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Así despidieron a uno de los jóvenes asesinados en Venecia, Antioquia.

VIOLENCIA

Cuatro historias de sangre: así masacran a los jóvenes en Colombia

Los 86 jóvenes asesinados en las últimas diez semanas en 20 masacres son, para muchos, solamente una estadística. SEMANA presenta la dramática historia de cuatro de ellos, que muestra la dimensión humana de esas tragedias.

29 de agosto de 2020

Los cuatro jóvenes tenían sueños y se los arrebató la violencia. Yorman Henao quería ser futbolista, lo mismo que Sebastián Quintero. Álvaro Caicedo aspiraba a ser un empresario exitoso. Joimar David Lindarte era técnico electricista y quería entrar a la universidad, ahorrar, entregarles un futuro a sus dos hijos. Pero esos sueños se derrumbaron. En sus tumbas ahora crece la yerba a pesar de que ninguno logró llegar a los 26 años. Nunca se conocieron, crecieron en distintas regiones, en la Colombia rural que busca superar la pobreza. Pero los cuatro, sin imaginarlo, compartirían su muerte violenta en la ola de masacres que estremeció al país en el último mes.

Henao murió de un tiro de gracia en la cabeza el 23 de agosto en Venecia, Antioquia. Quintero murió por una ráfaga de fusil el 15 de agosto en Samaniego, Nariño. Álvaro Caicedo murió con la garganta abierta y un disparo en el pecho el 11 de agosto en Llano Verde, Cali. Lindarte se cayó de una moto, le dispararon, lo descuartizaron y lo tiraron al río Zulia, en Norte de Santander.

Esta es la historia de cuatro jóvenes que cayeron en las garras de la barbarie. Simbolizan dramáticamente una juventud nacida en el campo y que hoy es la principal víctima de una lógica criminal que ha encontrado en el terror y la sevicia la mejor manera de imponer su ley, controlar el territorio y amedrentar a la comunidad.

Los cuatro vivieron en el país de los bordes: en una ruralidad donde los grupos armados luchan a sangre y fuego, donde la hoja de coca es fuente de sustento, pero también financia la maquinaria de guerra. Algunos son de la periferia urbana, donde la bravura de los hombres se demuestra en las esquinas, las mismas en las que se imponen la ley a cuchillo y la venta de marihuana y perico.

El 23 de agosto, Yorman estaba pintando su habitación en el barrio Álamos del municipio de Venecia, Antioquia. Lo acompañaban sus amigos José David Velásquez Rojas, de 19 años, y Juan David Mesa Toro, de 16. Escuchaban música a buen volumen, un reguetón u otra melodía popular. Hablaban del Atlético Nacional y de la novia de Yorman, Luisa Fernanda, una pelirroja encantadora con la que había formalizado su relación en junio. Yorman comentó que después de las siete de la noche iría a comer donde su abuela y luego visitaría a su novia. El lunes planeaba madrugar a trabajar en la empresa de jacuzzis del pueblo. Quería que su madre, Natalia, dejara de trabajar en fincas de la zona y regresara a la casa de Venecia, a una vida más tranquila. Poco se sabe de lo que pudieron hablar los tres encerrados en el cuarto, los oyeron reír con entusiasmo y aplaudir. Yorman solía recordar en esas reuniones la graduación del colegio y los relatos con algunos amigos con los que se divertía.

Yorman Henao

En la noche del 10 de agosto, Álvaro Caicedo –Alvarito, como le decían– habló durante largo tiempo con su padre. Aprovechó que en la telenovela de la noche salió un personaje encopetado que daba órdenes y ayudaba a los menos favorecidos: “Así es que yo quiero ser, un empresario exitoso”, dijo el adolescente de 15 años frente a sus tres hermanos y su papá, Álvaro José Caicedo. Todos rieron y empezaron a charlar, y el padre contó cómo salvó a Alvarito de morir cuando tenía 2 años. Sucedió en una apartada vereda de Caquetá, donde vivían cómodamente, tenían una finca amplia con huertas, tres vacas, un par de caballos y una quebrada de agua cristalina que hacía más próspero el terreno. Quizá eso atrajo a muchos compradores, pero Álvaro José siempre se negó a vender. Hasta que en 2007 llegaron unos hombres armados que no se identificaron y lo obligaron a dejarlo todo. Huyó con su familia, desplazado al distrito de Aguablanca, en Cali.

Álvaro Caicedo

En la madrugada, Álvaro José sintió a su hijo inquieto. Lo vio levantarse tres veces al baño y creyó que el calor de las noches no lo dejaba dormir, en esa casa de 49 metros cuadrados en la que hasta esa noche vivieron seis personas en Aguablanca. En ese barrio que ha crecido por los desplazamientos, en particular, por la guerra librada en ciertas zonas del Pacífico colombiano por el control de los cultivos y las rutas de la coca.

Sebastián Quintero llegó a la finca de Andrés Obando, en Samaniego, Nariño, por casualidad, porque pasadas las cuatro de la tarde del sábado 15 de agosto, después de un divertido día junto con otros amigos, se fue para su casa con la intención de descansar. Pero se encontró con un primo que lo invitó a un asado. Alcanzó a contarle a su padre, Jesús Quintero, el rector del colegio del pueblo, quien no le vio problema a que su hijo asistiera a la reunión social. El coronavirus no era un gran temor para nadie, pues el pueblo, incrustado en las montañas de Nariño, se ha mantenido aislado. La fiesta de los jóvenes de Samaniego no tenía ninguna extravagancia. Ellos bailaban y se reían, sentados en una especie de semicírculo, hacían dinámicas y se contaban historias de cómo transcurrían sus vidas en la ciudad, casi todos estudiantes de universidad en busca de un futuro más próspero.

Sebastián Quintero

A las dos de la tarde del domingo 5 de julio, los jóvenes hermanos Juan Andrés y Jorge Sánchez Pacheco salieron de Cúcuta hacia Tibú con su primo Joimar David Lindarte y Yadira Herrera, una amiga de la familia. Iban a visitar al padre de los hermanos Sánchez, quien tiene una finca en zona rural de Tibú. Así empezó un viaje sin regreso. Viajaron en dos motos: una GN 125 roja y una DR 200 azul. Prometieron que llamarían en cuanto llegaran a la finca, ubicada en una zona cocalera que es objeto de una sangrienta disputa entre el ELN, los Rastrojos y nuevas bandas que tratan de pescar en río revuelto.

Los dos habían viajado en plena pandemia desde Bogotá hasta Cúcuta. Joimar se ofreció a acompañarlos para evitar que se perdieran y, de paso, podría acercar a Yadira, quien iba a visitar a su familia en El Tarra, porque la cuarentena la había sorprendido en Cúcuta. Antes del viaje, los primos comentaron que iban a tomar un desvío por la vieja carretera que hay para llegar a Tibú, y no la principal; así evitaban un puesto de control que tenía la comunidad para solo permitir la entrada de habitantes de la zona que hubieran viajado a Cúcuta. Se desviaron en un punto llamado Agua La Sal.

Perder la señal de celular en un viaje al Catatumbo es normal, pero no por un largo periodo. A las 5:30 de la tarde empezaron a enviarles mensajes y llamarlos al celular, pero parecía que se hubieran perdido en el tiempo. Al principio, pensaron que sus móviles estaban descargados, pero rápidamente se dieron cuenta de que nunca habían llegado a la finca. El lunes 6 de julio, cuando aclaró el día, confirmaron que los cuatro viajeros habían desaparecido.

El 11 de agosto, en Cali, Alvarito dejó el celular en la casa, así que cuando desapareció nadie intentó llamarlo. Ese día, antes de salir, acompañó a su hermano menor a comprar el desayuno en la panadería del barrio. A su papá le pareció extraño que se pusiera la camiseta que había comprado dos meses antes, el 2 de junio, en su cumpleaños. “Uno se muere y nada se lleva, así que me la voy a poner hoy”, dijo Alvarito. Ya a las once de la mañana llegó a la casa el numeroso grupo de sus amigos, los mismos con los que tenía un conjunto de baile moderno. Lo invitaron al cañaduzal para elevar cometas, como lo solían hacer, y a pasar los 32 grados centígrados de esa hora del día con un chapuzón en la laguna entre las matas de caña. Los cinco muchachos pasaron primero por la tienda de la esquina y compraron un litro de gaseosa, pues hay 2,1 kilómetros hasta la laguna. Esos cinco jóvenes de 14 o 15 años se adentraron en ese cañaduzal verde y hermoso, como niños que siguen las pistas que llevan a la cueva del lobo.

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¿Qué hacían? ¿Quiénes eran?

Sebastián Quintero, nacido en Samaniego, estudiaba Ingeniería de Procesos en la Universidad Mariana de Pasto, pero quería ser futbolista profesional, sus amigos lo sabían muy talentoso. Ya se le había pasado el tiempo de brillar, pero insistía con terquedad. Su talento y entrega lo llevaron a representar no solo a su municipio, sino también al departamento de Nariño. Muchos años estuvo en la reconocida escuela Carlos Álvarez y tuvo la oportunidad de probarse en equipos de Bogotá y Armenia. Tenía habilidades reconocidas de defensor central, pero le faltó suerte. En muchas fotos aparece posando con uniformes del Atlético Nacional o en medio de entrenamientos. En el antebrazo derecho tenía tatuado el nombre de su padre y en el izquierdo, el de su madre. “Era un buen hermano y una buena persona, un joven apegado a su casa”, dice el papá.

Yorman Dávila se había graduado del colegio en 2019, en Venecia, un municipio en el suroeste antioqueño, desde donde se ven los farallones de La Pintada, y que se ha desarrollado gracias a las bonanzas cafeteras. Pero en los últimos años ha sufrido el crecimiento del microtráfico desde el Valle de Aburrá.

Vidas que pasaron como neblina, cortadas del mundo sin misericordia. Quedan los vivos: preguntan por qué, preguntan cómo, piden justicia.

Algunas veces, Yorman deseaba irse a vivir a Medellín y encontrar otra vida, con más futuro profesional, pero no quería separarse de su madre ni de su tía. Jugaba microfútbol, trabajaba en una fábrica de jacuzzis y corría en su moto como si huyera del mal. Sus amigos dicen que “era el amigo de la risa, de los chistes, siempre se llevaba bien con todos. No fue un mal estudiante, tampoco el mejor”. Para sus familiares, “era un niño muy responsable, muy tranquilo, solo temíamos que se cayera de la moto”. Ese domingo, a cinco horas de su muerte, le dijo a una vecina del barrio que quería volver a pintar una pared con su nombre, justo como la que hay en frente de su casa, para que nadie lo olvidara.

Los cuatro jóvenes que viajaban de Cúcuta hacia Tibú tenían poco en común. Joimar David Lindarte era el más joven de todos, tenía 25 años, era cucuteño y se había graduado como técnico electricista del Sena. Sus primos Jorge y Juan Andrés Pacheco tenían 28 y 32 años, eran de Bucaramanga y Bogotá, y trabajaban en una parcela en La Mesa, Cundinamarca, sembrando hortalizas. Y Yadira Herrera Aguilar era madre cabeza de un hogar de siete hijos, tenía 37 años y había nacido en El Tarra. La primera señal de su suerte fue la imposibilidad de comunicación. Luego aparecieron las motos a la vera de un camino, señal atroz de que habían desaparecido.

El pequeño Álvaro Caicedo –Alvarito– tenía 15 años y cursaba octavo grado en el colegio de Llano Verde, del distrito de Aguablanca. Era un estudiante sobresaliente del curso 8-2. De él no hay muchas quejas en el libro de expedientes, solo un par de anotaciones por jugar fútbol con el uniforme del colegio. El fútbol y el baile eran sus aficiones: en la tarde entrenaba con el equipo del barrio, y en las noches, en un parqueadero, bailaba ritmos afroamericanos. Con una veintena de jovencitos se movía al ritmo de Drake, Wiz Khalifa y Tyga. Alvarito se perdió en un juego, el juego de entrar a un cañaduzal a nadar en una laguna sin saber que hombres peligrosos rondaban el lugar. Nadie sabe lo que hablaron los cinco muchachos mientras jugaban bajo el sol inclemente, solo queda la certeza de la violencia, de la sevicia.

Vidas de jóvenes de las distintas Colombias. Vidas de lucha y superación en corregimientos y veredas olvidadas. Vidas que pasaron como neblina, cortadas del mundo sin misericordia. Quedan los vivos: preguntan por qué, preguntan cómo, piden justicia.

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El día que asesinaron a Alvarito y sus cuatro amigos un vecino que venía de la laguna los vio camino al cañaduzal. Ellos llevaban una gran cometa azul, que rasgaba ese tapete verde, y todos cantaban al unísono una extraña canción. “Yo no sé de esa música, pero los muchachos iban animados; varias veces los vi nadando en la laguna mientras yo pescaba”.

Sebastián Quintero había regresado a Samaniego tres meses atrás para vivir la cuarentena con la familia. Pasaba los días en la casa que compartía con su madre y sus hermanas, y en encuentros ocasionales, con el resto de los muchachos, con los amigos del colegio, de la infancia, del deporte. Había regresado a su hogar. Pocas veces salía. Lo de aquella tarde fue una excepción. Históricamente, en Samaniego hizo presencia el frente 29 de las Farc y el ELN, pero en los últimos años han aumentado las acciones de grupos armados de narcos, las Autodefensas Gaitanistas y, además, las disidencias de las Farc. Esto convirtió a Samaniego en un punto geográfico estratégico para la cadena del narcotráfico y ha dejado a sus habitantes en medio de una disputa de territorios y poderes.

En Venecia, horas antes de ver a los hombres armados que serían sus verdugos, Yorman le dijo a su madre, Natalia, que lo pensara bien, que dejara el trabajo en fincas, que regresara a la casa en septiembre, pues desde que empezó la pandemia se la pasaba encerrada en las casas de sus patrones, porque todos temían un contagio del coronavirus. Ese día en Venecia hacía un calor atroz. Desde el pequeño barrio de calles ciegas se veía el cerro Tusa, al que Yorman solía ir de pase con sus amigos, y nunca más volvería.

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Así se borra una vida

Esa noche del 23 de agosto llovió en Venecia. Natalia y Johana –madre y tía de Yorman– estaban sentadas en el andén de la casa, la última de la cuadra ciega. Esperaban a la hija de Johana que estaba en una piscina de una finca. Eran las 6:30 de la tarde cuando la vieron asomar en la esquina. Ya tranquilas, decidieron entrar para hacer la comida. Se percataron de que Yorman y sus amigos, en la habitación, tenían la música a muy alto volumen y les pidieron que le bajaran un poco. Las mujeres encendieron el televisor de la sala cuando, de repente, escucharon un estruendo. La puerta se abrió de golpe y oyeron un grito: “Policía Nacional, al piso”. Eran dos hombres que las tumbaron y se tiraron sobre ellas. Tenían revólveres y los pusieron en las frentes de las mujeres. Los sicarios apretaron el gatillo, pero, misteriosamente, el tambor se atoró y las balas no salieron.

En medio de la algarabía, Yorman salió de su habitación para rescatar a su madre. Entonces, los sicarios se levantaron y lo empujaron hacia su habitación, donde estaban José David y Juan David. Nadie sabe qué pasó allí adentro, pero tronaron unos ocho disparos. Mientras tanto, las dos mujeres se arrastraron a un rincón y taparon sus bocas, ahogando los gritos de pánico. Los sicarios corrieron y se subieron a una moto que permanecía encendida en la calle. Natalia, la madre de Yorman, encontró una escena de horror: los muchachos yacían en el piso, con tiros en la cabeza y el pecho.

A los cinco menores de Llano Verde, en Cali, los encontraron muertos ocho horas después de que los vieron felices atravesar los campos verdes con esa gran cometa azul.

Mientras los jóvenes bailaban y se reían en esa finca de Samaniego, cuatro hombres irrumpieron en gritos, encapuchados y armados. Eran las 9:30 de la noche, los amenazaron, se llevaron a las mujeres a un cuarto y a los hombres los tiraron al suelo. Luego empezaron a dispararles, uno tras otro. Los muchachos vivieron 20 minutos de horror, pero, cuando los asesinos se marcharon, algunos pudieron dar aviso a sus familiares. Entonces, el padre de Sebastián Quintero corrió como nunca y en medio de los charcos de sangre lo encontró agonizante. Como pudo, lo cargó y recorrió con su hijo en brazos los más de 200 metros de distancia hasta la carretera principal. Allí lo subió a una ambulancia que esperaba en el lugar. Sebastián no aguantó el recorrido de menos de 3 kilómetros que separa a la vereda del hospital municipal, falleció en la camilla de la ambulancia por broncoaspiración debido a una hemorragia interna.

Algunos tienen la certeza de la muerte, otros, el rastro. A los cuatro viajeros que iban a Tibú los interceptaron los Rastrojos a un kilómetro del corregimiento de Banco de Arena. Juan Andrés, Jorge, Joimar y Yadira trataron de volarse en las motos, pero en un reductor de velocidad perdieron el equilibrio y cayeron al piso. Allí los alcanzaron y los masacraron. Pero no solo los querían matar, sino desaparecerlos por completo. Sus verdugos los descuartizaron y arrojaron los restos al río Zulia, a la altura del puente de Puerto León. Sus familiares todavía recuerdan cómo estaban vestidos cuando se subieron a las motos. Juan Andrés tenía jeans, una camisa de cuadros azules y unas botas negras de cuero. Jorge, una camisa blanca con amarillo y jeans, tal como aparece en la última foto que le tomaron ese domingo. Joimar usaba una camiseta azul, jeans y unos tenis. Y Yadira, una blusa rosada y un pantalón morado. La masacre fue tan espeluznante que solo han aparecido partes de los cuerpos en costales que quedaron flotando en el río, encontrados por funcionarios de una funeraria que aceptaron ir a buscarlos. Hallaron en el río los cuerpos desnudos, solo un zapato en el pie de uno de ellos, aparentemente de Jorge.

A los cinco menores de Llano Verde, en Cali, los encontraron muertos ocho horas después de que los vieron felices atravesar los campos verdes con esa gran cometa azul. Los cuerpos de los cinco menores permanecían en un campo abierto del cañaduzal, inmóviles y en medio de charcos de sangre oscura. Una escena espantosa. Muy cerca hay un sendero por donde, al parecer, los asesinos escaparon. Alvarito tenía la garganta abierta, un disparo en el pecho, herida por arma blanca en la nariz, el pómulo derecho hinchado. La sangre ya estaba seca cuando su papá lo vio en ese paraje del cañaduzal y se abalanzó sobre él cuando sintió que le faltaba el aire. No tuvo las fuerzas para levantar el cuerpo frío y lacerado. Entonces, lo abrazó con todas sus fuerzas y gritó: “Mijo, usted por qué me hace esto, si anoche habíamos quedado que iba a ser un gran empresario. Respóndame, Alvarito”. Junto al cuerpo estaban los de Juan Manuel Montaño, Leyder Cárdenas, Jean Paul Perlaza y Jaír Andrés. Ninguno tenía más de 15 años y fueron acribillados con sevicia a pleno sol del día.

No había amenazas en la zona, los jóvenes simplemente repitieron un ritual que ya tenían: salir a jugar, a elevar cometas, a nadar. Ahora, las autoridades hablan de grupos armados que vigilan los cañaduzales, que muchas veces sirven de rutas de microtráfico para llevar marihuana desde el norte de Cauca a los barrios de Cali.

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A estos cuatro jóvenes colombianos –Yorman, Sebastián, Joimar, Alvarito– se los llevó la violencia, en la reciente ola de terror que sacudió al país. Veinte masacres en solo tres meses han dejado 86 muertos. Algunos intentan plantear razones, hipótesis, hacen acusaciones, lanzan estigmas o tratan de entender cómo la criminalidad alcanza tanto horror. Muchos eran niños o jóvenes, tenían sueños ahora rotos por una guerra que estremece muchos rincones del país y parece un monstruo de mil cabezas. No da tregua y parece no tener fin.