El despliegue de la inteligencia artificial (IA) en las empresas se ha convertido en el nuevo tema de moda. Se habla de gigabytes, de algoritmos y de eficiencia. Pero la verdad es que la implementación de la IA, más que un proyecto tecnológico, es un ejercicio profundamente humano. El reto más grande no está en el código, sino en el corazón de la organización.
Cuando me preguntan cuál es el obstáculo más grande frente a la adopción de la IA, mi respuesta es clara: el miedo a la irrelevancia. Para comprender esa resistencia, debemos reconocer su raíz biológica. Nuestro cerebro límbico, diseñado para la supervivencia, prefiere aferrarse a la seguridad de lo que conoce, incluso cuando es ineficiente. Lo distinto y lo incierto activan nuestra amígdala, ese sistema de alarma que nos pone a la defensiva. Tener esta consciencia neurocientífica es vital: nos permite dejar de juzgar tan rápido a las personas por ser “resistentes” y, en cambio, enfocarnos en construir entornos que brinden la seguridad psicológica necesaria para atreverse a cambiar.
Por eso, el contexto de cambio debe contemplar la dimensión técnica, sí, pero sobre todo la humana. Y esa conversación tiene que empezar siempre por el propósito. Como recuerda Simon Sinek, la gente no se compromete con lo que se hace, sino con el porqué se hace. Si el liderazgo no articula una narrativa que muestre cómo la IA hará el trabajo más significativo, más profundo o más humano, el compromiso del talento se desploma. Esa ausencia de propósito genera un riesgo existencial. Si la máquina toma mi tarea, ¿cuál es ahora mi valor? La resistencia no es contra la herramienta, sino contra el vacío de futuro que propone. Es un cambio radical en la identidad laboral.
Dejar para después la conversación humana y centrarse únicamente en el diagnóstico técnico crea un vacío peligroso. La investigación en gestión del cambio lo muestra con claridad: cada semana sin comunicación transparente aumenta de manera significativa la resistencia emocional. Cuando la tecnología por fin llega, el líder no enfrenta un cambio, sino una negación colectiva. Revertir esa situación es posible, pero cada día cuesta más. La clave está en generar microexperiencias de valor personal e inmediato. El cerebro cambia la etiqueta de la IA de “amenaza” a “asistente” cuando siente un beneficio real en su vida cotidiana. Esto ocurre cuando mostramos, con empatía, caminos, posibilidades y pasos pequeños que demuestran cómo la IA puede potenciar, acompañar y aliviar.
Medir la IA únicamente por la eficiencia o las horas ahorradas es una métrica de bajo valor. La IA no es una herramienta de productividad: es un catalizador para la evolución de la conciencia humana. La pregunta esencial es otra: ¿el trabajo se volvió más estratégico, más ético y más humano? ¿Los líderes ahora tienen más tiempo para conversaciones profundas? ¿Disminuyó el burnout porque eliminamos tareas de bajo valor? El éxito de la IA no se mide por cuántas tareas delegamos, sino por cuánta humanidad recuperamos.
El futuro no será de la inteligencia artificial, sino de la conciencia aumentada. La IA sustituye lo que puede codificarse, liberándonos para invertir nuestra energía en aquello que nos hace auténticos: la conciencia profunda, la empatía genuina y la creatividad. La única forma de desactivar el cortisol del miedo es activar la oxitocina del propósito y la confianza. La IA es, en esencia, un examen de nuestra humanidad.
No preguntes qué hará la máquina. Pregúntate: si ya no eres lo que haces, ¿quién eliges ser? Y si esa pregunta genera miedo, ¿qué harás con él? ¿Desde qué lugar vas a vivir esta realidad: desde la ansiedad o desde la curiosidad?
Yukari Sawaki, Gerente DOH Negocio Cárnicos de Nutresa.