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Santos - Maduro: ¿se romperán las relaciones?

El discurso de mano dura frente a Venezuela es el más vendedor en una campaña electoral, pero la diplomacia es la mejor vía para defender los intereses nacionales.

12 de agosto de 2017

La distancia entre Juan Manuel Santos y Nicolás Maduro es cada día más grande. No se hablan desde el mes de abril y en declaraciones públicas cada uno ha ido subiendo el tono contra el otro. Se han dicho de todo. Santos afirmó que Venezuela “ya es una dictadura”, que la constituyente “es ilegítima” y que no la reconoce, lo mismo que todos los actos que emanen de ella. Maduro ha utilizado epítetos como “alacrán”, “sanguijuela” y “vasallo de Trump” para referirse a su colega colombiano quien, considera, “perdió el límite para hacer el ridículo”.

La pregunta es hasta dónde puede ir el deterioro de las relaciones entre los dos países y si la guerra verbal puede llegar a un rompimiento. La hipótesis es poco probable, pero el propio Santos la puso a andar. En el fragor de la batalla se le fue la lengua y, en entrevista con Juan Roberto Vargas al canal Caracol, dijo sobre la ruptura: “No descarto esa posibilidad si esto sigue avanzando”. La frase se propagó en varios medios, aunque el propio presidente bajó el tono: “Hay que mantener un canal de comunicación”, dijo.

Cerrar las relaciones diplomáticas no es una posibilidad razonable. Si estas se definieran por la aprobación o inconformidad hacia la estructura interna de cada Estado, habría que cerrar embajadas en todos los continentes. Nadie cree que China o Rusia sean democracias, pero todo el mundo quiere tener cercanía con sus gobiernos. En América Latina hay varios gobernantes aferrados al poder, hay restricciones serias a la libertad de prensa y limitaciones a la separación de poderes, y, sin embargo, se mantienen las relaciones.

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En el caso de Venezuela es aún más necesario conservar la comunicación. No es claro que un eventual rompimiento por parte de Colombia, tenga efectos en limitar la creciente consolidación del autoritarismo en el vecino país. Y el hecho de que haya más problemas que en tiempos de normalidad hace aún más necesario que los gobiernos puedan hablar. Los canales diplomáticos son más importantes, precisamente, cuando hay tensiones. Estados Unidos y la Unión Soviética siempre los mantuvieron durante la Guerra Fría, hasta el punto de que los jefes de Estado tenían siempre abierto un teléfono rojo para llamar a su contraparte en los momentos difíciles. Por algo se repite tanto la frase de que los países “no tienen amigos, sino intereses”.

Y Colombia tiene más intereses en juego con Venezuela que cualquier otro país del continente. La agenda bilateral es una de las más complejas de la región. La población de origen colombiano al otro lado de la frontera es tan amplia –se estima entre 1 y 3 millones de personas–, que la Cancillería tiene 15 consulados en territorio venezolano. Una ola de migración hacia Colombia a raíz de la crisis del gobierno de Maduro cada día es más probable. La inseguridad de la frontera requiere más atención de los dos países que la que está recibiendo. El comercio se ha desplomado frente a lo que fue hace 15 años, pero las exportaciones cercanas a 500 millones de dólares no son despreciables y pueden llegar a ser fundamentales para algunas empresas. Y el gobierno de Caracas es garante en el intento de diálogo con el ELN. La agenda de trabajo, en fin, es muy compleja y una ruptura solo contribuiría a debilitar, aún más, los instrumentos para enfrentarla.

Otra alternativa sería que la comunidad latinoamericana rompiera relaciones con Venezuela en una decisión colectiva. Quienes la proponen tienen en mente la coyuntura histórica de 1961, cuando, después de que el presidente venezolano Rómulo Betancur denunció que Fidel Castro apoyaba a la guerrilla de su país, todos los países menos México cortaron relaciones diplomáticas y decidieron marginar a Cuba de la OEA. Sin embargo, el momento actual es muy diferente. En los años sesenta la política estaba determinada por el sentimiento anticomunista de la Guerra Fría. Hoy la región está dividida. Venezuela cuenta con los aliados del Alba y de sus protegidos en el Caribe, con cuyos votos ha logrado evitar, hasta ahora, que la OEA avance para aplicar la Carta Democrática. En todo caso, el aislamiento diplomático de Cuba no tuvo mayor efecto para democratizar el régimen político, hasta el punto de que Estados Unidos, bajo la Presidencia de Barack Obama, decidió echarlo para atrás.

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La semana pasada tuvo lugar en Lima, Perú, una reunión de los cancilleres de los países que en la OEA han abogado por aplicar la Carta Democrática. Un grupo informal que abandera la línea dura, en el que participan algunos de los grandes del continente: Canadá, México, Colombia, Brasil y Argentina. No asistieron Estados Unidos -que tiene su política propia basada en sanciones personales a miembros del alto gobierno y que, según Donald Trump, “no descarta una opción militar”- ni los amigos de Venezuela. Expidieron una declaración drástica, que incluso afirma que hubo “un quiebre decisivo”, y que la constituyente como sus actos “son ilegítimos”. Pero quedó claro que ni siquiera en este conjunto de 12 países hay, al menos por ahora, ambiente propicio para romper relaciones con Caracas. El gobierno de Nicolás Maduro está cada día más aislado, pero no tanto como el de Cuba en plena Guerra Fría.

Para Colombia, de hecho, la experiencia con Fidel y Raúl Castro arroja la conclusión de que fue más conveniente mantener relaciones que acabarlas. Bogotá y La Habana rompieron vínculos en 1961, cuando lo hizo casi todo el continente, los restablecieron en el gobierno de Carlos Lleras seis años más tarde, y volvieron a quebrarlos durante la administración de Julio César Turbay, en 1980. César Gaviria inició la etapa final, caracterizada por el apoyo decidido de los Castro a los diálogos de los gobiernos de Gaviria, Pastrana, Uribe y Santos con los grupos guerrilleros de las Farc y del ELN. Los rompimientos en 1961 y 1981 sucedieron por el apoyo de La Habana a la insurgencia, y paradójicamente tras retomar las relaciones Cuba se convirtió en un aliado cercano de la búsqueda de la paz.

Mantener “un canal abierto” con Caracas, según expresión del presidente Santos, es la opción más recomendable desde el punto de vista diplomático y de una política exterior seria y de largo plazo. Pero no es la alternativa más vendible. La evolución de Venezuela hacia el autoritarismo genera pasiones que la convierten en tema de debate de la política interna en varios países. En México le llueven críticas al candidato puntero en las encuestas, Manuel Andrés López Obrador, por el peligro de que con un eventual triunfo suyo ese país corra la misma suerte de Venezuela. En Argentina, el presidente Mauricio Macri dice que la nación “estuvo cerca del camino venezolano”, para contrarrestar el intento de Cristina Kirchner de regresar al poder. En España el movimiento Podemos se defiende de cuestionamientos que le hacen por su cercanía al chavismo. Y en Colombia el debate sobre la amenaza castrochavista está en el centro de la campaña electoral, impulsado por el uribismo.

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Defender una política moderada es menos rentable que el discurso demagógico de la mano dura. Desde ya se puede prever que varios candidatos caerán en la tentación nacionalista, alimentada además por las provocaciones diarias de Maduro. Ese clima puede explicar también el cambio de tono del presidente Santos y su reciente desliz sobre la eventual ruptura. Pero los intereses nacionales estarán mejor preservados en la medida en que los candidatos –y el propio gobierno– no utilicen la bandera antichavista en la campaña.