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EL DESPLUME DE LOS CACIQUES

¿Perdieron su cuarto de hora los jefes tradicionales de la clase política liberal?

13 de abril de 1987

El día de la victoria de Virgilio Barco las personas más importantes del país político eran ellos tres: Guerra, Name y Santofimio. Los tres grandes caciques electorales del liberalismo (medio millón de votos entre los tres), cuyo fruto había sido el triunfo arrollador del candidato liberal. Y pasados los meses, a la hora de su posesión, el nuevo Presidente se mostró agradecido y generoso. Dos ministerios para José Name Terán (el de Trabajo para él mismo y el de Salud para César Esmeral), uno para Alberto Santofimio (el de Desarrollo, en cabeza de Miguel Merino), y para Bernardo Guerra Serna su coronación definitiva como cacique indiscutido de la Montaña: la Gobernación de Antioquia. Llovieron las críticas: "Gobierno clientelista", se dijo entonces. Pero el presidente Barco mantuvo su decisión de "gobernar con los que había ganado", y su ministro de Gobierno Fernando Cepeda acuñó en su defensa una tesis politológica: " Yo no entiendo -declaró a El Espectador- de dónde han sacado en este país la idea de que los políticos no deben gobernar".
Y sin embargo a los ocho meses de iniciado el primer gobierno uniformemente liberal de los últimos cuarenta años, los tres grandes caciques liberales no están saboreando el triunfo. Ocho meses de gobierno les han hecho más daño que diez años de "recuerdos" de Carlos Lleras y editoriales de El Espectador contra el "clientelismo". Name se tambalea en su Ministerio, y ve cómo su ciudad de Barranquilla se le escurre entre los dedos. Guerra tropezó en su Gobernación y está perdiendo Antioquia. Y Santofimio, el más joven y el más ambicioso de los tres, se deshace como figura nacional y se ve reducido a proporciones estrictamente tolimenses. Perdidas las plumas, los caciques viejos ya no cantan en el gallinero como cantaban primero. El dirigente alvarista Alberto Casas responde ahora a Cepeda diciendo: "Son buenos para elegir, pero malos para gobernar".
En estos días el caso más vistoso es el de Name Terán. Durante la campaña electoral de Barco declaraba en Barranquilla, con orgullo desafiante, ante la multitud que colmaba el Paseo Bolívar: "¡Esta es mi clientela!". Era tal su poderío, que posaba de haberle prestado a su rival Juan Slebi sus votos sobrantes para que no se hundiera, o de manifestar su deseo de que el gobernador Fuad Char fuera confirmado en su cargo. Name era el dueño de Barranquilla y del Atlántico, lejos ya de los tiempos en que, como segundón de Emilio Lébolo de la Espriella, recibió del entonces gobernador Roberto Gerlein (bajo el gobierno de López Michelsen) sus primeras prebendas burocráticas. Había pasado ya por la presidencia del Senado y por la Dirección Nacional Liberal. Y en agosto de 1986, nombrado ministro de Trabajo, partió contento para Bogotá, sin ocultar a sus amigos que montado en el caballito de batalla del plan nacional de empleo pensaba redondear definitivamente su talla presidencial. "No le cabía una pajita", cuenta un ex namista de su departamento.
Empezó su ministerio empujador y sobrado, haciendo gala de sus reconocidas cualidades: inteligencia, astucia y ponderación. Muy pronto, sin embargo, tuvo un resbalón de imagen: su poca resistencia al whisky abochornó su primera presentación ante los empresarios en el Club de Ejecutivos. Y, más grave, un resbalón político de fondo, debido a su concepción del plan de empleo, reducido a la generación de empleo improductivo: un ascensorista para cada ascensor, un chofer para cada carro particular, un secretario de bus para cada chofer de bus.
Pero en los aspectos más rutinarios de su ministerio a Name le iba bien. Conjuró con habilidad el paro de estatales a principios del año, obteniendo para ellos aumentos salariales superiores al índice de inflación, como unas semanas antes había derrotado también al ministro de Hacienda César Gaviria que pretendía limitar el alza del salario mínimo al 17%, logrando el 22. En la guerra de fondo en el seno del gobierno entre ortodoxia financiera y política social, Name iba ganando puntos a favor de ésta apoyado en el "librito rojo" del presidente Barco.
Ahí reventó el escándalo, revelado originalmente por El Siglo. El ministro Name había pedido licencia para irse a jugar a los casinos de Aruba, y no, como había anunciado, a hacerse chequeos medicos en los Estados Unidos. La mentira no era tal vez demasiado grave, pero el momento sí: dejaba en marcha serios problemas laborales en el sector de la salud y el de los ferrocarriles. Y por añadidura tuvo Name el infortunio de que se resolvieran en su ausencia. Como dijo a SEMANA una fuente del gabinete: "Lo único peor que irse de licencia cuando no toca es no resultar indispensable". Lo único que le quedaba a Name era anunciar su retiro del Ministerio "en un plazo prudencial".
Y le faltaba todavía la parte pomarrosa del guayabo de carnaval con que se encontró en Barranquilla, donde su ex amigo el gobernador Char había dejado a su movimiento político -encabezado interinamente por su hermano David Name- sin puestos ni contratos en el departamento. En el Concejo de la ciudad, una coalición bipartidista -Gerlein, Slebi y Martín Leyes, con la colaboración de un tránsfuga del namismo, Víctor Gallardo, y el respaldo del gobernador Char -acabó con diez años de reino indiscutido de Name en la Contraloría Municipal. Los namistas intentaron revirar abriéndole un debate a Char por favoritismo en la distribución de licores en beneficio de sus Supertiendas Olímpica pero fueron derrotados: la Procuraduría Regional se negó a abrir investigación contra el gobernador. Y cuando Slebi, en la puerta de la Gobernación, denunció lo de las vacaciones en Aruba, el habitualmente sereno y calculador Name perdió los estribos y se enzarzó en acusaciones y peleas que muchos consideraron indignas de su rango de ministro.
El balance de estos ocho meses no puede ser, para Name, más desolador. Perdió su control omnímodo sobre Barranquilla y el Atlántico. Y en el Ministerio, sin adquirir imagen de estadista, perdió la que tenía de hábil político. Se llenó de enemigos en el Congreso, por no hacer los favores esperados por sus antiguos colegas, y perdió de pasada, por ser ministro, la posibilidad de quedar en la dirección nacional de su partido. Y como si todo eso no fuera suficiente, tiene a la mayoría de la prensa en contra.
El deterioro del gran cacique antioqueño Bernardo Guerra Serna fue más rápido, aunque a diferencia del de Name, no se dio en un solo golpe sino en dos: en vez de perder a un tiempo imagen pública y cauda electoral, primero vino el bochorno y sólo meses después la deserción de sus seguidores. También es cierto que su cacicazgo regional había sido más largo: trece años, desde que como caudillo lopista en las elecciones de 1974 suplantó casi a sombrerazos a los jefes del liberalismo antioqueño, Hernando Agudelo Villa y William Jaramillo Gómez. Desde entonces, en Antioquia no se movía una hoja, ni se firmaba un nombramiento, sin su consentimiento .
Su régimen autocrático empezó a sufrir las primeras fisuras en las elecciones parlamentarias del año pasado. De los siete senadores liberales de Antioquia, cuatro hubieran debido ser suyos: pero perdió una curul ante el llamado "Sector democrático" de Alvaro Uribe Vélez, y con ella el control hegemónico. Pero seguía siendo, de lejos, el gran elector de Antioquia, y en calidad de tal recibió del presidente Barco la corona de la Gobernación. A las pocas semanas, sin embargo, protagonizó el episodio del "alicoramiento" en el estadero Los Recuerdos de Medellín, donde al parecer llevado por el aguardiente amenazó al periodista de El Colombiano César Gómez Berrío, y eso le costó el recién estrenado cargo de gobernador sin haber tenido tiempo de calentar la silla.
Nadie pensó, sin embargo, que hubiera perdido la realidad del poder, pues en la Gobernación lo sucedió un guerrista de siempre, el médico Antonio Yepes Parra. Se creyó que Antioquia tendría guerrismo sin Guerra: la sorpresa consistió en que lo que hubo fue guerra al guerrismo. Yepes, lejos de comportarse como el testaferro de su antiguo jefe, se puso al servicio de la llamada "Convergencia liberal", integrada por los grupos del alcalde de Medellín William Jaramillo, el senador Federico Estrada Vélez, el "Sector democrático" de Uribe Vélez, y el Nuevo Liberalismo. Las relaciones se agriaron, y la manzana de la discordia acabó siendo -como en el episodio de Los Recuerdos- el aguardiente: esta vez, la Fábrica de Licores de Antioquia, verdadero bastión político de Guerra con sus ventas multimillonarias y sus representantes nombrados a dedo en cada uno de los 120 municipios del departamento. Tan seguros estaban los guerristas de su Fábrica que hacían reuniones de la junta sin el gobernador. Hasta que éste, encolerizado, y en trance de independencia, sustituyó al gerente guerrista Eduardo Vélez Toro por Hernán Cadavid Gónima, reciente desertor del guerrismo y su enemigo declarado.
Guerra quiso recuperar terreno organizándole al gobernador una crisis del gabinete departamental, pero Yepes la sorteó con el respaldo de William Jaramillo. Y también -nueva sorpresa- el de los notables de Antioquia en masa, aparentemente hastiados de trece años de autoritarismo guerrista: se alzaron contra el cacique en cartas de respaldo a Yepes y a Jaramillo un centenar de industriales de peso y de líderes prestigiosos de la comunidad, y la totalidad de los ex ministros liberales de Antioquia. Y como las desgracias nunca vienen solas, Guerra sufría al mismo tiempo un rápido descrédito como figura nacional del partido en la Convención Liberal. No sólo llegó a ella debilitado por las disidencias y deslizamientos de su grupo -hasta el punto de que no contaba con votos suficientes para aspirar a figurar en la Dirección- sino que su comportamiento ambiguo frente a los candidatos acabo de quitarle poder. Hizo correr la bola de que respaldaba a Miguel Pinedo, pero bajo cuerda apoyaba a Mestre. Con el resultado de que a Pinedo no le gustó que el apoyo sólo fuera público, ni a Mestre que solo fuera subterráneo, ni a Santofimio que no fuera ni subterráneo ni público. Y el hombre que había montado su carrera sobre la muletilla de llamar "socio" a todo el mundo se quedó sin ningun socio.

Al cierre de esta edición Guerra jugaba sus últimas cartas. "Patadas de ahogado", dijo a SEMANA un guerrista de ayer. Proponía al gobernador Yepes para ministro de Salud, y que se le diera la gobernación de Antioquia al Nuevo Liberalismo: lo cual, en boca del gran cacique del clientelismo antioqueño, es el más elocuente reconocimiento de derrota. Y, paralelamente, intentaba obtener de Yepes que le devolviera por lo menos la Fábrica de Licores, ya que se había quedado con la Gobernación. La escena frisaba la tragedia de Shakespeare, con el monarca corriendo a pie por el campo de batalla: "¡Mi reino por la Fábrica de Licores!". Y le decían que no.
El caso de Alberto Santofimio es distinto del de sus dos colegas. Conserva una posición más sólida que ellos, pero ha caido desde más arriba. A diferencia de Guerra y Name, que empezaron siendo caciques regionales para escalar lentamente la figuración nacional, Santofimio hizo su carrera al revés. Casi desde la infancia fue, gracias a su oratoria fogosa y a su carisma de conductor popular, a sus gestos de rebeldía cuidadosamente equilibrados por la protección de los dirigentes tradicionales del partido, a un tiempo el niño terrible y el niño consentido del liberalismo. Apadrinado desde la cuna hasta la primera comunión por los jefes naturales y sobrenaturales del liberalismo tolimense -Rafael Caicedo, Alfonso Palacio Rudas, Antonio Rocha, el mismísimo Darío Echandía- llegó a ministro (de Justicia) apenas rebasados los treinta años, bajo la administración de López Michelsen y habiendo sido representante y senador desde la mas temprana adolescencia. Pero Alberto Santofimio no aspiraba a ser cacique del Tolima, sino Presidente de Colombia. Y en un momento dado el camino parecía expedito. Pero lo descarriaron, como a los niños precoces, las malas compañías.
El primer golpe lo recibió en 1977 en plena gloria juvenil, con todos los escándalos surgidos en torno a su desempeño como presidente de la Cámara. De todo ello subsiste todavia un proceso penal -que debe prescribir este año- por falsedad en documentos públicos ante el Juzgado 11 Superior. Y todo ello lo llevó brevemente a la cárcel. Pero desde la cárcel siguió operando su carisma, y en las elecciones del 78 obtuvo la más alta votación liberal jamás registrada en el Tolima: 150 mil votos. Y su imagen nacional siguió creciendo dentro del Congreso y el Partido Liberal, y le permitió ser en 1981 precandidato muy en serio, a la presidencia. Declinó disciplinadamente sus aspiraciones ante la decisión del ex presidente López de ir a la reelección, en la llamada "encerrona de Sincelejo". Desde entonces empezó su lenta decadencia, reflejada en una paulatina pérdida de votos (va en 108 mil), pero sobre todo en un creciente cuestionamiento moral por sus malas amistades: Pablo Escobar, con quien sólo rompió relaciones después del debate contra el ministro Lara Bonilla sobre los "dineros calientes". Ese cuestionamiento ha ensombrecido sus perspectivas presidenciales, y con ello, naturalmente, ha perdido amigos y aliados. Así se vio en la Convención Liberal donde sólo pudo ser elegido a la Dirección a trompicones y tuvo que tolerar la humillación de que quien lanzaba su nombre, Guillermo Plazas Alcid, dijera en el mismo discurso que era necesario pactar con su archienemigo Luis Carlos Galán.
Y también para él, como para Guerra y Name, la participación directa en el gobierno de Barco resultó ser un regalo envenenado. Su peso electoral le valió el Ministerio de Desarrollo para su hombre de confianza Miguel Merino Gordillo. Pero este ha sido catastrófico. "No vale la pena ni siquiera tenerlo en cuenta", dicen industriales consultados por SEMANA. Y, lo que es más grave, ha perdido por completo el control sobre su ministerio: el manejo de la política industrial ha quedado en manos del IFI, y la de exportaciones la lleva directamente el Incomex. Ni siquiera desde el ángulo de los nombramientos burocráticos le ha servido Merino a Santofimio, porque quien los hace es el presidente Barco. "Santofimio tiene ministro pero no tiene ministerio", explica a esta revista un senador liberal.
Es, en el fondo, lo que les ha ocurrido a todos los caciques. Después de haber montado su poder electoral sobre la técnica de hacer favores, de solucionar problemas individuales en vista de que el Estado no lo hace, se han encontrado con que ellos son el Estado, y en consecuencia no pueden hacer favores ni resolver problemas individuales. Eso les ha hecho perder amigos y ganar enemigos. Están pagando sus culpas, devorados, como dice el romance, "por do más pecado habían". Cada cual los suyos: si a Name lo perdió el juego y a Guerra Serna el licor, a Santofimio lo han perdido las malas compañías. Y los tres los están pagando caros: la presidencia del próximo cuatrienio parece estarse jugando entre Galán y Ernesto Samper; en el Congreso han perdido poder frente a la creciente influencia del contralor Rodolfo González; y en el partido no cupieron en la Dirección, salvo, como Santofimio, por los pelos. Y si no mandan en el partido, ni en el Congreso, ni en sus propias parcelas de gobierno, y no les queda tampoco la esperanza de la presidencia para el porvenir, ¿de qué les sirve entonces ser grandes electores?
Todo esto, aparentemente, refuerza la mala imagen tradicional de la clase política colombiana. Frente a la opinión, los caciques tuvieron su cuarto de hora, y no supieron aprovecharlo. Pero sería un error pensar que se trata para ellos de un otoño definitivo: puede ser sólo un cambio de hojas, o de plumas, en sus penachos de caciques. Están contra las cuerdas pero no han caído todavía a la lona. Porque no fue gratuitamente como llegaron a conquistar su condición de grandes electores, sino con inteligencia y con esfuerzo. Y la historia política de Colombia está llena de grandes derrotados que le debieron su derrota al hecho de haber subestimado la capacidad de recuperación de los caciques.