Los días 6 y 7 de noviembre de 1985 son un recordatorio perpetuo para todos los colombianos de las consecuencias que causó la violencia para los servidores judiciales que sirvieron a Colombia en 1985, a nuestros ciudadanos inocentes, estudiantes, abogados y trabajadores, cuyas vidas fueron arrebatadas o afectadas en este lugar, tanto en un acto demencial y terrorista, como en hechos que desbordaron el ejercicio del poder, y al funcionamiento de nuestra administración de justicia que, desde entonces, ha hecho un esfuerzo notable por recuperarse de un evento que dejó dolor, tristeza, angustia y una gran deuda con la verdad y con la propia justicia.

El 6 de noviembre de 1985, el corazón de la justicia, su núcleo vital representado en su Corte Suprema de Justicia, como tribunal constitucional y tribunal de casación, y el Consejo de Estado, como máximo tribunal de la Justicia Contencioso Administrativa, y el cuerpo de sus funcionarios, fue atacado a sangre y fuego por un grupo que los jueces en sus sentencias calificaron como terrorista, que pasó por encima de la Constitución y de la ley y que violó el derecho internacional de los derechos humanos y el derecho internacional humanitario.

Actos conmemorativos del 40 aniversario del holocausto del Palacio de Justicia. | Foto: ESTEBAN VEGA LA-ROTTA

Que no quepa duda alguna que aquí se profanó violentamente el templo de la justicia, se tomó como rehenes a magistrados del más alto nivel y a otros servidores judiciales, al igual que a civiles que se hallaban en el Palacio, el cual se convirtió en campo de batalla en el cual murieron cerca de 100 personas, otras terminaron desaparecidas y otras 242 que fueron rescatadas, en todo caso, fueron afectadas en su integridad física o psicológica.

Ese acto que no tiene ningún mérito para ser ovacionado ni romantizado, fue el primer responsable de las horas que se avecinaban de angustia, caos, dolor, zozobra, incertidumbre y muerte. La casi totalidad de los dirigentes de la Alianza Democrática M-19 que se reincorporaron a la vida civil, en un acto de grandeza, reconocieron que ese acto fue una gran equivocación, pidieron perdón a los colombianos por ello. Pero también el templo de la justicia fue un escenario de retoma por autoridades militares y de Policía a través de un uso de la fuerza que, tanto tribunales nacionales como internacionales, calificaron de excesiva, caótica y desproporcionada, pasando igualmente por encima de la vida de personas inocentes.

Así, la justicia fue atacada por el más perverso de los males que ha azotado a Colombia: La violencia, en su inclemente crueldad e impiedad; la cual recorrió la entrada, los pisos, las paredes y los techos de esta esta edificación que cobró vidas, afectó la integridad de otros e hirió lo más profundo del orden constitucional y de la institucionalidad. La violencia calificada por los jueces como un acto terrorista, la desprotección y luego la desproporción y abuso de la fuerza pública, no discriminó persona alguna para atentar contra su dignidad e integridad.

La inconmensurable maldad de su fuego que no cesó a pesar del pedido de los presidentes de las cortes, hirió lo más profundo del corazón de la democracia. Los magistrados y servidores judiciales que perecieron en ese holocausto o que resultaron afectados en su integridad, defendían la Constitución y la ley y garantizaban los derechos de todos en los términos previstos en ellas, y en las convenciones, tratados y protocolos internacionales de derechos humanos. Su labor, marcada por la ética, la independencia y el compromiso con la paz, fue silenciada esos días por la violencia. El Tribunal Administrativo de Cundinamarca y el Consejo de Estado declararon la responsabilidad del Estado tanto por su omisión como por su acción en los hechos ocurridos y conforme a diferentes títulos de imputación.

"Muchas víctimas y familiares continúan esperando respuestas y la impunidad sigue siendo una herida abierta porque se investigó y juzgó apenas una pequeña parte de los hechos y a una parte de los responsables". | Foto: Esteban Vega La-Rotta

La Fiscalía General de la Nación adelantó varias investigaciones contra funcionarios del Estado y los jueces penales adoptaron las decisiones que en derecho correspondían. La Corte Interamericana de Derechos Humanos, en fallo de 2014, declaró la responsabilidad internacional del Estado colombiano por desapariciones forzadas, ejecuciones extrajudiciales y torturas. Todos estas sentencias exigen verdad, justicia y reparación. Estos fallos representan no solo un llamado a la justicia, sino también un compromiso con la memoria, la verdad y la dignidad de quienes fueron silenciados, de aquellos que fueron torturados o de aquellos que resultaron lesionados física o psicológicamente.

A pesar de ello, al día de hoy, muchas víctimas y familiares continúan esperando respuestas y la impunidad sigue siendo una herida abierta porque se investigó y juzgó apenas una pequeña parte de los hechos y a una parte de los responsables. ¿Quiénes, cómo, por qué y para qué se diseñó la toma? ¿Quiénes la financiaron? ¿Cómo fue su preparación y cómo ocurrieron los fallidos intentos de su perpetración en agosto y octubre de 1985 hasta que se logró su consumación el 6 de noviembre de 1985? ¿Por qué se levantó la seguridad del Palacio de Justicia y la protección de los magistrados y funcionarios? Qué pasó minuto a minuto en las operaciones de toma, recuperación y retoma? Qué pasó con la suerte de cada uno de los magistrados y funcionarios judiciales? ¿Quién los ejecutó o en qué circunstancias fueron cegadas sus vidas? ¿Cómo se produjo el incendio del Palacio? ¿Como se manejaron las pruebas y qué pasó con la cadena de custodia? ¿Que sucedió con la disposición respetuosa de los restos mortales de las víctimas?

A pesar del gran esfuerzo de la Comisión de la Verdad creada por la propia Corte Suprema de Justicia y de sus informes de 2005 y 2010, muy poco se sabe; la Comisión de la Verdad creada en 2017 no avanzó en nada y a los pactos de silencio los acompaña la especulación, la mentira o la deformación de la verdad. El pacto del silencio, en unos casos, y el silencio resultante de las leyes que autorizaron para otros indultos o regularon las cesaciones de procedimiento, han impedido conocer toda la verdad de lo que aquí terminó aconteciendo.

En efecto, la facultad otorgada al presidente de la República para conceder indultos y la regulación sobre la cesación de procedimiento penal y de expedición de autos inhibitorios en desarrollo de la política de reconciliación conforme a la Ley 77 de 1989 y, luego, conforme a la Ley 7 de 1992, que dispuso que cuando en cumplimiento de lo dispuesto en una ley que decrete amnistía, faculte al Gobierno para conceder indultos o prevea la cesación de procedimiento en desarrollo de una política de reconciliación, se hubiere ordenado la cesación de procedimiento, habrá lugar en cualquier estado del proceso a la aplicación plena de los principios de favorabilidad y cosa juzgada y que se agotará el ejercicio de la acción penal respecto de las personas beneficiadas frente a todos los hechos objeto de la misma y, si fuere procedente, se ordenará el archivo del expediente, han privado a la sociedad colombiana de conocer la verdad judicial.

Empero, ello no debe privarla de conocer la verdad histórica, porque ella exige verdad, reparación y no repetición. Recordemos que el derecho internacional ha definido claramente que, pese a la necesidad y el anhelo de paz, no pueden amnistiarse ni indultarse ninguno de los delitos condenados por la comunidad internacional (genocidio, crímenes de lesa humanidad, crímenes de guerra). Además, la jurisprudencia de la CorteIDH ha reiterado su negativa a que los estados adopten amnistías que fomenten la impunidad y desconozcan los derechos de las víctimas.

Como lo señalan José Antonio Martín Pallín y Rafael Escudero Alday, la amnistía puede convertirse “en amnesia en aras de una pretendida gobernabilidad, estabilidad y paz”. Entonces, la necesidad de lograr la paz, en los procesos de justicia transicional, debe considerar las normas del derecho internacional de derechos humanos, del derecho internacional humanitario y del derecho penal internacional, puesto que constituyen los límites y parámetros de los estados y las sociedades al momento de realizar acuerdos de paz que impliquen un tratamiento especial para la determinación de las responsabilidades penales. Recordemos que la Corte Interamericana de Derechos Humanos ha señalado de manera reiterada que las leyes de amnistías o de punto final afectan el deber internacional del Estado de investigar y sancionar las graves violaciones de derechos humanos al impedir que los familiares de las víctimas sean oídos por un juez, conforme a lo señalado en el artículo 8.1 de la Convención Americana y violan el derecho a la protección judicial consagrado en el artículo 25 del mismo instrumento precisamente por la falta de investigación, persecución, captura, enjuiciamiento y sanción de los responsables de los hechos, lo que implica, así mismo, el incumplimiento del artículo 1.1 de la Convención. 40 años después, aquí estamos, pero Colombia aún es titular de una deuda de verdad pendiente que sigue torturando a las familias de los desaparecidos y sobrevivientes.

Los responsables deben hablar. Le deben al país, a la justicia y a las víctimas, la verdad sobre lo ocurrido. La justicia debe prevalecer sobre el terror, provenga este de donde provenga. La justicia, por encima de todo, la verdad, por encima de todo, deben prevalecer. Nuestra responsabilidad como sociedad para evitar que estas tragedias se repitan nos obliga a comprometernos con la historia, con la memoria, con la verdad y con la justicia. La memoria sobre este hecho para Colombia, para la justicia, para la judicatura, debe servirnos como herramienta moral para comprender el presente y reescribir nuestro futuro. La memoria debe ayudarnos a recordar que nuestras decisiones judiciales, aquellas que como servidores de la justicia tenemos el deber y el honor de proferir, deben siempre contar con los más excelsos estándares de ética judicial, imparcialidad e independencia. Aquellos servidores públicos que murieron o que resultaron afectados hace 40 años en este lugar, no se inclinaron ante nada ni nadie que no fuera la augusta majestad de la justicia. Y es que precisamente, ante ella, y solo ante ella, es que los jueces y juezas debemos inclinarnos en reverencia. Los magistrados y los jueces de hoy y los que vengan en el futuro no podremos ser inferiores a aquellos que ofrendaron su vida hace 40 años en este Palacio de Justicia.

La salvaguarda y protección del orden constitucional, de la justicia, de la integridad de la Nación y de la defensa de los derechos humanos, es lo que debe siempre prevalecer, por encima del terror, de los discursos de odio, de miedo y de la inclemente violencia. Hoy, no solo rememoremos el paso de los servidores judiciales que perecieron en aquel holocausto de noviembre de 1985 o que fueron víctimas de aquellos deplorables hechos, sino también a todos los jueces y juezas que han muerto a causa de la perversidad de la violencia. Todos ellos han buscado la defensa de la vida, la protección del orden constitucional y la vigencia del Estado social y democrático de derecho. Que la verdad y la justicia siempre prevalezca y esta conserve siempre encendida su llama para mantenernos unidos en paz, concordia, reconciliación y esperanza.