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Del infierno al cielo

El rapero Eminem dejó de ser el enemigo público número uno para convertirse en un ídolo del mercado norteamericano.

7 de diciembre de 2002

Que pensaría el tío Sam si uno de sus valiosos jóvenes norteamericanos hiciera público su deseo de orinarse en el césped de la Casa Blanca? Seguramente se jalaría los pelos, enviaría al joven al ejército y acusaría a algún movimiento extranjero de estar intoxicando la mente del pobre incauto. ¿Y qué pasaría si el joven grita: "White America! I could be one of your kids" (América blanca yo podría ser uno de tus hijos)? Hace dos años un rapero de Detroit dijo esa frase y fue Troya. Su nombre: Marshall Mathers III, mejor conocido como Eminem.

Un hombre blanco que se arriesgó a cantar música de negros, una desafiante actitud que todavía irrita a varios sectores de la multiétnica y pluricultural sociedad gringa. Aunque Elvis Presley hizo algo similar en los años 50 con el gospel, la más leve comparación con el rey del rock es capaz de sacar de casillas a Eminem cuyo nombre artístico proviene de la mofa que le hacían sus compañeros de colegio a raíz de sus iniciales M y M, que coincidían con el nombre de unos populares chocolates.

A diferencia de Elvis, el rapero sí interpreta sus propias composiciones y en una de sus satíricas letras canta: "Soy la peor cosa desde Elvis Presley, hago música negra de manera egoísta y la utilizó para enriquecerme". Semejantes improperios habrían sido suficientes para hacerlo merecedor del odio del pueblo afroamericano pero no fue así. Marshall Mathers III encontró el mejor padrino que cualquiera podría soñar: Dr. Dre, el gurú del rap.

Eminem no tardó en convertirse en el enemigo público número uno de padres de familia, políticos, medios de comunicación y de la propia industria del entretenimiento por sus continuos escándalos. En el reino de Britney Spears no había cabida para un artista que vociferaba insultos y groserías a diestra y siniestra, cuya propia madre alcohólica lo había demandado en dos ocasiones por difamación, que consumía drogas y alcohol y que para completar había estado a punto de ir a la cárcel por golpear a un hombre con un arma.

Pero el Eminem versión 2002 es otra cosa. Ahora es el nuevo dios del mundo del espectáculo. El público lo adora, los medios le ruegan por entrevistas y hasta la revista People lo destacó como padre modelo por la dulce forma en la que cuida y educa a Hailie, su hijita de 6 años.

La respuesta a esta repentina aceptación es bastante sencilla. Los gringos, por más moralistas que sean, no se resisten a los encantos del mercado y Eminem es una mina de oro. A los 30 años es capaz de vender 280.000 copias en 36 horas, en el mundo la cifra total de ventas llega a los 30 millones de discos, su audiencia reúne desde niños de 5 años hasta adultos de 50, se ha ganado cinco premios Grammy e incluso sus antiguas casas son apetecidas en el mercado inmobiliario. La semana pasada en una subasta por Internet las ofertas subieron por encima de los 600.000 dólares por cada propiedad.

Su primera película, de tinte autobiográfico y titulada 8 millas, recaudó 80 millones de dólares en el primer fin de semana y no se trata de una producción del montón. El director es Curtis Hanson, el mismo de L.A. Confidential, y el productor es nada menos que Brian Grazer, quien el año pasado produjo Una mente brillante, ganadora del Oscar a mejor película. La cinta narra la historia de Jimmy (interpretado por Eminem), un joven blanco de Detroit que es abandonado por su padre al nacer y debe vivir con su madre alcohólica (Kim Basinger) en un barrio multirracial. El protagonista sufre los dramas propios de la clase media trabajadora y sueña con ser un cantante de rap. Cualquier parecido con la realidad es pura coincidencia.

Esta faceta no significa que Eminem se haya vuelto un angelito. Todavía le gusta casar peleas pero ya no se va a las manos sino que deja las arremetidas en palabras, como ocurrió en la pasada entrega de los premios MTV cuando atacó a Moby, otro músico consentido del momento.

Las letras de sus canciones todavía horrorizan por su lenguaje violento y la crudeza de sus relatos pero ya no son vistas como los diálogos de un desadaptado sino como la voz de una generación desencantada.