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BRILLA EL DORADO

Los Tesoros de los Señores de Malagana son el descubrimiento del siglo, pero también el recuerdo de una gran barbarie.

12 de agosto de 1996

La leyenda del oro es un fantasma que recorre los territorios colombianos desde la época del descubrimiento y durante todos estos siglos nunca ha dejado de brillar. Con mucha frecuencia en las excavaciones para cons- truir una gran carretera, una represa o un oleoducto, o para preparar un terreno para la agricultura con maquinaria pesada, un pedazo de El Dorado muestra sus visos en la forma de fragmentos de vasijas que presagian la llegada al gran tesoro sobre el que fue construido el país. Aunque la mayoría de las veces las expectativas se ven defraudadas, en octubre de 1992, fecha en la que también se celebraba el Quinto Centenario del Descubrimiento de América, El Dorado emergió con todo su esplendor en un campo cercano a Palmira. Y las consecuencias de haber mostrado toda su exuberancia fueron las mismas de hace 500 años entre los españoles. El oro enloqueció a toda una comunidad y sus alrededores, que no dejaron piedra sobre piedra en el potrero de Malagana, a 10 minutos del aeropuerto de Cali, en lo que ha sido considerado el descubrimiento arqueológico del siglo en Colombia. Tal vez sólo desde la aparición del tesoro quimbaya, hace más o menos 100 años, no se había detectado una riqueza de tal magnitud en tan pocos kilómetros. Era un cementerio indígena en el que por cientos de años las grandes autoridades de un señorial cacicazgo, habían sido enterradas con todas las pompas y honores al lado de las tumbas más modestas de sus súbditos. Los hombres más relevantes tenían hasta tres máscaras de oro superpuestas, lo mismo que narigueras imponentes, collares con cuentas en forma de pájaros, colgantes en forma de flor, pectorales en forma de corazón. Sin hablar de una exquista serie de cerámicas con el más inusitado retrato de su vida cotidiana. Estas sutilezas apenas si fueron reparadas por las hordas de guaqueros armadas con picos, palas, piedras y pistolas, dispuestas a no dejarse arrebatar su parte en el jugoso banquete. Sólo en febrero de 1993 pudieron llegar al campo los primeros arqueólogos del Instituto Colombiano de Antropología _Ican_ y del Instituto Vallecaucano de Investigaciones _Inciva_ que custodiados por el Ejército empezaron sus trabajos arqueológicos en un tenso ambiente. Después de unos pocos días tuvieron que salir corriendo por problemas de seguridad, pero el esfuerzo había valido la pena. Mientras el bazar de la guaquería transcurría como trasfondo, ellos pudieron corroborar datos que valían tanto para la historia como esos objetos de oro de 22 quilates que irrecuperablemente estaba perdiendo el país por las rutas internacionales. Aunque el saqueo impidió conocer las formas de enterramiento, la constitución de los ricos ajuares funerarios, la ocupación del espacio y malogró gran parte del material orgánico, los investigadores adelantaron una excavación técnica que determinó varios pisos culturales. Así rastrearon la presencia en el mismo territorio de varias ocupaciones de la cultura calima sucedida en diversos períodos como el Ilama, el Yotoco y el que se empezó a conocerse desde entonces como el Malagana. Aunque en un principio los expertos pensaron que esta cultura que habitó en las orillas del río Bolo hasta el año 500 D. d C. aproximadamente era una variación regional de los calima, arqueólogos como Clemencia Plazas, directora del Museo del Oro, ahora están convencidos de que se trata de una nueva cultura precolombina de la que no había ninguna referencia. Muchos comparan este descubrimiento con el de un nuevo planeta. Claro que lo extraño no es que esta cultura aparezca ahora sino que anteriormente no se tuviera rastro de ella. Alrededor del asentamiento de los señores de Malagana habían florecido en el primer milenio D. de C. algunas de las más importantes culturas precolombinas del país. A pocos kilómetros están los vestigios de Tierradentro y San Agustín, e incluso desde las montañas de este lugar se divisa todo el valle de Malagana, una de las zonas más ricas y fértiles de la región. Como dice Plazas, lo raro no es que allí se hubiera desarrollado un asentamiento sino que nunca hubiera existido. Sin embargo, este lugar jamás se había considerado con potencialidades arqueológicas. Después del boom del saqueo, apenas empiezan los trabajos arqueológicos y los descubrimientos teóricos sobre el tipo de cultura que allí se desarrolló. Por el momento los arqueólogos han determinado que se trataba de una sociedad altamente jerarquizada que diferenciaba los rangos por medio de los diferentes objetos. Estaba dirigida por un señor principal y se dedicaba a la agricultura, la recolección de frutos, la caza y la pesca. Aunque la cercanía con la red de caminos entre Calima, Tierradentro y San Agustín permitió que el señorío compartiera símbolos, creencias y una misma cosmovisión, los investigadores están seguros de la diferenciación de este cacicazgo como otra cultura. Su orfebrería, por ejemplo, también comparte técnicas y elementos estilísticos con otros asentamientos del suroccidente, pero tiene características peculiares como la movilidad de las órbitas de los ojos de las máscaras y la representación de los rostros que exhiben gestos determinados. Pero lo que realmente ha confirmado su diferencia, según Plazas, es la cerámica. Esta, al contrario de la mayoría de las otras creaciones precolombinas caracterizadas por actitudes hieráticas, está llena de detalles ingeniosos sobre la vida cotidiana y trabaja espléndidamente el movimiento de la figura humana con una expresividad y teatralidad nunca vistas. Además utiliza un gris completamente novedoso y usa de una manera muy particular los contrastes entre el rojo y el negro. Las investigaciones que Marianne Cardale, Carlos Armando Rodríguez y Leonor Herrera realizan desde 1994 en la zona serán las que verdaderamente den una luz a este período desconocido. Por lo pronto los colombianos podrán apreciar una parte de este esplendor en la magnífica exposición que el Museo del Oro abre esta semana con una colección de 115 piezas de orfebrería y 25 cerámicas. Estas son una mínima parte que pudo recuperar penosamente el museo durante varios años de pacientes pesquisas, pues el grueso del tesoro seguramente está a millas de Colombia en manos de coleccionistas extranjeros. Pero en todo caso es una muestra representativa de este Señorío que poco a poco empieza a develar sus secretos.
La fiebre del oro
El primer acto de este episodio surrealista de barbarie y destrucción sucedió un día de octubre de 1992. Un trabajador del Ingenio Providencia realizaba con un tractor su trabajo rutinario para la resiembra de caña de azúcar en la hacienda Malagana de San Isidro, al oriente de Cali. De pronto su tractor se hundió y fue como el 'Abrete Sésamo'. El oro empezó a brotar a borbotones. El descubridor se esfumó con su botín pero al otro día centenares de personas buscaron probar suerte. Ya no se trataba sólo de los guaqueros por tradición sino de una multitud de 4.000 personas buscando de día y de noche cambiar su fortuna. Monjas, universitarias, oficinistas, todos se confundieron en una masa enardecida que armada hasta los dientes se peleaba entre sí las piezas y cuando no podían llegar a un acuerdo las partían en pedacitos para que todos quedaran contentos. Como las ofrendas de oro estaban debajo de las cerámicas, éstas por lo general fueron vueltas añicos. La cerámica también fue víctima del paso de la retroexcavadora que algún ingenioso alquilaba por horas para facilitar el saqueo. Afuera, en confortables hoteles, turistas europeos, japoneses, venezolanos y norteamericanos compraban al por mayor y al detal los retazos del tesoro. Esta actividad febril duró más de cuatro meses, aunque según la investigadora Lucía de Perdomo, quien cuenta el episodio en su libro Arqueología Colombiana, las autoridades locales habían sido alertadas. Tardíamente la zona fue acordonada por la fuerza pública, pero lo que cuidaban de día era saqueado de noche. La función no terminó hasta que no quedó piedra sobre piedra y el último objeto había sido rapado. Esta historia posiblemente volverá a repetirse. La legislación colombiana respecto a la protección del patrimonio arqueológico sigue regida por leyes de los 50 que poco tienen que ver con el país de hoy en el que diariamente se empieza una gran obra de ingeniería que pone en peligro su riqueza arqueológica. Lo único penalizable hasta el momento es sacar del país los objetos precolombinos pero esto sigue sucediendo en las narices de todos. Y además existe el mayor problema que, según la directora del Patrimonio Arqueológico, Monica Therrien, es "la falta de cultura del colombiano frente a su pasado". Ojalá este hecho sirva mínimamente de lección porque sería imperdonable que se volviera a repetir.