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Las imágenes del velorio de los asesinados en Toribío recuerdan las épocas más duras de la violencia. Ahora se ensaña contra poblaciones indígenas de saberes milenarios. | Foto: Mauricio Paz

MASACRE

La barbarie se ensaña contra los nasas

SEMANA visitó Tacueyó, resguardo indígena de Toribío, donde asesinaron a tiros de fusil y granadas a una gobernadora y cuatro miembros de su guardia. Crónica de este desgarrador capítulo que muestra cómo los grupos armados atacan sin piedad a las comunidades étnicas.

2 de noviembre de 2019

Desde Toribío hasta Tacueyó hay cuatro retenes del pueblo nasa; y otro más entre Tacueyó y la vereda La Capilla, hacia donde se dirigía la gobernadora indígena Cristina Bautista Taquinás el miércoles en la tarde. Ella y cuatro de sus compañeros cayeron muertos en medio de una carretera polvorienta. Cinco más quedaron heridos. Los detuvieron, les impidieron el paso, los bajaron de los vehículos y les dispararon a sangre fría. Las imágenes de cómo quedó la camioneta, llena de tiros, revelan la crueldad de lo ocurrido. Al día siguiente, cientos de indígenas acompañaron su despedida, en medio de gritos y lamentos. Las fotografías de ese velorio recordaban las épocas más duras de la violencia, y quizás una de sus caras más atroces: la que impacta comunidades con saberes milenarios que no tendrían por qué ser víctimas de la guerra.

Con los retenes, identificables por una guadua pintada de rojo y verde que cruzan en la vía, los indígenas tienen una manera de controlar la zona: salen a la carretera con su bordón de mando –única arma, único símbolo de autoridad– y piden documentos. Cada tanto decomisan carros y motos robados, queman panelas de cocaína, pacas de marihuana, desmontan armas y las desechan. De esta forma se aseguran de mantener la paz.

El miércoles, poco antes de la masacre, la guardia indígena había notado que hombres extraños andaban por los caminos de Tacueyó. Tras detenerlos en un retén, los identificaron. Se trataba de alias Barbas; alias Javier, supuesto coordinador de la columna Jaime Martínez; y alias Chinga, miembro de la estructura 6. Minutos después, aparecieron las dos camionetas del grupo armado al que los ‘blancos’ llaman disidencias, aunque los indígenas no distinguen entre estas y los paramilitares u otras bandas. Habían llegado los asesinos.

La forma como quedó baleada la camioneta de la gobernadora indígena y su guardia demuestra la crueldad y la sangre fría de los asesinos.

En otras épocas, los grupos armados respetaban la sabiduría ancestral, la autoridad de los indígenas sobre el territorio. Entonces, intentaban cumplir las reglas o pasárselas por lo bajo; aunque había tensión, los indígenas encontraban con quien dialogar, con esos hombres que en medio de los grupos armados se identificaban como políticos. Pero todo cambió después de la firma de la paz. La época del proceso fue tranquila y feliz, no había compradores de coca en la zona, no tenían extorsiones y mucho menos amenazas, pero luego de la entrega de armas comenzaron a aparecer bandas pequeñas. Hombres que no respetan nada.

Las imágenes de cómo quedó la camioneta, llena de tiros, revelan la crueldad de lo ocurrido. Al día siguiente, cientos de indígenas acompañaron su despedida, en medio de gritos y lamentos.

“Nosotros estábamos aquí en la iglesia y escuchamos esa tronadera, pensamos que era un enfrentamiento entre el ejército y las disidencias”, dice el pastor Freddy Riquelme, de la Iglesia Pentecostal Unida de Colombia, cuyo templo, enchapado con baldosines blancos y azules, se ubica en una de las montañas de la vereda La Capilla. Desde allá se ve Tacueyó, además de minúsculas casas que parecen colgadas de la montaña, y los invernaderos que cubren los cultivos de marihuana. Al lado del cadáver de Cristina Bautista, pálida, en un féretro blanco, el pastor dice que en el momento de la balacera oró a Dios, le pidió protección, pero Cristina Bautista, que desde niña había servido en la iglesia, moría, y el conductor de una de las camionetas prefirió lanzarse pendiente abajo en lugar de perecer a manos de hombres armados.

La camioneta Toyota Prado con blindaje de nivel tres, en la que viajaba Bautista, sigue atravesada en la carretera. Esa misma mañana del jueves, antes del sermón de despedida a los difuntos, los campesinos trataban de mirar por los huecos del vidrio. Pero no veían nada, aunque se esforzaran; trataban de abrir las puertas, pero no cedían. “Los mataron a quemarropa”, dijo alguno y luego señaló el lugar donde el Ejército encontró granadas sin estallar, “porque también les tiraron granadas, y cuidado, que hay amenaza de que exploten un tatuco por estos días y a esa gente no les gustan los extraños”. Horas después, en Corinto y Caldono, hombres armados asesinaron a cinco personas más.

La iglesia está llena, unas 500 personas se turnan las sillas, hacen fila para ver los cadáveres de Bautista y de Asdrúbal Cayapú Campo, a quien todos llamaban el Culebrero por su extraña manera de domar serpientes. En el altar hay un sintetizador y una batería electrónica, suena una canción que dice “Dame tu vida, esa clase de vida, que sabes dar” mientras familiares y amigos, compungidos, se recuestan sobre los ataúdes. El pastor no sabe quiénes asesinan, afirma, y recalca que la casa de Dios está abierta para todos, que él puede orar por todos. Sin embargo, no lo puede hacer a cualquier hora. Desde hace más de dos años no realiza vigilias, y los cultos que empiezan a las cinco y media de la tarde no demoran más de una hora, todo un reto para un hombre que puede perder la noción del tiempo, arrebatado por el Espíritu Santo, hablando en lenguas e imponiendo manos sobre enfermos.

Acompañan el velorio altos consejeros y sabios de los pueblos indígenas del Cauca, reconocibles por sus sombreros tejidos en cabuya con una cinta de colores. Uno de los más importantes, Libardo Fernández, miembro de la Asociación de Cabildos Indígenas del Norte del Cauca, pronuncia suavemente las palabras, como diciendo un secreto. “Ahora, uno ya no sabe qué esperar, porque lo que hay son un montón de grupitos de 15 o 20 personas que se autodenominan disidencias, pero que buscan la coca y la marihuana, se enfrentan entre ellos y nos matan a nosotros. Aunque sí nos dan mucho miedo los panfletos que dicen que el cartel de Sinaloa está aquí, ¿cómo es posible que al Gobierno se le meta un cartel extranjero al país?”, dice Fernández.

La comunidad tiene miedo porque han aparecido panfletos que advierten sobre la llegada de miembros del cartel de Sinaloa a la región.

Los indígenas reconocen que las disidencias nada tienen que ver con las antiguas Farc, pues no hay un orden de mando y los hombres son muy distintos a los que acostumbraban ver. “Nosotros no queremos ningún tipo de violencia en el territorio y, por eso, hacemos retenes. A ellos les da rabia que les quitemos la coca y la quememos ahí mismito, o que les quitemos esos carros robados, y nuestra única arma es este bastón, mire, no tenemos nada más y luego vienen y nos asesinan”, dice uno de ellos.

Los indígenas tienen una manera de controlar la zona: salen a la carretera con su bordón de mando –única arma, único símbolo de autoridad– y piden documentos. Cada tanto decomisan carros y motos robados, queman panelas de cocaína, pacas de marihuana, desmontan armas y las desechan.

Cantaron, y el pastor recordó a Cristina Bautista como una fervorosa creyente que ‘discipulaba’ compañeros en la universidad y veía en su trabajo con las comunidades indígenas una extensión del reino de Dios que busca justicia y paz. Después, el senador Feliciano Valencia se dirigió a la comunidad en la lengua nasa para luego seguir en español. Se refirió a la intervención de 2.500 soldados que prometió el presidente Iván Duque. “Tenemos 2.700 hombres del ejército en el Cauca y cuatro batallones de alta montaña, lo que necesitamos es que entiendan las necesidades del territorio”.

Las necesidades del territorio: mejores carreteras –solo permiten andar menos de 10 kilómetros en media hora–, proyectos productivos que no terminan de llegar, control del narcotráfico, capturas eficaces, atención social. La lista es larga, dicen los indígenas, y entre ellos está Ubianed Bautista, prima de Cristina. Dice que desde la firma de la paz prefirió irse a vivir a Santander de Quilichao porque había muchas amenazas y no podía salir de noche. De igual modo, su hija necesitaba estudiar. “Aquí estamos abandonados totalmente, y, como si fuera poco, nos matan como mataron a mi prima, que era un mujer buena, entregada a la comunidad”.

“Tenemos 2.700 hombres del ejército en el Cauca y cuatro batallones de alta montaña, lo que necesitamos es que entiendan las necesidades del territorio”.

Un hombre cercano al pastor señala que los asesinos no son los antiguos guerrilleros que había en la zona, pues entre ellos y la comunidad indígena había tensión pero respeto. Además, “un indígena no mata a otro indígena, somos hermanos”. Sostuvo que en los nuevos grupos armados hay paisas, caleños, hombres de Buenaventura y venezolanos, todos violentos y furiosos que no ven más allá de su propia avaricia. El hombre se cuida de que no lo escuchen, pues justo a sus espaldas hay tres hombres no indígenas: altos, morenos, corpulentos. Ríen como hienas.