Cuando van terminando los periodos de los gobiernos, es costumbre que se empiece a hacer un análisis de los resultados de sus principales políticas, aquellas que fueron prioritarias y establecidas dentro de su eje fundamental. Y, sin lugar a dudas, en el caso del actual gobierno de Gustavo Petro, desde la misma campaña su prioridad fue la política de paz total, que nació —recordarán ustedes— con el llamado Pacto de La Picota y un apoyo de organizaciones narcoinsurgentes. Fue precisamente en estas zonas donde el actual presidente tuvo una votación bastante significativa y donde dichas organizaciones tuvieron una gran incidencia en los resultados electorales en su momento.

Todo esto se enmarcó dentro de su compromiso de una política de paz total, que hoy se ha convertido —según sus críticos— en una entrega total de la institucionalidad, considerando que desde la campaña se comprometió a negociar con todos los grupos narcoguerrilleros y narcoparamilitares con el fin de llegar a la anhelada paz. Sin embargo, el único resultado concreto, afirman, es la entrega del control territorial a estas organizaciones, que hoy son las absolutas dueñas de las zonas donde hacen presencia, donde toda la economía gira alrededor del negocio de la cocaína.

Esto se demuestra con cifras escandalosas: más de 300.000 hectáreas de siembra de hoja de coca, con una productividad de más de dos cosechas al año como base para la producción de cocaína. Esto ha llevado a una producción estimada de más de 3.001 toneladas en 2024, sin tener aún los informes oficiales de 2025, que sin duda serán crecientes.

Si bien se reconoce que han aumentado las incautaciones por parte de la Policía, estas no son comparables con el aumento de la producción. A esto se suma que no existe una política de recuperación del territorio en manos de los aliados del gobierno en su política de paz total; por el contrario, se percibe una entrega del territorio como consecuencia de la reducción de la presencia de las Fuerzas Militares. Esto ha significado un aumento en la presencia de combatientes de los grupos narcotraficantes acogidos a la paz total, y las cifras así lo demuestran.

En el caso del ELN, este grupo aumentó durante el actual gobierno de 5.885 combatientes a 6.245 en 2025, lo que significa un crecimiento de más del 6 % en el gobierno de Gustavo Petro, sin contar los efectivos que se encuentran en territorio venezolano, que pueden ser aproximadamente 1.000 más.

En cuanto a las disidencias de las Farc, en sus diferentes estructuras —Estado Mayor Central, bajo el mando de Iván Mordisco, Segunda Marquetalia y otras— llegan a 5.200 hombres. A estos deben sumarse los miembros del Clan del Golfo y otras organizaciones urbanas. Podríamos estar hablando de unos 25.278 hombres en armas que hacen parte de organizaciones amparadas en la política de paz total, aunque temporalmente algunas salgan del proceso por causas de la negociación, manteniendo siempre la puerta abierta por parte del gobierno.

Pero lo más grave, señalan sus críticos, es el aumento de la presencia territorial, según datos oficiales de la Defensoría del Pueblo. Estos datos evidencian —afirman— la entrega total del gobierno a estas organizaciones delincuenciales. El Clan del Golfo tiene presencia en 392 municipios de Colombia, principalmente en Antioquia, Chocó y Bolívar.

El ELN tiene presencia en 231 municipios en los departamentos de Chocó, Antioquia, Cauca, Norte de Santander y Arauca. El Estado Mayor Central tiene presencia en 234 municipios en los departamentos de Cauca, Nariño y Valle del Cauca. La Segunda Marquetalia está en 65 municipios en Cauca, Nariño, Valle del Cauca y Putumayo. Y otros grupos criminales están en 184 municipios del país.

Todo lo anterior —afirman quienes sostienen esta tesis— ratifica el título de esta columna: no es una política de paz total, sino de entrega total. Y esa entrega se debe, fundamentalmente, a que la política careció de planificación y estrategia, lo que permitió a estas organizaciones fortalecerse, posicionarse y, lo más grave, expandirse en el territorio nacional. A esto se suma, y es importante reconocerlo, las debilidades en la implementación de los Acuerdos de Paz de 2016.

Adicionalmente, critican que en este gobierno no ha habido liderazgo del presidente para coordinar la política de paz total con una política de seguridad. Esa desconexión ha sido total, y ha permitido que los grupos narcotraficantes aprovechen la situación para dominar gran parte del territorio colombiano. Esto ha generado el crecimiento y aumento de la violencia e inseguridad, especialmente en los índices de homicidio, secuestro y extorsión.

Esta combinación de factores, incluyendo la falta de planificación y la debilidad de las Fuerzas Militares, es, sin duda, lo que tiene hoy al país —afirman— entregado en manos de organizaciones delincuenciales, todas ellas directa o indirectamente relacionadas con el narcotráfico.

A todo esto, se suma el gasto exagerado del presupuesto de la nación para sostener esta política de paz total, que —según sus críticos— ha fracasado y se ha convertido en una entrega total del país. Y a ello hay que agregar algunos datos económicos importantes, como una inversión de más de 64.000 millones de pesos.

Quizá la situación más grave, y la principal consecuencia de esta política de “paz total” o, como algunos la describen, de “entrega total”, es el impacto que tendrá en las elecciones de 2026. El apoyo que el actual presidente, Gustavo Petro, ha dado a los territorios donde operan grupos al margen de la ley —todos ellos vinculados al narcotráfico— ha terminado otorgándoles una legitimidad que, en la práctica, se ha convertido en una estrategia de respaldo para la estructura del Pacto Histórico. En estas zonas se ha consolidado un bloque político capaz de movilizar votantes a favor del proyecto del gobierno.

Por esta razón, la oposición no puede convertirse en un “tonto útil”. Solo la unidad permitirá revertir lo ocurrido en la consulta interna del Pacto Histórico en octubre de 2025, donde el candidato Iván Cepeda resultó ampliamente beneficiado por la votación registrada en las áreas de influencia de los grupos ilegales aliados del gobierno. Ese respaldo territorial le permitió consolidarse como el candidato único del oficialismo.

Frente a este panorama, la oposición está obligada a unirse alrededor de una plataforma común, especialmente en materia de seguridad, que permita presentar una propuesta clara, sólida y efectiva. A esto debe sumarse la necesidad de denunciar internacionalmente las relaciones entre el gobierno y los grupos ilegales, respaldando estas denuncias con pruebas, como los resultados de la consulta del pasado octubre, donde es evidente la participación e incidencia de estas estructuras en beneficio del candidato oficial.

Por ello, la consulta de marzo debe arrojar un candidato único de la oposición, capaz de contrarrestar la influencia de las organizaciones narcotraficantes que ya tienen definido su apoyo político y que harán todo lo posible por garantizar la continuidad del actual gobierno y de su política de paz total.

Si esto no se logra, los responsables no serán únicamente los precandidatos presidenciales de la oposición, quienes por sus egos no han entendido la responsabilidad histórica que tienen con el país, sino también todos aquellos que, desde la ciudadanía, continúan apoyando pasivamente esa división.