Hay tragedias que no irrumpen como un rayo, sino que avanzan con la parsimonia inexorable de lo anunciado. Así ocurrió en Armero. El 13 de noviembre de 1985, cuando el nevado del Ruiz liberó su furia acumulada, no fue la sorpresa la que sepultó a un pueblo, sino la indiferencia, la fragmentación institucional y el eco tardío de una ciencia que habló sin ser escuchada.

Los registros oficiales del Gobierno colombiano y de la Cruz Roja coinciden en que más de 23.000 personas murieron en aquella madrugada de lodo y caos. Un lahar, esa mezcla de ceniza, agua y tierra que desciende con la velocidad de un destino cumplido, arrasó la ciudad en cuestión de minutos. Pero la tragedia, como he llegado a pensar, no nace del azar, sino de la concatenación fatal de actos humanos que jamás quisieron mirarse entre sí.

Ya desde 1984, el Servicio Geológico Colombiano, entonces Ingeominas, había advertido del riesgo. Se elaboraron mapas de amenaza que mostraban, con una claridad casi cruel, que Armero era una trampa natural. La actividad del volcán aumentó en los meses previos: fumarolas, sismos, emisión de dióxido de azufre. La ciencia cumplió su deber. Lo que falló fue el puente entre el conocimiento y la decisión pública.

Schopenhauer declaró en Parerga y Paralipómena que “el destino baraja las cartas, pero nosotros las jugamos”. En Colombia, los funcionarios jugaron tarde, o no jugaron. La información se diluyó entre entidades, los comités de emergencia debatieron sin urgencia y la ciudadanía nunca recibió una instrucción clara de evacuación. La noche del desastre, mientras la nieve del Ruiz comenzaba a derretirse por la erupción, Armero seguía iluminado, ajeno, confiado en un silencio institucional que costó miles de vidas.

La tragedia fue, ante todo, un fracaso político antes que natural. Un recordatorio de que la ciencia sin gestión del riesgo es una profecía impotente. Voltaire advirtió que “la negligencia es la más mortal de las armas”. Armero encarna esa sentencia con la dureza de una advertencia escrita en barro. A casi cuatro décadas del desastre, Colombia ha avanzado en capacidades institucionales: el Sistema Nacional de Gestión del Riesgo, la Unidad Nacional, los protocolos de monitoreo volcánico, la expansión de redes sísmicas y meteorológicas. Pero el espíritu de Armero exige algo más profundo: una cultura nacional que comprenda que la prevención no es una opción técnica, sino un imperativo moral.

Porque la tragedia que se pudo evitar sigue diciendo, desde su silencio sepultado, que ningún país puede ser más fuerte que su capacidad para escuchar a la ciencia y actuar a tiempo. Colombia debe decidir si honra esa lección, o si permite que la memoria vuelva, algún día, como un río oscuro que reclama lo que no aprendimos.