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Gato negro, gato blanco

Emir Kusturica recrea el humor, la despreocupación y la locura de los gitanos.

15 de enero de 2001

Emir Kusturica es uno de los directores más respetados del mundo del cine. Nació en Sarajevo en 1954, estudió cine en Praga y suele filmar películas escalofriantes, poéticas y cargadas de símbolos sobre la situación política de su región. Ha ganado dos Palmas de Oro en el Festival de Cannes, un Oso de Plata en el de Berlín y un León de Plata y uno de Oro en el de Venecia. Es autor de cinco largometrajes —¿Recuerdas a Dolly Bell?, Cuando papá se fue de viaje de negocios, Tiempo de gitanos, Sueños de Arizona y Underground— que, aun cuando no han sido estrenados comercialmente en Colombia, con el tiempo se han convertido en objeto de culto entre los seguidores de los principales cine, clubes del país.

Con Gato negro, gato blanco, su relato más reciente, crea, con una vitalidad admirable y por medio de una anécdota en apariencia sencilla —podría decirse que es la historia de un criminal de segunda, Matko, que se ve forzado a casar a su hijo, Zare, con la hermana de un mafioso aficionado a la droga y a la música tecno, pero no, es mucho más que eso—, un divertido retrato del nomadismo y la despreocupación de los gitanos y, al tiempo, una sátira llena de símbolos sobre los valores perdidos y los conflictos raciales de la antigua Yugoslavia.

A veces, durante la proyección, se siente que, si en vez de ser la última obra de un autor europeo se tratara de una película gringa, cierto tipo de espectador se quejaría de la inutilidad de un par de escenas y condenaría, por tontos y ordinarios, algunos de los chistes. Casi todo el tiempo, sin embargo, se admira su energía, su cadena de absurdos y su inimitable galería de caricaturas.