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Mujeres infidentes

Algunas viudas de escritores que los sobrevivieron han publicado textos y confesiones que, de estar vivos sus consortes, habrían quedado en fuera del alcance del público.

8 de enero de 2001

Un día de 1971 la Universidad de Oxford le entregó a Jorge Luis Borges el título honoris causa. Esa tarde alguno de sus admiradores le mencionó el libro El tamaño de mi esperanza que él había escrito en 1926.

Borges aseguró que dicho texto no existía y le recomendó a su interlocutor que desistiera de su intención de buscarlo. Al otro día un estudiante le contó a Borges que él sabía dónde estaba el libro. Borges, alarmado, acudió a María Kodama, quien más tarde se convertiría en su esposa, y le dijo: “¡Qué vamos a hacer María, estoy perdido!”.

Nadie tuvo conocimiento real del libro a excepción de unas cuantas fotocopias, muchas veces piratas, que se rotaron entre personas que creían ser privilegiadas por tener acceso a ellas. Lo anterior lo cuenta la propia Kodama años después de la muerte de Borges, precisamente en el prólogo de El tamaño de mi esperanza, libro que Borges nunca quiso dar a conocer, aunque su viuda no vio inconveniente para hacerlo. “Creo que los lectores se alegrarán de que la obra exista”, dice Kodama. Y seguramente ha sido así pero muy a pesar de la voluntad de su autor, pues consideraba que la calidad literaria no ameritaba su divulgación.

Casos similares son numerosos en la historia de la literatura. Para no ir muy lejos la primera esposa de Julio Cortázar, Aurora Bernárdez, publicó hace algunos meses, cuando el escritor cumplió 15 años de muerto, las cartas que escribió autor de Rayuela entre 1937 y 1963. Según ella, una recopilación fundamental para comprender a Cortázar: “Imposible excluirlas del cuerpo de la ‘obra’; pese a su espontaneidad y, a veces, a su carácter circunstancial, forman el revés de la trama de la vida y la escritura del autor”.

Obviamente este tipo de publicaciones complace a los más fervientes seguidores del escritor, pues da la posibilidad de escudriñar en los más íntimos detalles de su vida. Pero ¿acaso él quiso que así fuera? Muchos críticos se han mostrado en desacuerdo con estas publicaciones, además, por la manipulación que cartas, cuentos o novelas puedan sufrir en el proceso de edición. También por el criterio de selección que los compiladores puedan tener de acuerdo con su interés.

Tal como sucedió con Clara Aparicio, la viuda de Juan Rulfo, quien publicó las cartas de amor que él le escribió cuando eran novios. Para cualquier lector ese testimonio mostrará un amor desmedido de Rulfo por ella. Pero allí no quedó registrada la aventura que el autor de Pedro Páramo sostuvo con su amante argentina ni la lamentación por no haber huido con ella en determinado momento de su vida. Seguramente Aparicio jamás querrá publicar algo que dé fe de ello.

“Un escritor exitoso no sólo debe buscar, como cualquier mortal, una compañera amorosa y compatible con su carácter sino, además, discreta y resignada luego en su papel de viuda”, asegura Jaime Alberto Vélez, profesor de la Universidad de Antioquia, en un artículo publicado recientemente en la revista elmalpensante.

Vélez destaca el caso de Sofía Andreevna, quien estuvo muy cerca de la redacción del diario de su esposo, León Tolstoi, para luego de su muerte tergiversarlo y añadirle datos “que el autor creía consignados para siempre”. También ocurren casos como el de Georgette Vallejo, viuda del poeta peruano César Vallejo, quien se convirtió en un dolor de cabeza para los editores. Luego de sobrevivirlo más de tres décadas fue dando a conocer paulatinamente textos y textos que cada vez sorprendían más a quienes se propusieron establecer de manera definitiva la obra completa del poeta.

El ejemplo contrario fue el de Martha Marcovaldi, esposa de Robert Musil, quien, una vez muerto su esposo, facilitó todo lo que de él tenía para que se publicara de manera póstuma lo que los editores creyeran pertinente. “La viuda es como una araña negra que no cesa de tejer mitos sobre la posteridad”, dice el escritor R H. Moreno-Durán.