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LOLITA

Irregular versión del clásico de Vladimir Nabokov que inmortalizó en el cine Stanley Kubrick.

30 de agosto de 1999

Indagar sobre los límites de la pasión ha sido para el director Adrian Lyne casi que un
propósito de vida. Sin contar la almibarada Flashdance, popular filme que rastreaba los nuevos caminos del
rock de los 80, sus demás películas han abordado el amor desde arriesgadas perspectivas que, aunque
tildadas de efectistas por buena parte de la crítica, han dado en el clavo en el propósito de despertar la
curiosidad del espectador. Así sucedió con Nueve semanas y media, la polémica y erótica cinta
protagonizada por Mickey Rourke y Kim Bassinger, que narraba las aventuras eróticas de dos amantes
compulsivos. Y también con otros dos supertaquillazos, Atracción fatal (con Michael Douglas y Glenn
Close) y Propuesta indecente (con Robert Redford y Demi Moore), todas ellas divergentes pero con un
común denominador: la exploración de la frontera entre el amor y el deseo. Razón de más para que Lyne se
hubiera interesado en llevar al cine su propia versión de Lolita, el clásico de la literatura de Vladimir Nabokov
que ya había sido trasladado al celuloide por Stanley Kubrick. Personaje íntegro y complejo, Lolita ha
obsesionado a millones de lectores alrededor del mundo, un gancho que, precisamente por su perfección
literaria, representaba una dificultad mayúscula a la hora de caracterizarlo en pantalla. Sin embargo Lyne
encontró en Dominique Swain, una debutante de 15 años que se ganó el papel entre más de 2.000
aspirantes, a la actriz ideal, una muchacha alegre y juguetona en quien se mezclaban los rasgos más
sobresalientes de Lolita: una inocencia rebelde que tambalea entre la ingenuidad y la perversión. La película
narra la historia de Humbert Humbert, un maduro profesor universitario que enloquece de deseo por una
hermosa preadolescente que, en el límite de su infancia, es capaz de despertar más de una mirada
pecaminosa. La interpretación de Humbert corre por cuenta de Jeremy Irons, un experimentado actor a
quien suelen caerle de maravilla los papeles de hombres pusilánimes a los que la vida atropella por su
debilidad. Sin embargo los aplausos se los lleva Swain. Por lo demás, la película transcurre de manera
irregular en medio de espléndidos decorados. Y a pesar de que en algunas escenas se vislumbran
pequeños reflejos de la pasión condensada en la novela, lo cierto es que la historia es más un cúmulo de
sucesos anecdóticos antes que el drama profundo propuesto por Nabokob. n Emboscada pesar de haber
dejado al personaje hace ya varios años el fantasma de James Bond sigue persiguiendo a Sean Connery. O
por lo menos eso es lo que deja entrever la más reciente película del director Jon Amiel, Emboscada, en la
que el maduro pero siempre bien puesto actor escocés hace las veces de un sofisticado ladrón que, como él
mismo dice, guarda escondida una agenda adicional. Lo único que le falta es el nombre, pero de resto su
personaje es idéntico al de la popular serie de Ian Fleming: los mismos gestos, la misma forma de trabajar y,
por supuesto, la misma manera de seducir a su acompañante de turno, la despampanante Catherine Zeta
Jones, una chica Bond en el pleno sentido de la palabra. La película narra las aventuras de Gin (Zeta Jones),
una astuta agente que trabaja para una compañía de seguros que está a punto de desembolsar 24 millones de
dólares por el robo de un Rembrandt genuino. Para evitarlo Gin ofrece sus servicios para atrapar al
sospechoso, un refinado delincuente (Connery) que comete insólitos golpes evadiendo los más adelantados
sistemas de seguridad. Sin embargo la cosa no será tan fácil, no sólo por las dificultades propias de la misión
sino porque ninguno de los dos es quien dice ser. En medio de una serie de maniobras que llevarán a la
pareja a intentar el mayor golpe de la historia en la lejana Kuala Lumpur surge inevitable el romance (también
a lo James Bond), pero para ese momento el público está lo suficientemente confundido como para dudar de
él. Amena pero algo tonta, la película posee todos los ingredientes de un enlatado. Y, por supuesto, se debe
digerir como tal a pesar de las incongruencias en el guión, casi siempre perdonadas por el espectador en
aras del entretenimiento.