DON GONZALO MEJIA 50 AÑOS DE ANTIOQUIA
La edad de oro de Antioquia se evoca con motivo del centenario del nacimiento del patriarca antioqueño
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En un prólogo de Gonzalo Canal Ramírez al opúsculo del General en retiro José Joaquín Matallana "Alternativa del 84", que tiene apenas un par de meses desde su publicación, se dice: "Salvo algunos puentes, carreteras y edificios y automóviles, el país es el mismo que describía Lleras Camargo hace más de un cuarto de siglo. Un país violento cuya riqueza se sacrifica a la pasión, tan convaleciente como entonces, a quien hay que tratar en punta de pies, con el dedo índice sobre los labios, no sea que la fiebre lo remate". ¡Difícil de aceptar semejante diagnóstico! Raras veces un país ha sufrido una transformación tan extraordinaria como la de Colombia en sus últimos treinta o cuarenta años. Alguna vez con estadísticas, lo demostró el economista Miguel Urrutia. Los primeros cincuenta años del siglo XIX en Europa señalaron un progreso menos rápido que los primeros cincuenta años de nuestro siglo XX, medidos con los indicadores tradicionales del desenvolvimiento. A esta tarea no fueron ajenos ciertos hombres que sin pertenecer a la vida pública, sin haber participado jamás en la conducción del Estado, influyeron decisivamente en el destino de su comarca o en el de la de Medellín, actuando en función estrictamente privada, pero con un carácter inequívocamente cívico. Tal fue el caso de Don Gonzalo Mejía, cuya biografía acaba de aparecer en Medellín en la pluma de Héctor Mejía Restrepo.
En sus últimos años, Gonzalo Mejía, en la puerta del Club Unión de Medellín, viendo el desfile de muchachas en flor, colmaba la calle entera. Físicamente era un gigante con los rasgos del vascuence, tan frecuentes en Antioquia, que hacían imposible que pasara inadvertido lo mismo en Medellín que en Nueva York o en París. Era un hermoso ejemplar humano, un hombrón, que llenaba con su presencia cualquier ambiente. Todo era grande en su exterior. Su sonrisa, sus brazos, su estatura corpulenta, y así como materializaba su estampa de gigantón en la ciudad que dominaba con su físico, de igual manera le quedaba grande en muchos casos a Medellín, a Antioquia y a la propia Colombia, por su capacidad de visualizar el futuro a años luz de sus contemporáneos. Sólo dos colombianos tuvieron una trayectoria semejante pero con menos fortuna, entre quienes nos vienen a la mente Eduardo López Pumarejo y Arturo Márquez, tuvieron el uno por escenario a Bogotá y el otro a Tumaco.
Para entender a cabalidad estos arquetipos es necesario situarlo dentro de un contexto hoy desaparecido y tal vez difícil de aprehender por la gente de las nuevas generaciones. Cuando, gracias al desarrollo de las comunicaciones y a las facilidades para estudios en el extranjero, que suministran instituciones como el ICETEX, un gran número de colombianos de todas las condiciones económicas y sociales pueden prepararse en las distintas disciplinas culturales, económicas, cientificas, sociales, difícil es entender aquellas edades, a comienzos del siglo, cuando una educación superior y diferente era el privilegio de unos pocos. El ejemplo de Gonzalo Mejía es muy diciente para ilustrar el caso. Heredero de una hermosa fortuna, comienza a recorrer el mundo desde la adolescencia dentro de su situación privilegiada. Asiste -quien lo creyera- a los pinitos iniciales de la aviación en Francia. Celebra con Santos Dumont o con los hermanos Blériot los primeros cien metros de vuelo de una máquina más pesada que el aire, y se vincula de este modo a la que debía constituir preocupación y norte de su vida de empresario: el transporte aéreo. Un paisa, vecino de una aldea de cien mil habitantes, como era Medellín entonces, anda hombro a hombro con figuras estelares de la historia de la aviación que hoy hacen parte de la leyenda. Nada lo detiene. Nada lo intimida, nada lo apoca. Lo mismo galantea a las mujeres más hermosas de la sociedad cosmopolita francesa en el campo de Polo de Bagatele, en el corazón del bosque de Bolonia, que le propone negocios a Henry Ford o aspira, lustros más tarde, a ponerle la competencia a la Pan American Airways, acortando el camino entre Nueva York y Buenos Aires, volando por sobre las selvas de Colombia, el Brasil y Bolivia. En nuestros días proyectos tan ambiciosos son el fruto de estudios de factibilidad elaborados con equipos humanos, a la sombra de los computadores, sin mayor campo de maniobra para la intuición genial, para pensar en grande, como solían decir de estos adalides los escritores de su tiempo. Realizaciones de las cuales nos ufanamos tanto como las centrales eléctricas interconectadas del Occidente colombiano, elevadas algunas a altitudes inconmensurablemente mayores que las de otros continentes, como el caso de Chivor, corresponden a este nuevo jalón de nuestro desarrollo que corresponde a la integración cultural y tecnológica. En los años 30, 40 o 50 de este siglo, el lugar para el aeropuerto de Medellín lo escogía Gonzalo Mejia con un ingeniero amigo recorriendo a caballo las vecindades de la Villa de la Candelaria, por el Pan de Azúcar, el Volador o el Nutibara, inventaba o diseñaba con algunos de los amigos de juventud, que había conocido en Europa, los deslizadores para recorrer el Rio Magdalena a grandes velocidades, como se hace hoy, cincuenta años después, en Hong Kong, o en el Canal de la Mancha, o inventaba, impulsaba y acometía la carretera de Medellín al mar que acabará conociéndose como la Carrera Panamericana. Semejante empuje, semejante aliento bien puede calificarse de descomunal, en el sentido más literal de la palabra, por el colosal contraste entre la actividad normal de sus coterráneos, sacando oro, sembrando café, vendiendo telas o iniciando fábricas, y el pionero concibiendo a Medellin como el nudo de las comunicaciones aéreas del Norte de América, construyendo salas de cine u hoteles en Medellin, como no los conocía el resto del país o proyectando, desde la época del cine mudo, la más ambiciosa versión del cine en castellano en el Valle del Aburrá. Mientras otros empresarios parsimoniosamente aumentaban sus telares de año en año, introducían reproductores Holstein para la producción de leche en Santa Helena y en Rionegro o adaptaban las últimas maquinarias alemanas para el beneficio del café, ya Gonzalo Mejia andaba tejiendo una red de televisión cinematográfica por todo el territorio nacional, que le permitiera fundar un mercado de sustentación de películas colombianas suficiente para cubrir los gastos locales y hacer de la exportación un negocio marginal "en veinte o treinta años se anticipó a películas mexicanas", la empresa que permitió el predominio del cine azteca sobre el resto del cinematógrafo en lengua castellana. Nunca hasta hace unos diez años, una película colombiana alcanzó los éxitos de taquilla de "Bajo el cielo antioqueño", un drama truculento en donde el propio Don Gonzalo Mejia hacía de actor, de director, y Dios sabe, si de guionista.
No sin razón la sociedad colombiana entera se conmovió hasta en sus más hondas fibras con la desaparición de este gigante de 72 años, que seguía siendo un niño. No sólo hizo cosas grandes y formidables algunas de ellas, sino que por la manera, la naturalidad, el desgaire con que las hacía, se hizo acreedor al afecto colectivo. Fue el lado humano, sobre el cual insiste una y otra vez su biógrafo, por el cual jamás será fácil borrarlo de la historia de los cincuenta años de Antioquia. Tanto como el busto que exorna la plaza de Turbo, recordándole a las generaciones presentes su titánica lucha por la carretera al mar, permanecerá en la memoria de quienes lo conocieron y trataron o de quienes leen las páginas de Mejia Restrepo, la estampa de este señor enmarcado en la "bella época", que lo mismo se hacía querer de sus caballos ingleses, de sus colaboradores de todas las condiciones sociales, que de un amor imposible, una María Waleska del siglo XX polonesa a quien no le permiten casarse con éste joven de un país semisalvaje, antes de la primera guerra mundial, y termina cincuenta años después, huyendo de las hordas de Stalin reafirmándole su amor y pidiéndole su ayuda para pasar sus últimos dias en un convento. No son sólo cincuenta años de Antioquia. Son cincuenta años de nuestro convulsionado siglo XX, vividos intensa, ardorosamente, apasionadamente por un antioqueño a carta cabal.