Home

Mundo

Artículo

UN LIBRO Y UNA CONSPIRACION

El ex tupamaro secuestrado habla con Fasano. El plan de los golpistas

8 de octubre de 1984

(Segunda de tres partes)
Montevideo, mediados de 1972. Arrecia la ofensiva militar contra el MLN Tupamaros, hasta ese momento la guerrilla urbana más exitosa de América Latina.
Comienzan a caer cuadros importantes, entre ellos, el legendario Héctor Amodio Perez. Poco después se fuga; es especialista en fugas y cuando organiza el genial escape de las presas tupamaras no falta un toque romántico: sus compañeras, agradecidas, dejan su retrato clavado en la pared adornado por un corazón.
¿Abrirá la jaula pronto? ¿Volará? (Esta vez no). Aún no se sabe, pero esta vez no logrará abrir la jaula.
Cuando se la abran--que no es lo mismo--será para que, convertido en un halcón, despedace a sus antiguos compañeros.
Federico Fasano lo ha conocido mucho antes. Es amigo del padre, un viejo gráfico que conoce su oficio. En cuatro diarios que dirigirá Fasano (Extra, De Frente, Democracia y Ya), el padre de Amodio trabajará en el taller. También el hijo labora como gráfico en ese recodo del tiempo que es la mitad de los sesenta. Coincide con Fasano en BP-Color, un periódico exitoso que dirige un hombre muy especial, Edgardo Sajón. Con el tiempo ese gigante de dos metros será secretario de prensa del dictador argentino Alejandro Lanusse; con más tiempo y sangre de por medio caerá, a su vez, secuestrado por los paramilitares de otro dictador peor, Jorge Rafael Videla.
Sajón es prepotente, dirige a los gritos. Hasta esa tarde en que lo paran, en que un tipo delgado, mucho más bajo que él, lo agarra de las solapas, le mienta la madre y lo obliga a ser más amable con sus empleados.
Ese tipo es el linotipista Amodio Pérez. Varias veces se cruzan Fasano y Amodio en esos años de declive institucional de Uruguay. Años de presidentes civiles--como Pacheco y Bordaberry--que se van subordinando cada vez más a ese poder militar que un buen día proclamará abiertamente "la república de los sables". A Fasano le van clausurando todos los diarios que dirige y conoce cortas pero reiteradas detenciones. Hasta quieren deportarlo como extranjero, aplicándole una vieja ley destinada a los nazis, que constituye una burla tratándose de un conocido antifascista "¡Fasano es argentino, no marciano!", proclama elocuente el presidente de la Cámara de Diputados, Gutiérrez Ruiz,y el Ejecutivo muerde el polvo. Durante esos años de ajetreos y persecuciones, Amodio siempre le enviaba algún mensaje.
El mensaje decisivo le llegará, desde las tinieblas de una prisión clandestina, en octubre de 1972. En forma novelesca, al estilo Amodio. Aún el ex tupamaro no ha traicionado, no ha contribuído como nadie a destruir la organización que el también creó.
Es una incógnita en manos del ejército. Una tarde, el padre de Amodio le dice a Fasano que un "militar amigo" quiere conocerlo. Fasano acepta el encuentro con todas las reservas del caso. Luego escucha, con asombro y recelo, estas palabras increíbles: "Amodio quiere hablar con usted". "¿Conmigo? ¿Para qué? ¿Dónde? ¿Cómo?" Y el militar se descuelga con un impresionante discurso contra "la rosca" (la oligarquía, según la semántica política del Uruguay) y a favor de los sectores populares. Luego "larga" el dato: "Va a escribir un libro de memorias: Quiere que usted se las redacte y supervise".
Fasano reflexiona inquieto. Pide un plazo para contestar. No se lo puede decir al milico, pero tiene que consultar el asunto con su jefe político, con el general Líber Seregni. Está bien... concede el "militar progresista" pero no puede ser más de 48 horas. Seregni plantea, además, que hay que avisar a las autoridades. Elige hacerlo a través del senador "blanco" Wilson Ferreira Aldunate y éste--ni lerdo ni perezoso--pone el espinoso asunto en conocimiento del general César Martínez, comandante en jefe de las Fuerzas Armadas uruguayas y uno de los pocos legalistas que van quedando en el Ejército.
Además, el Frente Amplio sesiona y llega a una decisión: el periodista debe ir para conocer los hilos secretos de la conjura. Fasano acepta el cáliz, pero exige garantías. Se las dan en el único terreno posible: el apoyo político.
Acepta entonces la propuesta y se desatan los acontecimientos. Acontecimientos de hace doce años que se actualizan por el atentado a Pastora y por el uso avieso, que hoy o mañana, pueden hacer los militares para mantener preso a Wilson Ferreira Aldunate.
Le dijeron, en forma cortés que debía vendarse los ojos y lo metieron en el auto. Volvió a ver la luz en una habitación de inequívoco ambiente castrense. (Después se enteraría que era el Cuartel Florida, sede central de la contrainsurgencia). Había una mesa, algunas sillas, un hombre: Amodio Pérez.
El prisionero--que no evidenciaba signos de haber sido torturado--abrió el fuego con un discurso político: "Nos reventaron. Nos liquidaron. La culpa de todo la tiene Sendic (el fundador y jefe máximo del MLN Tupamaros) Por suerte hay militares que están contra la oligarquía. Ellos no tienen proyecto, nosotros se lo podemos dar" Fasano aventuró un gesto, una pregunta cargada de escepticismo ante el discurso "nasserista" de su interlocutor. "Está bien... ¿pero dónde están esos famosos militares progresistas?".
"Te los voy a presentar" Fue la insólita respuesta.
Entonces se produjo una especie de vaudevil del horror: tenientes, capitanes, mayores fueron ingresando al cuarto reafirmando uno tras otro, su credo revolucionario. "Salimos todas las noches con tupamaros detenidos por nosotros a operar juntos, como buenos camaradas. Solemos detener a oligarcas y alcahuetes del capital financiero internacional, para probar sus chanchullos contra la Nación y el Pueblo", fue la inesperada confesión de un capitán. Y, lo más curioso, es que era parcialmente cierto. Fue una jugada, claro. Un maquiavelismo que les sirvió para ganar prestigio, despistar a muchas organizaciones populares y preparar el golpe en serio que obviamente, no tenía nada de "anti-oligárquico". Pero, en ese momento, sonaba desconcertante.
Volvieron a quedar a solas. Amodio le explicó lo del libro de memorias que quería largar en diciembre, como antesala, como clarinada anunciadora del golpe "nacionalista". Fasano tembló, se indignó, pero supo contenerse. Sus correligionarios lo habían enviado a investigar la conjura. Había que hacerlo. Indagó con cautela: "¿ Quién está detrás?... Quiero decir si hay alguien con real poder de fuego... "
Amodio parpadeó. Habló de "peces gordos" pero no quiso identificarlos. Mientras lo escuchaba, Fasano iba concibiendo una terrible sospecha: un "pez" podía ser el general Esteban Christi, jefe de la principal guarnición militar del país. Y, además, por algo no le daba nombres. Para no espantarlo Christi era el más reaccionario de todos, el verdadero jefe de "los halcones". En su ansiedad por "ganarlo", el ex tupamaro cometería algunos errores: garabatear algunos apuntes con el plan (que Fasano engulló en sus bolsillos) y ofrecerle doscientos mil dólares por su trabajo de redacción. La limosna era tan grande que el santo desconfió y no cuidó de ocultar su desconfianza: "Mirá Amodio, dijo Fasano, acá hay algo raro. ¿No te estarán utilizando? Si es así, no me dejés salir de este cuartel, porque una vez afuera voy a ser el primero en hundirte, en cortarte la cabeza"... El guerrillero caído se puso pálido, pero hizo protestas de inocencia. La cosa era así, tal como se la estaba contando. "Está bien, exclamó Fasano recuperando la prudencia, en ese caso yo quiero hablar personalmente con los "peces gordos ". "Está bien ", concedió Amodio. Y quedaron de acuerdo en una fecha próxima, a un horario apto para brujas y funerarias: las dos de la madrugada. Se repetería el procedimiento adoptado para este primer encuentro.
Cuando Fasano volvió a ponerse la capucha, transpirando, hostigado por miles de fantasmas, maldijo el momento en que aceptó la misión . La charla había durado siete horas. Las próximas justificarían sus peores aprensiones.
Ocurrió unas veinte horas antes del segundo encuentro. El día "D" fijado para hablar con el misterioso General. La empleada doméstica de los Fasano entreabrió la puerta y le pasaron por encima. Iban de civil, con metralletas. Eran las seis de la mañana y el matrimonio dormía. Despertaron con el dormitorio "tomado" por un siniestro comando "¡Levántese!" ordenó el jefe, un tipo de aspecto patibulario. Por la mente brumosa del periodista pasó el recuerdo del "Escuadrón de la muerte", que venía operando a pleno. Para probar la índole y la magnitud del operativo solicitó afeitarse y vestirse. Afortunadamente, le concedieron el permiso.
"La mano no debe ser tan pesada...", se tranquilizó Fasana frente al espejo del baño. Pensó en Seregni, en Ferreira, a quienes ya había puesto al corriente de la propuesta de Amodio. "No se preocupe--había comentado Ferreira Aldunate--el general Martínez sabe todo y garantiza su seguridad". Fasano comenzó a temer que el general no pudiera garantizar nada. Tal vez el golpe ya estaba en marcha. Volvieron a encapucharlo y esta vez lo metieron en una "combi".
Llegaron a un lugar totalmente desconocido. Lo introdujeron en una habitación donde podía escucharse la respiración cercana de un hombre que le dijo: "Ahora vamos a conversar".
El periodista decidió jugarse el todo por el todo. Estaba encapuchado e indefenso, pero le recordó al desconocido que el ministro de Defensa, general Enrique Magnani, había jurado ante el parlamento que no se encapucharía a los detenidos. "No sé quien me va a interrogar", apuntó Fasano, pero si es un oficial de las Fuerzas Armadas es un perjuro, un hombre sin honor, porque no respeta el juramento de su ministro". La respuesta a "tamana insolencia" no se hizo esperar: una mano le arrebató violentamente la capucha. Estaba frente a un oficial de alta graduación que lo escrutaba severo. "Soy el coronel Ramón Trabal, jefe de la Inteligencia Militar", explotó el desconocido. "Soy un hombre de honor y usted está detenido por orden expresa del Presidente Bordaberry". -