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La decisión de la Corte Constitucional para revivir la Comisión de Acusaciones fue unánime. Así se revive el antejuicio político para los magistrados y el fiscal general. | Foto: León Darío Peláez

POLÉMICA

La caída de la Comisión de Aforados en la Corte Constitucional

La decisión deja mal sabor y alimenta el deseo de una constituyente para reformar la justicia.

16 de julio de 2016

La noticia se sabía desde hace meses. La Comisión de Aforados, piedra angular de la reforma de equilibrio de poderes, cargaba un Inri. Estaba sentenciada a muerte antes de nacer. Y finalmente ese fue su destino. La Corte Constitucional anunció el jueves su decisión de declararla inconstitucional. La votación fue unánime: 8-0 pues el magistrado Jorge Pretelt se encuentra impedido. El fallo revive a la polémica Comisión de Investigación y Acusaciones de la Cámara de Representantes, quizás una de las instituciones más ineficientes del Estado.

El fallo de la Corte Constitucional sobre los aforados carga un gran simbolismo. El alto tribunal deja el mensaje de que el Congreso no tiene la competencia para reformar la justicia de esa manera. La decisión se fundamenta en la teoría de la sustitución de la Constitución que argumenta que el Capitolio sí puede cambiar artículos de la Carta Política, pero no puede tocar sus pilares esenciales. Con ese argumento, la corte revivió la Sala Administrativa del Consejo Superior de la Judicatura, lo cual generó indignación en las otras ramas del poder. Tanto el gobierno como el Congreso rechazaron que la Rama Judicial se declarara intocable.

De esta forma, el equilibrio de poderes se convirtió en una nueva reforma a la justicia que no fue. Llevar a cabo esa tarea se ha convertido en una especie de misión imposible. Todos los intentos han sido infructuosos. Antes de 1991, la Asamblea Constitucional del presidente Alfonso López Michelsen fue tumbada por la Corte Suprema de Justicia con el argumento de vicios de competencia. Recientemente, los dos episodios más visibles han sido en el gobierno Santos. Al lado de lo que sucedió en 2012, al equilibrio de poderes le fue bien porque cumplió su trámite de manera democrática y fue tumbado por la corte bajo esas mismas reglas.

Las reformas a la justicia suelen sacar lo peor del alto poder. La primera de Santos se cayó de forma estrepitosa. El mismo presidente tuvo que echar mano de una maroma jurídica para tumbarla, pues luego de ser aprobada en conciliación se descubrieron todos los micos que se habían colgado. Los congresistas se blindaron de ser investigados, los magistrados lograron meterle sus gabelas, más de 1.300 aforados se favorecían de un limbo en materia penal, entre otros. El episodio fue tan bochornoso que le costó el puesto al entonces ministro de Justicia, Juan Carlos Esguerra, y un escándalo al presidente de la Cámara, Simón Gaviria, quien confesó que había firmado la reforma sin leerla.

En el equilibrio de poderes esto no sucedió. Con ese antecedente, el trámite se cuidó como la más preciada y frágil filigrana. Sin embargo, la reforma sí generó los más álgidos debates y dejó la más agrias heridas. En el Congreso se vivieron acalorados debates, protagonizados especialmente por los congresistas Claudia López y Angélica Lozano, quienes defendieron a capa y espada la idea de un tribunal de aforados para acabar con la impunidad que de facto goza la cúpula de la Justicia.

Para las altas cortes, buena parte de la Rama Judicial y especialmente para el exfiscal Eduardo Montealegre el tema se convirtió en un punto de honor. Este último lo describió como “la segunda toma del Palacio de Justicia” y finalmente lo demandó a principio de año. Esa demanda fue la que decidió la Corte Constitucional el jueves pasado. Todos los magistrados le dieron la razón a Montealegre. Mientras la mayoría estuvo de acuerdo con la decisión final, en las motivaciones hubo diferencias. Cuatro magistrados estuvieron de acuerdo con la sustitución (María Victoria Calle, Luis ErnestoVargas, Jorge Iván Palacio y Alberto Rojas), tres con los vicios de procedimiento y de competencia (Luis Guillermo Guerrero, Gabriel Mendoza y Gloria Ortiz) y solo uno con los vicios de procedimiento (Alejandro Linares).

Como era de esperarse, el exfiscal fue el más feliz con esa decisión. Inmediatamente afirmó que en seis años el gobierno no había podido sacar una reforma a la justicia y pidió la cabeza del ministro del Interior, Juan Fernando Cristo, “por la caída estruendosa de su reforma de equilibrio de poderes”.

Aparte de Montealegre, las reacciones por el fallo de la corte fueron de rechazo. El gobierno, que está en manos de la Corte Constitucional para las decisiones como el plebiscito y el Acto Legislativo para la Paz, se pronunció de manera muy cauta. El ministro Cristo, dijo que la decisión era “muy triste y lamentable” pues se revivían dos instituciones que no eran útiles para el país. Aclaró que otras modificaciones como la creación de la Comisión de Disciplina Judicial, la eliminación de la puerta giratoria y del ‘yo te elijo, tú me eliges’ se mantenían. Por su parte, el ministro de Justicia, Jorge Londoño, aseguró que el gobierno cumplió con su tarea al presentar el proyecto pero que respetaba la decisión de la Corte Constitucional.

Los congresistas no tuvieron esa prudencia. Muchos volvieron a pedir una Asamblea Constituyente para reformar la justicia. La exfiscal Viviane Morales fue una de las más duras. “La propia Corte Constitucional decide quedarse sin juez. Es realmente impúdico de ellos”, dijo. El representante conservador Arturo Yepes aseguró que “la corte ha escogido tener un juez eunuco”. El representante Alirio Uribe afirmó que “si queremos desmontar la impunidad histórica de la Comisión de Acusaciones hay que hacer asamblea constituyente”. Lo mismo señaló el presidente del Congreso, Luis Fernando Velasco, quien concluyó que la constituyente es el único camino, pero no ahora para evitar mezclar ese deseo con la implementación del proceso de paz.

En todo caso, la idea de la constituyente es muy difícil de poner en funcionamiento. El proceso tardaría más de un año pues se requiere que el Congreso de la República tramite una ley para que en una consulta popular los ciudadanos decidan si quieren una asamblea constituyente para reformar parcial o totalmente la Carta Magna. Esa ley tiene que pasar por la Corte Constitucional para que determine su exequibilidad. El umbral para la decisión en las urnas es altísimo: se necesita que vote favorablemente la tercera parte del censo electoral, es decir, más de 10 millones de colombianos (el plebiscito por la paz, por ejemplo, apenas pide el 13 por ciento, un poco más de 4 millones de votos). Luego habría que hacer otra elección para determinar quiénes son los delegatarios. Y ahí, aún queda el peligro de que ese cuerpo declare que tiene poderes para reformar toda la Constitución, y no solo la justicia.

El uribismo, al que no le importaba mucho este tema, celebró la decisión, pero por otros motivos. El senador Ernesto Macías aseguró que el equilibrio de poderes se cayó “por la arrogancia del gobierno de imponer sus reformas con sus mayorías”. Varias voces de esa colectividad advirtieron que si la corte tumbó por sustitución esta reforma, con la misma interpretación tendría que hacer lo mismo con el plebiscito, el acto legislativo y la justicia transicional negociada en La Habana. A pesar de que la teoría tendría lógica, no es probable que eso suceda. De todas formas, la inminencia del fallo del plebiscito el próximo lunes ha revivido esos temores.

Para otros, más técnicos, el fallo de la corte era apenas el paso obvio después de la sentencia que revivía la Judicatura. Esa decisión había dejado cojo el sistema judicial. El país estaba enfrentado a la irónica situación de los magistrados de la Judicatura, a los que la reforma les había quitado el puesto, que iban a terminar más poderosos de lo que alguna vez han sido. La Corte Constitucional les había dado el poder de elegir a sus jueces en lo penal (la Comisión de Aforados) y a sus jueces en lo disciplinario (los miembros de la Comisión de Disciplina Judicial). Con el fallo de este jueves, al menos, todo volvió a ser como antes, pero no peor que eso.