Para algunos, el traqueteo cotidiano del tren era un recurso que zarandeaba la memoria y recorbada hasta las malas decisiones de la vida. | Foto: Santiago Calle

CRÓNICA

Así rugió en el Caribe el ferrocarril que viajaba de Cartagena a Calamar

De 1894 a 1951, en el departamento de Bolívar, un gigante de metal marcó los días calurosos del Caribe colombiano. El tren pasó. Se fue, pero dejó muchas historias, como lo cuenta el autor de estas líneas.

Javier Ortiz Cassiani*
1 de octubre de 2018

Con su paso de bestia chirriante y rezongona, la tibia mañana del 20 de julio de 1894, la primera locomotora partió de Cartagena de Indias para trepar jadeante la pendiente de Turbaco y atravesar festiva los pueblos, el llano y los humedales de la zona del Canal del Dique. En Calamar, punto final del recorrido, frente al río Magdalena, su sonora exhalación de vapor se confundió con las cornetas y los efusivos discursos inaugurales que pregonaban el progreso.

El Ferrocarril Cartagena-Calamar había llegado para fundar un nuevo tiempo. Pero en la región, hacía rato, la educación sentimental había instalado una cursilería popular e ingeniosa que ahora viajaba en tren: “Una mujer, en cuyas entrañas florece el rosal de una nueva vida, previendo la fatal catástrofe, se desmayó…”. Con este resultado dramático, el redactor de un diario local creyó encontrar la mejor manera de ilustrar la zozobra de los pasajeros del tren que estuvo a poco de descarrilarse a la altura del pueblo de Arroyo Hondo, cuando hacía el tránsito de regreso de Calamar a Cartagena, la tarde del 21 de septiembre de 1927.

Algunos artefactos, con su monumentalidad, parecen trazar los límites de la confianza que las personas pueden tomarse con ellos. Pero en los pueblos de la línea, la gente encontró siempre la manera de intimar con esta “cocina arrastrando un pueblo”, con ese gigante reptil de hierro forjado en los confines del infierno. Mientras la gerencia de la compañía ensayaba fórmulas para reducir los costos de funcionamiento, transportar la máxima carga posible y mover el mayor número de pasajeros, en Soplaviento, el niño Eduardo Artauz, apuraba los días en que al señor Ballestas le correspondía oficiar de tiquetero para calcular la dimensión del bocachico con el que lo sobornaría y así embarcarse complacido en el lomo del desarrollo.

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El ferrocarril marcaba los trabajos y los días y la diversión. Los domingos, una banda de música animaba con valses, danzas, contradanzas y porros a los viajeros que tomaban en Cartagena el tren de excursión por los pueblos de la línea. A veces, unos linieros alegres y pendencieros, aprovechaban los días de descanso para armar parrandas rodantes entre Turbaco y Arjona, subidos en los pequeños vehículos de manigueta que usaban para supervisar la vía en las ordinarias jornadas laborales.

Al calor de los rones en las fiestas del pueblo de Hatoviejo, cuando del ferrocarril solo quedaba una pequeña estación y el vapor de la nostalgia, muchos escucharon al viejo Bruno Cassiani gritar orgulloso que él había reparado el tren. Alguna vez, en sus años de juventud, una máquina con una biela reventada recaló en el pueblo, y él, ebanista consagrado, talló con infinita precisión en madera sacada de un árbol de guayacán, la pieza original de hierro. Varias toneladas de acero reanudaron la marcha apoyadas en un pequeño trozo de madera que resistió el recorrido desde Hatoviejo hasta Cartagena. Los cronistas de la épica popular cuentan que después de aquello, la empresa le ofreció trabajo a Bruno en Cartagena, pero este no quiso cambiar su mundo de tierra tapizado con virutas de madera por aquel universo de fierros y piso aceitoso de los talleres del ferrocarril.

Entre 1894 y 1951 (año en que fue desmontado), la gente de Calamar, Hatoviejo, Soplaviento, Arenal (San Estanislao de Kostka), Arjona, Turbaco y Cartagena –los lugares en los que el ferrocarril tenía estaciones– vivió en íntima relación con el tren. Para algunos, su traqueteo cotidiano era un recurso que zarandeaba la memoria y recordaba hasta las malas decisiones de la vida. Por eso, todas las tardes, cuando el tren se aproximaba a Cartagena, apenas escuchaba a lo lejos el sonido de la locomotora, una matrona ocurrente que vivía en el barrio El Espinal, frente al castillo de San Felipe, miraba a un punto indeterminado y decía siempre en voz alta la misma letanía: “Ahí viene el maldito tren, que me trajo al maldito negro del marido mío, para que me diera esta maldita vida”.

*Historiador y escritor.