En las entrevistas a menudo me preguntan cuál ha sido la decisión más difícil que tuve que tomar en la presidencia. Fueron muchas, por supuesto. Gobernar exige tomar decisiones complejas y de impredecibles consecuencias. De Gaulle decía que gobernar es tener que escoger permanentemente entre muchos males el mal menor. Cuando uno es presidente, se pueden pedir consejos y escuchar análisis, pero, al final, la decisión y la responsabilidad es solo de uno. Esta es la verdadera soledad del poder.

Una de esas decisiones difíciles, si no la que más, fue la que tuve que tomar cuando el ministro de Defensa y el alto mando militar me informaron que habían ubicado a Alfonso Cano y que todo estaba dispuesto para lanzar una operación en su contra. En cualquier otro momento no hubiera tenido la menor vacilación, pero entonces había algo que yo sabía y mis generales y el ministro no: con Cano estábamos avanzando, cautelosamente, en unas reuniones exploratorias para discutir la posibilidad de iniciar un proceso de paz. Ya llevábamos tres encuentros con sus delegados –uno en la zona fronteriza y dos en la isla La Orchila–, en los que participaban también representantes de países garantes, y estábamos concluyendo la coordinación para que nuestros plenipotenciarios se encontraran en La Habana.

En medio de estas circunstancias me dijeron que habían localizado a Cano –un objetivo que veníamos persiguiendo desde hace años– y fue ahí cuando tuve que tomar solo, absolutamente solo, la crucial decisión. Fue difícil. Era consciente de que podía poner en riesgo el camino avanzado hacia una negociación de paz, pero al final di el visto bueno para la ejecución de la operación Odiseo, y lo hice con serenidad y tranquilidad de conciencia, basado en un análisis racional de costos y beneficios. Varias razones presidieron mi decisión:

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La primera tenía que ver con la moral de la tropa, es decir, con ese estímulo intangible que tienen los militares y policías para cumplir día a día con su arriesgada labor. Yo los conocía bien, había trabajado con ellos, y me constaba el largo trabajo de inteligencia y de infiltración que se había desarrollado por años, el costo en vidas humanas, en soldados mutilados, para dar con el paradero de Cano. No podía ahora, que lo tenían en la mira, cancelar su misión sin que esto tuviera efectos desastrosos en su voluntad de lucha.

El Ministro y el alto mando me informaron que habían ubicado a Alfonso Cano y que todo estaba dispuesto para la operación en su contra.

Estábamos avanzando secretamente hacia una negociación de paz, y sabía que a muchos militares, que habían padecido el proceso del Caguán, no les iba a caer bien este nuevo intento. Por eso, mal podría frenarlos cuando el objetivo de mayor valor estratégico estaba a su alcance.

La segunda razón tenía que ver con las características mismas de Cano. Varios han cuestionado que se haya dado de baja al comandante más preparado que haya tenido las Farc, pensando que su condición de intelectual e ideólogo hubiera hecho más fácil la negociación. Esto no es necesariamente cierto, como había anticipado la revista SEMANA en su artículo de portada de la última edición de mayo de 2008, titulado ‘El radical’:

“Si Tirofijo era un campesino zorro, pragmático, y no un marxista convencido, Cano es un hombre de doctrina, inflexible y dogmático, bien informado, pero con más respuestas que preguntas. Un hombre que no ha cambiado sus ideas ni su discurso, cuya lectura de la realidad es la misma hoy que hace veinte años. Lo que en el movimiento comunista todos le admiran es exactamente lo que afuera se ve como un defecto: es un hombre que no cambia. Un inamovible”.

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La misma impresión me habían transmitido muchas personas que lo conocieron. Héctor Riveros, por ejemplo, quien fue viceministro del Interior en el Gobierno Gaviria y a quien le tocó negociar con Cano en las rondas de diálogo de Caracas y Tlaxcala, en 1991, lo describe así en una columna de prensa:

“Alfonso Cano estudió Antropología en la Universidad Nacional, lo que lo convertía en el letrado de una guerrilla de origen fundamentalmente campesino, pero evidentemente hace décadas había dejado de leer y nunca evolucionó en su pensamiento, lo que lo convertía en obstáculo en una mesa de negociación”.

Alfonso Cano con Joaquín Gómez, otro miembro del secretariado de las Farc, en uno de los momentos álgidos de la guerra. Murió en un bombardeo ordenado por Santos.

“Cano era un hombre profundamente desconfiado y absolutamente escéptico de que el ‘establecimiento’ colombiano estuviera dispuesto a hacer las concesiones necesarias para facilitar un acuerdo que permitiera que la guerrilla de las Farc renunciara al uso de las armas para imponer su lectura de la sociedad y aceptara discutir la de todos por medios democráticos”.

Tal vez Cano hubiera sido el líder más difícil para llevar a feliz término una negociación. Otros piensan todo lo contrario. La verdad queda en el terreno de las hipótesis y, en lo que a mí concierne, es un interrogante que me llevaré a la tumba.

Varias razones presidieron mi decisión. La primera tenía que ver co la tropa, no podía ahora, que lo tenían en la mira, cancelar su misión sin que tuviera efectos desastrosos en la voluntad de lucha.

Finalmente, hubo otra razón que me ayudó a sustentar mi decisión. Tanto las Farc como el Gobierno sabíamos bien cuáles eran las reglas del juego. Estábamos avanzando en una exploración que podía llevar a una negociación, pero, mientras no se pactara un cese al fuego y de hostilidades, era claro que la guerra continuaba y que todos, absolutamente todos –incluido yo mismo, como presidente, pues conocí de varios planes de la guerrilla para acabar con mi vida– éramos blancos. Esa es la dinámica de la guerra y, para salir de ella, precisamente para salir de ella, teníamos que sentarnos a conversar, fuera quien fuera el líder. Si las Farc realmente querían la paz, tendrían que continuar el proceso de aproximación en el que estábamos. Esta sería la máxima prueba de su voluntad.

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No niego que llegué a temer lo peor: que mandaran todo al diablo y se perdieran los esfuerzos hechos hasta ese momento. Fue una apuesta riesgosa como pocas, pero tal vez me salió el alma de jugador que muchos dicen que tengo. Lo que he comprobado en la vida es que solo arriesgando se logran los mayores triunfos.

A los pocos días de la operación Odiseo, la periodista Claudia Palacios, que trabajaba en el canal de noticias CNN, fue a entrevistarme a la Casa de Nariño, y me preguntó:

–Presidente, ahora que se ha llevado la cabeza del máximo líder de las Farc, ¿qué sigue?

En mi respuesta estaba la carta de navegación de lo que serían los próximos años:

–¿Qué sigue? En el lado militar, perseverancia. Ahí no podemos bajar la guardia. Y en el lado político, la apertura a un posible diálogo si ellos demuestran que efectivamente quieren llegar a un acuerdo.