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'YO HICE PARTE DEL DESEMBARCO'

Eduardo González Zuleta, un bogotano que fue herido en la batalla más importante de la II Guerra Mundial, narra sus experiencias en el ojo de la tormenta.

27 de junio de 1994

EL 4 DE JUNIO DE 1944 YO llevaba más de nueve meses sin ver a un civil. Estaba sentado en un campamento aliado en las costas de Inglaterra, cerca al Canal de la Mancha, cuando un oficial de nuestra división nos informó que en menos de dos días teníamos que desembarcar en Normandía y emprender una gran ofensiva contra los alemanes. En ese momento no alcancé a imaginar que esa batalla se iba a convertir en el día más importante de la Segunda Guerra Mundial.

Ese giro de mi vida comenzó al terminar mi bachillerato en el Gimnasio Moderno, de Bogotá, en 1937, cuando viajé a Estados Unidos para estudiar Ciencias en la Universidad de Purdue en West Lafayette (Indiana). Recuerdo bien el momento en que decidí alistarme. Corría el mes de diciembre dc 1939. Yo me encontraba en Hammond, cerca a Chicago, cuando por la radio se informó a todos los hombres de entre 18 y 45 años que debían presentarse en la brigada militar más cercana. Llegué allá y lo primero que me dijeron era que tenía la opción de regresar a Colombia o entrar de una vez al Ejército. Sin pensarlo mucho decidí ingresar a las tropas, pues mis amigos lo habían hecho, en las calles ya no se veían jóvenes y para mí, un muchacho de apenas 21 años, entrar al Ejército se veía como una gran aventura. A mis familiares en Bogotá no les conté nada hasta cuando me asignaron un número y me dieron la placa metálica con mi nombre, que me colgué al cuello. Aunque ellos se angustiaron, ya no había forma de arrepentirme.

A los dos días de estar en la base de Hammond nos enviaron a un centro de entrenamiento que quedaba en la Florida. Allá permanecí por más de cuatro años realizando ejercicios de maniobras de todo tipo, hasta que decidieron enviarnos a Boston, para de allí zarpar en unos vapores hasta Inglaterra.

Cuando estábamos atravesando el Atlántico, todos nosotros caímos en la cuenta de que había llegado la hora cero: el momento de la guerra. Pero todavía reinaba un cierto ambiente de tranquilidad dentro de los miles de soldados que se desplazaban a Europa. Las imágenes de la guerra aún no estaban registradas en nuestras conciencias.

A las costas inglesas llegamos en febrero de 1944. Permanecimos en ese lugar en entrenamiento hasta ese momento en que el oficial nos dio la orden de alistar nuestros implementos para desembarcar en Normandía dentro de dos días. Todos sabíamos que el desplazamiento de soldados iba a ser muy grande y que era más de una división -cada una con más de 18.000 hombres- la que participaría en el desembarco. Pero lo que ninguno de nosotros se imaginaba era lo que ésta operaciòn iba a significar para la humanidad.

Desde que me dieron la noticia me empecé a preparar para el desembarco. Nos dieron la orden de viajar con cuatro pantalones puestos y con un cargamento de 50 kilos en la espalda. En los morrales llevábamos implementos de primeros auxilios, ropa, municiones y unas cajitas con la comida, entre otras cosas, que teníamos en la cintura. Finalmente yo me embarqué en uno de los tantos buques que entre el 6 y el 10 de junio llegaron a las playas de Normandía. Salimos de noche. Dentro de la embarcación sólo se oía el ruido de los motores y el golpe del agua contra las paredes del barco. La mayoría de mis compañeros se encontraba en silencio. Todos estábamos reflexionando sobre lo que se venía encima. Así pasaron las 10 primeras horas de las 12 que se demoró el viaje. Ya en el amanecer, cuando se alcanzaba a vislumbrar la costa, un proyectil de un tanque alemán cayó muy cerca de nosotros. Fue el primer momento en que verdaderamente me sentí en la guerra.

El desembarco se realizó en absoluto silencio. Cada uno sabía en dónde se tenía que ubicar. Para ese momento el mayor peligro había pasado. La artillería de las divisiones anteriores habían sido las encargadas de romper toda la defensa alemana, que, además de muros en concreto en el mar, alambres de púas y minas en la playa, tenían un pequeño frente con unos cientos de hombres que no alcanzaron a hacer nada contra los miles de soldados aliados que desembarcaron.

Desde el momento en que pisé tierra hasta cuando empezamos a avanzar pasaron 48 horas. Era necesario desembarcar los 400 tanques y los cientos de camiones con municiones que llevaba nuestra división. Lo que más me impactaba era el sonido y el olor que se percibía. No era nada fácil acostumbrarse al ruido de los proyectiles pasando por encima de mi cabeza y al olor de animales muertos y árboles destruidos... Un olor como a naturaleza muerta. Pero lo más impresionante fue cuando vi por primera vez a los alemanes. Se veían invencibles. Tenían unos cuerpos enormes y pertenecían a una generación educada toda la vida para combatir.

Todo este ambiente hacía que yo viera a la muerte como algo que podría llegar en cualquier momento. Nosotros íbamos detrás de los tanques, acabando con los que quedaban vivos. Era tensionante estar disparando a otra gente, pero en eso consistía el entrenamiento: en quitar los nervios. Cuando oscurecía y era hora de dormir, yo buscaba un sitio en donde no corriera peligro. Me acostaba y al poco tiempo ya me estaba levantando para buscar otro lugar más seguro. Era como jugar a las escondidas. Al que mejor se escondiera, nada le pasaba. Así eran todas las noches.

Alguna vez, cuando estábamos en las praderas francesas, había que atravesar un gran potrero para armar las trincheras. Nos pusimos en fila india y uno a uno tenía que correr por el pastizal, pasar al lado de una casa en donde nosotros creìamos que había enemigos y seguir hasta llegar al objetivo. Cuando yo logré atravesar el potrero y miré hacia atrás, me di cuenta de que no venía nadie. Todos habían caído bajo el fuego de los alemanes, que habían comenzado a disparar un segundo después de que yo había estado a salvo.

Todos los días pasaban cosas por el estilo, cosas que afortunadamente se borraron de la memoria. Sin embargo, hay otras imágenes que me han acompañado durante toda mi vida y que me ha sido imposible olvidarlas. Todavía me parecer estar viendo aquel alemán que estaba tirado en el suelo y que sangraba por todas partes. Yo pasé frente a él, lo miré, y lo único que hizo fue señalarme su fusil con la mano derecha, mientras que con el dedo índice de la mano izquierda me señalaba la parte superior de su cabeza... Quería que lo matara...

En otra ocasión, pasaban cerca de mí unos compañeros en un jeep, cuando les cayò un proyectil y salieron todos volando despedazados. Esas cosas no se le olvidan a uno nunca.

Unos días despuès, en la batalla de Caen, en septiembre, el herido sería yo. Me encontraba en una trinchera cuando un fragmento de granada me cayó en el brazo derecho. Inmediatamente saqué un vendaje impregnado de penicilina que tenía en mi cinturón y me lo puse. Me inyecté un poco de morfina, y, cuando ya estaba relajado, un muchacho de la Cruz Roja llegó a auxiliarme. Me sacó del frente de batalla y me subió a una ambulancia que se dirigía a la costa para que tomara un avión rumbo a algún hospital en Inglaterra. Allá duré seis semanas, el tiempo necesario para mi recuperación. Los oficiales me enviaron nuevamente a mi división, que ya había pasado por Parìs, algunas semanas después de que De Gaulle entró a la capital francesa. Ya eran días tranquilos. Nosotros íbamos en la retaguardia a bastantes kilómetros del frente de batalla.

Atravesamos Francia, mientras dejábamos en el camino hileras de soldados muertos. Esto es lo más difícil de la guerra. Constantemente uno se encontraba con gente herida o muerta y la orden era no hacer absolutamente nada. Tocaba seguir avanzando. Si a un compañero lo herían, sólo un soldado se podía quedar con él; los demás continuábamos nuestro camino. De los 180 hombres de mi compañía de entrenamiento, quedaban sólo 20 cuando fui herido.
Después de Francia, atravesamos Bélgica, y en la frontera nororiental con Alemania, en Aquisgrán, sin saber de dónde ni cómo salió, un proyectil de un arma pequeña me pegó en la pierna derecha. Esta vez me enviaron a un hospital en Francia, y los oficiales decidieron que ya no era necesario ir a combate nuevamente. Entonces viajé a Inglaterra en donde estuve por unos días en la Policía Militar y otros en la oficina de correos. Era otro ritmo, se perdía mucho tiempo y los días pasaban sin que uno se diera cuenta. Incluso llegué a conocer al actor Mickey Rooney y a Joe Louis, el famoso boxeador.

Finalmente llegó el momento que todos estábamos esperando: el fin de la guerra. No recuerdo muy bien el preciso instante en que nos dieron esa noticia; pero sí tengo muy grabado en la memoria que sólo tres horas después de ese instante todo el licor que había en Londres estaba agotado.