEMANA: Ella adopta la acuarela, y no era una técnica usada en ese momento...
V.C.: Lo que uno ve de ella son los óleos en gran formato, pero la obra que más me dice cosas a mí son las acuarelas, que por la precariedad de los materiales de esa época están en formatos pequeños. Y en esos formatos pequeños no era una técnica muy dominada. Ella aprende la técnica como autodidacta, a partir de unos principios que le enseñó Eladio Vélez, quien acababa de llegar de Europa y dominaba la técnica. Y hay una cosa poderosísima en Débora: era una mujer con un poder artístico innato. Ella tiene maestros, pero tiene estancias muy cortas con ellos. No es que estuvo con Eladio o con Pedro Nel Gómez diez años. Entre ambos maestros no duró más de año y medio. Su manera es innata, y ahí radica otra parte del misterio de su técnica.
Hay una cosa poderosísima en Débora: era una mujer con un poder artístico innato. Ella tiene maestros, pero tiene estancias muy cortas con ellos. Su manera es innata, y ahí radica otra parte del misterio de su técnica.
SEMANA: ¿Qué sabe del intento del Museo de Arte Moderno de Medellín por vender algunas de sus obras?
V.C.: El último capítulo del libro se llama La fama tardía, y narra este tema a partir del archivo de correspondencia entre el MAMM y Débora Arango cuando se hizo la donación y entrevistas a varias personas que estaban en el museo cuando se recibió la obra. Es un capítulo muy bien investigado.
Cuando la maestra dona la obra, lo hace con una condición no escrita de que era una narración completa. Ella no estaba donando un cuadrito por aquí y otro por acá...
¿Qué decir? Uno, cuando la maestra dona la obra, lo hace con una condición no escrita de que era una narración completa. Ella no estaba donando un cuadrito por aquí y otro por acá.
Lo dijo en varias ocasiones, verbalmente, pero no quedó en las escrituras legales. Y entonces se hace la donación de más de 280 obras al MAMM; y el museo, como custodio de la obra, unos meses atrás decide hacer una venta al Banco de la República, y ahí se abrió una discusión ética muy dura. Por un lado, tienes nada menos que la voluntad del artista que era y, por otro, tienes la legítima decisión del museo de mover la obra para que se muestre. Dicen ellos, para que ese dinero financie la movilización de más obras. Porque esto no es barato. La obra de Débora Arango tiene unas dificultades burocráticas durísimas. Y ya van casi 100 años y esa obra sigue oculta.
Si tú vas hoy al Museo de Arte Moderno, hay creo que un cuadro. A mí mucha gente me escribe, me dice, “Oiga, voy a ir a ver la obra, leí el libro.” Y le digo, “Chévere que vaya a Casablanca (la que fue su residencia), pero va a ver dos o tres cuadros, no más”.
Su obra está catalogada como un BIC, bien de interés cultural, y eso hace que tenga una cantidad de requisitos burocráticos destinados a protegerla, pero que resultan tremendamente pesados, un lastre para que la obra se mueva. Moverla de Medellín a Pasto o Cali, es un problema, y la han pedido en Nueva York, Londres, en todo lado...
Por un lado, tienes nada menos que la voluntad del artista que era y, por otro, tienes la legítima decisión del museo de mover la obra para que se muestre.
SEMANA: Se viene exaltando a mujeres artistas como Edelmira Boller, Feliza Bursztyn, Nijolė Šivickas, entre otras. ¿Se siente parte de la tendencia de darles un foco merecido?
V.C.: Son nombres muy reconocidos y no me atrevo a entrar ahí, pero humildemente acepto que sí hay una ola, y creo que eso es muy bueno. Me parece justo y meritorio. No hubo un interés en editorial de entrar en alguna tendencia, pero inevitablemente entramos. Lo digo siempre: mi mayor ambición es activar una curiosidad.
SEMANA: ¿Algo para cerrar?
V.C.: El libro es una puerta de entrada a (como lo dijeron ya El País y el NYT) “la artista más revolucionaria de Colombia y, probablemente, de América Latina del siglo XX”, cuya obra permanece escurridiza. La vemos cuando nos cruzamos con un billete de 2.000 pesos, y muchos podemos decir que era pintora, y se pueden mencionar los desnudos, pero poco más... Pero es casi una obligación civil de los colombianos observar esa obra. Si tú ves hoy El tren de la muerte, si ves hoy La masacre del 9 de abril, esa obra es útil para interpretar la vida actual.