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El violín rojo

Un violín rodará por el mundo para recordarle al hombre su grandeza

6 de marzo de 2000

Resulta grato ver anunciada en cartelera una película que recupera el espacio que en tiempos no tan remotos promulgaran los circos como suyo al ofrecer espectáculos que igual le venían ‘a grandes y a chicos’, en otras palabras, una película no para niños sino para ‘todos los públicos’ a diferencia de lo que suele ocurrir, por ejemplo, con aquellos programas animados de androides malignos que ahuyentarían al más tierno de los tíos del lado del mejor de los sobrinos. De hacer una lista de películas emparentadas con El violín rojo , dirigida por F. Girard, habría que pensar en My Fair Lady y La novicia rebelde, cintas que cuentan historias, ficticias o no, pero ancladas en un contexto histórico y sobre todo humano.

El violín rojo da cuenta del llanto, la risa y la fascinación que durante más de tres siglos, a lo largo de tres continentes, provocará la música salida de un precioso instrumento construido con amor por un maestro artesano en un taller de la Cremona barroca. El azaroso destino del instrumento culmina en una lujosa casa de subastas en la Montreal de nuestros días después de pasar por un orfelinato, las cortes del imperio austrohúngaro, unas juergas gitanas en centroeuropa, las manos de un intérprete inglés tan díscolo como talentoso y hasta una casa de empeño en la roja Shangai de Mao Tse Tung… y ¡ojo!, en Montreal, tras ávida puja, el destino del violín da un nuevo giro inesperado.

La riqueza racial, lingüística y geográfica del reparto y de los lugares de filmación es tan respetuosa con los personajes y sus tierras como lo fuera Nicolo Bussoti (Carlo Cecchi), el ficticio constructor de violines, con su propio violín rojo que rodará por el mundo recordándole al hombre la belleza de su precaria grandeza.