El diseño es una pieza esencial de nuestras vidas y va mucho más allá de lo estético. Primero aparece aquello que captura nuestra atención porque nos resulta agradable a los sentidos, casi por una reacción biológica automática. Luego surge la funcionalidad, ese momento en el que los objetos facilitan nuestra vida, nos permiten actuar con mayor eficiencia, rapidez y comodidad. Y, finalmente, en un nivel mucho más profundo, emerge el significado.
Es allí donde el diseño trasciende lo visible y lo útil para conectar con lo íntimo: con nuestra identidad y con la forma en que queremos ser percibidos. Son esos objetos que sentimos casi personales, como si hubieran sido creados especialmente para nosotros.
El investigador estadounidense Donald Norman explica estos niveles del diseño y cómo se relacionan a partir de la respuesta emocional que producen en cada individuo. El nivel visceral responde a la apariencia y a las sensaciones inmediatas que provoca un objeto; el comportamental se refiere a la eficiencia funcional y la usabilidad; y el reflectivo incorpora los significados simbólicos, como el estatus o la identidad personal.
La personalización potencia, sobre todo, este nivel reflectivo, porque transforma los objetos en resonancias afectivas profundas. Pensemos en un ejemplo sencillo: un lapicero. Si tiene colores vivos o está elaborado con un material resistente, apela al nivel visceral. Si, además, cuenta con un sistema retráctil para evitar manchas o con un diseño ergonómico para un mejor agarre, cumple el nivel comportamental. Pero si, además de todo lo anterior, pertenece a una marca reconocida y está grabado con nuestras iniciales, entonces se convierte en una pieza única que responde al nivel reflectivo.
Este análisis es aplicable a muchos de los objetos que nos acompañan en la vida cotidiana y en nuestros hogares. Aunque todos los lapiceros cumplen la misma función, son esos detalles de diseño los que nos emocionan, nos permiten reflejar nuestra personalidad y, en cierta medida, reconocernos a través de ellos.
El impacto del diseño es también un reflejo del trabajo de mentes maestras que estudian y anticipan tendencias, que entienden nuestras reacciones biológicas y sociales; de expertos que realizan pruebas técnicas una y otra vez para encontrar la solución perfecta a nuestras necesidades; y de equipos creativos y de mercadeo que exhiben los productos y las marcas que los respaldan, dotándolos de significado.
Sin embargo, la decisión sobre el diseño también está en nuestras manos. Somos quienes elegimos un producto sobre otro según cómo responda a nuestro propio concepto de lo útil, lo funcional y lo significativo.
Muchas de nuestras decisiones de compra están impulsadas por la medida en que un producto refleja nuestra personalidad. Según un estudio de McKinsey, el 72 % de los consumidores espera experiencias personalizadas y responde positivamente cuando una marca demuestra interés genuino en la relación, más allá de la transacción.
Hoy existen múltiples experiencias diseñadas para conocer los gustos de las personas y evitar que los rasgos del diseño se definan por azar. Cada vez es más posible influir directamente en aquello que adquirimos. A través de la personalización —como sucede con nuestra línea 1200° Corona— los objetos pueden transformarse en recuerdos cargados de sentido de pertenencia.
La personalización nos convierte en protagonistas, nos permite incorporar nuestra visión particular y dotar los objetos de significados superiores, únicos para cada individuo. Por eso, no se trata solo de tener por tener, sino de reconocernos en aquello que elegimos y en lo que queremos proyectar. De imprimir nuestra esencia en el entorno y en la vida cotidiana. De construir, a través del diseño, experiencias únicas, tan singulares como cada uno de nosotros.
María Paula Moreno, gerente general de Almacenes Corona