Especiales Semana

El arte colonial: en mora de revaluarse

Eduardo Serrano*
10 de noviembre de 2003

Pocas épocas del arte colombiano han sido más incomprendidas y -con valiosas excepciones- más superficialmente analizadas que la transcurrida entre los siglos XVI y XVIII, es decir, el arte colonial. La peregrina idea de que se trató de una producción artística sin personalidad que repitió con sumisión los preceptos del imperio, ha logrado filtrarse sin que se hayan examinado desprejuiciadamente sus logros y contexto. En consecuencia, ningún período del arte colombiano ha sufrido como el colonial los embates críticos de ese eurocentrismo que de manera tan tajante ha marcado la historia oficial del arte internacionalmente, inclusive en estos tiempos cuando se ha entendido a cabalidad que un trabajo artístico no puede ser comprendido ni juzgado sino devolviéndolo a los elementos de los cuales resulta, puesto que lo contrario equivale a separarlo del complejo histórico al que pertenece y a despojarlo de su verdadero significado.



Lo cierto, sin embargo, es que los artistas del período colonial alcanzaron indiscutibles logros que ameritan figurar a la par de los de muchos de sus colegas del Viejo Mundo en la historia del arte universal. Este es el caso de pinturas de Antonio Acero de la Cruz, de los tres Figueroa, Baltasar, Gaspar y Baltasar de Vargas, de Joaquín Gutiérrez y sobre todo de Gregorio Vázquez de Arce y Ceballos cuya obra permite comprobar un gran talento a través de su admirable capacidad de síntesis lineal, la dulzura de sus rostros, la luminosidad de sus colores, los contornos suaves y elegantes, e inclusive, de su temperancia y sobriedad.



Las obras de todos estos artistas, sin embargo, han sido impugnadas con argumentos realmente extravagantes. Se les ha restado mérito, por ejemplo, por estar basadas en grabados flamencos sin tenerse en cuenta que este apoyo también fue común entre los pintores europeos, ni que dichos grabados eran en blanco y negro y de pequeñas dimensiones, primando en ellos los patrones del dibujo. Es decir, tanto en escala como en color y en los demás recursos pictóricos, todos los lienzos de los artistas coloniales inclusive aquellos que partieron de grabados, son totalmente originales, y lo que estos artistas se apropiaron -un verbo muy de moda en la creatividad contemporánea- supieron conjugarlo y unificarlo hasta hacerlo inconfundiblemente suyo, como lo pone de relieve el hecho de que sus obras hagan gala de indiscutible cohesión y de estilos identificables.



También en escultura se produjeron en el Nuevo Reino de Granada trabajos de gran mérito por artistas como Juan de Cabrera, Antonio Pimentel y sobre todo como Pedro Laboria, quien realizó piezas de armónico movimiento que pueden competir en gracia y hermosura con las más exquisitas tallas españolas o quiteñas. Se ha afirmado, sin embargo, con el fin de desestimar sus producciones, que estas obras al igual que las de los pintores antes mencionados no se ajustan a los requerimientos del barroco, como si hubiera habido un solo y universal barroco, o como si su religiosidad contrarreformista, su aire teatral y su intención de actuar sobre las emociones del espectador, no fueran peculiaridades de dicho movimiento. El barroco neogranadino combina rasgos renacentistas y manieristas, es esencial, sucinto y más de carácter que de forma, pero precisamente en todo ello radica su originalidad.



Sería interminable mencionar todos los trabajos artísticos de excepcional valor del período colonial, y no sólo de la capital sino de Popayán Cali, Santafé de Antioquia, Pamplona, Pasto y Cartagena, así como de muchas pequeñas poblaciones de Santander y del altiplano cundiboyacense. Basta, sin embargo, recordar los murales de las casas tunjanas de Juan de Vargas, Gonzalo Suárez Rendón y Juan de Castellanos, obras de indiscutible singularidad tanto en su mensaje alegórico como en su disposición decorativa, o la exquisitez de los plateros que realizaron la Corona de los Andes y las custodias conocidas como la Lechuga, la Preciosa y la Bicéfala, para comprender la sobresaliente calidad y la recia personalidad del arte colonial neogranadino, aunque su propósito no hubiera sido contrarrestar la Reforma protestante, como esperarían los historiadores europeos, sino convertir a los indígenas y reasegurar en su fe a los inmigrantes. Si alguien tiene alguna duda, que se acerque a la iglesia de San Francisco en Bogotá a contemplar su presbiterio, sin duda la obra de mayor envergadura del período colonial en el país, y una reconocida maravilla del barroco latinoamericano.

*Crítico de arte. Director de Artes Plásticas del Ministerio de Cultura