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UN DIA TREMENDO

Allanze 'El saqueo de una ilusión' inicia, con textos de varios autores y fotos inéditas de Sady González, la conmemoración de los 50 años del Bogotazo. Prólogo de William Ospina.

12 de enero de 1998

El cartel dice: Roma, ciudad abierta. Era la película que aquel día presentaban en el cine Faenza, y ese bien pudo ser el último letrero que Gaitán vio en su vida, pues ocupaba la pared diagonal al sitio donde fue asesinado. ¿Por qué algo tan corriente como un letrero en una pared puede conmovernos? Quizá Gibbontenía razón y lo patético de la historia está en los detalles menudos, en lo circunstancial y a veces en lo aparentemente anodino. La poesía, aun la más sublime, suele estar hecha de circunstancias, y Dios, se dice está en los detalles. Tal vez ese sea el valor central de este libro: rescatar del abismo de lo que pudo ser solo olvido unos cuantos elementos vívidos de una jornada que a todos los colombianos nos toca con particular intensidad: devolvernos por un instante la viva realidad de un día tremendo. Era una fría ciudad de trajes oscuros, de edificios solemnes, de autos negros y severos. Había un aviso de Coltejer en la loma, abajo del cerro de Guadalupe; había señoras con faldas a la rodilla, chalecos y sacos de hombros cuadrados, a la manera de Garbo y de Dietrich; había soldados con trajes y cascos diseñados siguiendo el más puro modelo alemán; había hombres de trajes cruzados y sombreros que seguían fieles al estilo gardeliano de la década anterior; había hileras de postes con globos de luz en la carrera séptima; los tranvías subían por la calle décima frente al Capitolio, giraban por la séptima, y se precipitaban hacia el norte. (...) La arquitectura era hermosa, bellas esas puertas de madera guarnecidas de círculos de metal, elegantes los abrigos y los modales. Eran casi las mismas calles de la última foto conocida de José Asunción Silva. Y allá, atrás, los cerros siempre brumosos de una ciudad en la que lloviznaba sin cesar. Era el paisaje corriente de un día cualquiera en una ciudad de los Andes. Una conferencia internacional había congregado personalidades de todo el continente, y fuera de la profusión de banderas frente al Capitolio nada extraordinario se anunciaba en aquella jornada. Pero hay días que se escapan a la ley natural del tiempo de fugacidad y de olvido, y que resurgen de su propia humareda con una imperiosa pregunta en los labios. De los escombros del 9 de abril de 1948 nació mucho de lo que hoy es Colombia, y por eso no dejamos de interrogarlo; por eso estas imágenes, hijas del azar y de la zozobra, llegan a nuestros ojos con el resplandor de una promesa que solo en parte cumplirán, pues lo que tenemos que descubrir está principalmente en nosotros, en el modo de estar ordenados como nación, en el tipo de mirada que arrojamos sobre nuestro destino.
Gaitán
Miremos a Gaitán. Era un mestizo, como tantos otros que han llegado a ser de nuestra clase dirigente, un hombre público que se hizo a sí mismo. Lo que no le perdonaban en los salones no era su sangre india, pues en Colombia cualquiera la tiene, sino haber sido fiel a esos orígenes, proponer una democracia en uno de los países con mayor tradición señorial del continente. Esa fue su grandeza y esa fue su desdicha, pues no solamente creyó en la democracia como alternativa para el país, sino que creyó en la democracia real del país en aquel momento.Estaba seguro de que llegaría al poder y de que llegaría por el camino civilizado de los votos. Le advirtieron que podía ser asesinado, pero no lo creyó. Se sentía rodeado por la admiración y la lealtad de la muchedumbre, se sentía seguro del respeto que le mostraban los poderosos. En las fotografías junto a los jefes liberales, en esa reunión privada en su propia oficina, se permite asumir los grandes gestos del caudillo. Y allí, al fondo, esas fotografías de obras de arte clásicas enfatizan su afición por la tradición latina: los monumentos funerarios y el David de Miguel Angel, el Perseo de Benvenuto Cellini. Solía decir que él no era un hombre sino un pueblo. Es una frase retórica, pero sugiere que le habría gustado contener en sí todas las pasiones y las contradicciones de su pueblo. Ambición y sencillez, combatividad y confianza, furor e ingenuidad, vitalidad e inteligencia. Y él era ambicioso, combativo, confiado e ingenuo. Era enérgico, clamoroso y sanguíneo; era insolente, frentero, huracanado y lúcido. Oírlo hablar (las grabaciones magnetofónicas nos lo permiten) es sentir cómo se organiza al instante en el lenguaje una sicología turbulenta y compleja, bien gobernada por la inteligencia y por un paciente propósito. Era un político, con lo que de faccioso y de ambicioso tiene esa expresión; un hombre obsesionado por el ideal de la justicia, para lo cual se requieren una o muchas gotas de resentimiento, es decir, de pasión justiciera. Había tomado como modelos a los romanos, padres del derecho; con los romanos había estudiado, pero la oratoria no la aprendió de ellos sino de sus maestros colombianos, expertos en una retórica florida que solo Gaitán transformó en sustancia. Son célebres los discursos de Miguel Antonio Caro en el siglo XIX, los de Ñito Restrepo y de Guillermo Valencia, en el XX. Son célebres los discursos insonoros, pero abundantes en recursos, de Vargas Vila, quien mezclaba la tinta con hiel y con vinagre. Hobsbawn puede creer de buena fe que los grandes gestos histriónicos le venían a Gaitán de Mussolini, porque no está obligado a conocer la tradición de elocuencia que nutrió siempre nuestra vida parlamentaria, pero él mismo ha puesto las cosas en claro al decir que el discurso de ambos no podía estar más alejado, que el nacionalismo gaitanista era un esfuerzo por darles lugar en la democracia a los millones de colombianos pobres tradicionalmente maltratados por la mezquindad de las élites. Gaitán denunció a los partidarios del Eje. Gaitán defendió la libre competencia de los partidos y su necesidad en una democracia. Era un liberal popular nacionalista en tiempos en que esas tres cosas juntas tenían sentido. Sus enemigos, evidentemente, eran los del país.
Una valoración justa de Gaitán no se puede limitar al examen de sus gestos, ni a la crítica de los excesos de algunos de sus partidarios, ni a los posibles desaciertos de su vida pública. Ahí están sus discursos; ahí está su ideario, con todo y sus inevitables contradicciones; ahí están los actos de una vida asombrosamente fiel a sí misma, y ahí está sobre todo esa elocuencia que no suele perderse en meros énfasis retóricos, que se permite lo que nunca se permitieron nuestros oradores: reflexionar en la improvisación, emitir conceptos, pensar la poítica al mismo tiempo que se la vive. Estamos un poco lejos ya de ese tono apasionado y tremendo, de ese pathos del hombre público que quiere canalizar la energía de la muchedumbre, pero no estamos lejos aún ni de esas ideas ni de esos ideales. Colombia sigue necesitando muchas de las cosas que Gaitán advirtió y exigió, y si seguimos hundidos en la misma barbarie que él indignadamente denunciaba, es porque ninguno de nuestros gobernantes desde entonces ha asumido con valor los desafíos históricos de la nación. Nadie obtuvo jamás el respaldo popular que le confiriera a su acción verdadero poder político transformador, y por ello todos se limitaron a ser los melancólicos administradores de las tremendas injusticias que encontraban.

Gaitán cometió sus errores. Uno de ellos (pero no sé si habría sido posible entonces evitarlo) fue permitir que su movimiento político girara exclusivamente en torno suyo y se alimentara solo de su voz y de sus ideas. Esa estructura caudillista hizo del gaitanismo algo enardecido y tremendo, pero irremediablemente frágil. Muerto el caudillo, desaparecida la tremenda energía que irradiaba, la contundencia de su voz y de sus gestos, ninguna fuerza cohesionadora quedó para unir a un pueblo que había sido educado por siglos en el arte triste de odiarse y de despreciarse a sí mismo. Incluso se diría que la ferocidad con que Colombia se odió en los 20 años siguientes nace de ese fracaso histórico. Un pueblo que nunca había existido de un modo tan definido y tan exaltado vio en el derrumbamiento del líder la disolución de su rostro apenas conquistado, y ello le dio a la aventura previa el carácter de una desmesurada ilusión. La democracia solo puede construirse con democracia, y a anhelar la democracia finalmente nos enseñan más los tiranos que los redentores. Es posible que otro error de Gaitán estuviera en el tono permanentemente desafiante de su discurso. No eran falsas sus afirmaciones con respecto al carácter apátrida de las élites colombianas, a su triste falta de carácter y de amor por el país, pero Colombia necesitaba, y sigue necesitando, un proceso de educación de unas élites asombrosamente rudimentarias, que con su avidez y su insensibilidad no solo han maltratado el país sino que han arruinado su propia posibilidad de vivir en un país decente. Nadie ignora que los ricos en Colombia son los ricos que peor viven en el mundo. La calidad de vida de las clases dirigentes en cualquier sociedad industrial moderna demuestra que lo que les falta a nuestras élites económicas, políticas y sociales, es inteligencia y sensibilidad. Se han resignado a vivir en la precariedad y en la zozobra, y les basta el triste lujo de discriminar a sus conciudadanos para sentirse mejores. Pero la sociedad requiere caminos de entendimiento y de prosperidad general, y la historia ha demostrado que ese entendimiento es posible. Colombia no podría cambiar sin un cambio de conciencia de un sector, al menos de su clase dirigente, y para ello hay que señalar los males y advertir las consecuencias. Un lenguaje meramente acusador y una verdad dicha siempre de frente no prometen mucho en un país tan síquicamente frágil como el nuestro. Todo colombiano anda a la defensiva, toda verdad dicha con vehemencia no se recibe como un consejo sino como una afrenta. Es triste decirlo, pero no fue por falta de verdad, sino por exceso de sinceridad, que Gaitán fue destruido. Otro error fue su irrestricta fe en la legalidad, su excesiva confianza en la lealtad de sus enemigos. Le hizo pensar que podía hablar con dureza porque la democracia así lo permitía, le hizo pensar que podía hablar con sinceridad porque las instituciones protegerían esa verdad, le hizo pensar que el poder verdadero era la expresión democrática de las mayorías. Pero allí estaban los dueños de la tierra; allí estaban los alarmados políticos del partido contrario y, peor aún, los de su propio partido; allí estaba una Iglesia facciosa, llene de intereses creados, y allí estaban los dueños de los grandes medios de comunicación, tradicionalmente hermanados con el poder. Así que mientras Gaitán movía sus fichas a la luz, a los ojos de todos, oscuras cosas se movían en la sombra. Frases en los conciliábulos, sermones en el púlpito, insinuaciones en las fiestas de los poderosos, editoriales en los medios de comunicación, y entre todos fueron articulando un texto terrible de intolerancia y de ciega violencia. Gaitán concitó contra él la barbarie de unos poderes que solo podían fingirse democráticos mientras ninguna fuerza social viniera a disputarle seriamente su hegemonía. Y el poder colombiano reveló, en últimas, su verdadero rostro.
Algo muy oscuro
El hecho acaba de ocurrir. Hace un instante un desconocido ha disparado contra él. La ciudad parece haber perdido su ritmo. Los rostros consternados miran hacia ninguna parte. Algunas de estas fotografías muestran ese estupor, esa perplejidad que ya agrava de presentimientos los rostros. Quien tenga alguna conciencia de los asuntos públicos y alguna noción de la historia debe sentir allí que algo muy oscuro se cierne sobre el país. Una ciudad (Joyce lo había mostrado 30 años atrás) es un tejido de millares de hilos independientes que se cruzan, vidas tangentes y contingentes, vidas ignoradas y paralelas que continuamente se aproximan y se paran. Un hecho puede hacerlas simultáneas y concéntricas. Ahora un hecho terrible ha unido los destinos, un momento los hace a todos contemporáneos, pero ese mundo que por unos minutos es de todos, inmediatamente empezaría a desintegrarse, a volver a sus elementos constitutivos. El antiguo desorden lo reclama todo otra vez, ya en los rostros enterados de su derrota empieza a aparecer el afán de destrucción y de venganza. Una venganza sin rumbo, tan ciega como el fuego mismo, algo que avanza destruyendo porque no es un propósito sino solo una fuerza, una expansiva ley natural.Los trabajos del fuego. Justo frente a la escena del crimen hay dos tranvías derribados y otro en pie todavía en llamas. Las llamas devoran el edificio del diario El Siglo, y vemos en secuencia ese tremendo proceso de demolición. Las puertas ceden al empuje de las llamas, el humo se arrastra sobre los andenes. Arden los tranvías en la Plaza de Bolívar, en la avenida Jiménez, frente a la Gobernación, en hilera. Pasan hombres enardecidos. La desnuda 'mataganado' terciada a la cintura; el licor y los machetes; el palo y el puñal. El tranvía Nº 10 con el letrero de la ruta: Av. Chile- San Francisco, atrae a estos hombres que hacen el esfuerzo por descarrilarlo y volcarlo. Y allí están los obreros completando la labor de las llamas. Lo demás es pesadumbre y caos: soberbias balaustradas humilladas por los escombros, sillas y escritorios en los lotes anegadizos, ante las desamparadas estatuas, como parte de un decorado surreal, puertas rotas abiertas a escaleras solemnes que no llevan a ninguna parte, la ruina hacia lo hondo de puertas sucesivas, los serios rostros inexpresivos de la pléyade liberal, gentes que corren sin rumbo, la amenaza omnipresente, esos buses con la bandera de la Cruz Roja y, junto a ellos, hombres que alzan los brazos sin que podamos saber ante qué o ante quién se rinden: casi oímos el rumor de los pasos, el crujir de las maderas, las detonaciones lejanas. Aquí está el cortejo fúnebre. Lo sabríamos de todos modos por la asombrosa nitidez de esos miles de personas enlutadas que, con la Marcha del Silencio, se preparaban para el triunfo y ahora van al entierro de sus ilusiones. Pasan ensombrecidos por el Parque Nacional, junto a las grandes coronas de lirios blancos, y allí está la joven viuda enlutada, y allí vemos los grandes ojos pensativos de la hija. Muy lejos de allí abundan otras imágenes, de la muerte: una mujer que se cubre la nariz con un pañuelo, la desnudez del cadáver del asesino en un cajón lastimero, las huellas que dejaron sobre el asfalto los zapatos manchados de sangre. Ningún detalle es desdeñable: ni la pesadumbre de los rostros junto a las abigarradas coronas fúnebres ni las limpias líneas escritas a máquina del discurso del político, ni la atención con que el hombre que enciende su cigarrillo mira al fuego, al mismo fuego que acaba de consumir la ciudad, ni esa iglesia completamente vacía, ni esa fotografía que parece un símbolo de lo que todos los colombianos somos desde entonces: un hombre que lee un libro cuyas páginas quemadas solo entregan a medias su contenido. Porque siempre conocemos solo una parte, porque la otra mitad de la historia siempre falta. Las fotografías ayudan a rescatar los detalles perdidos, que son tal vez el verdadero sabor de la realidad".