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“Yo mejor apago el sonido y solo la miro”: La Pulla

A propósito del reciente movimiento en redes sociales en contra de la violencia contra las mujeres, quisimos preguntarles a varias periodistas jóvenes si han vivido –y cómo han vivido– el acoso o el abuso en relación con su oficio. Esto fue lo que respondieron.

Redacción Arcadia
17 de octubre de 2017

La noticia de los acosos y abusos sexuales del productor estadounidense Harvey Weinstein a ciertas actrices –algunas de ellas apenas empezaban sus carreras– desató, en estos últimos días, una ola de indignación, denuncias, confesiones y debates en redes sociales. Pero el tema no se limitó al caso preciso de Weinstein y a todo lo que no funciona en la industria: hubo, además, todo un movimiento transnacional –que se sigue esparciendo en las redes sociales mientras escribimos este artículo– con el hashtag #metoo (#yo también).

La idea es visibilizar no solo el acoso del que han sido víctimas las mujeres, también el silencio y la indiferencia que reina sobre estos temas.

Mediante la reproducción sistemática del mismo mensaje, el objetivo es que se haga evidente y visible la magnitud del problema; y que el fenómeno está mucho más cerca de lo que creemos: que nuestras hermanas, amigas o colegas han sido víctimas de una violencia inaceptable, aunque común. Así, mujeres famosas, mujeres corrientes, mujeres invisibles e incluso hombres solidarizándose con la causa han publicado en sus propios perfiles que, como esas actrices de Hollywood, han sido víctimas de alguna forma de violencia de género.

La discusión, necesaria y urgente, quisimos mirarla a través del lente de nuestro propio oficio. Es decir, quisimos empezar a pensar –o seguir pensando, porque este problema es viejo como el machismo– en cómo las periodistas nos vemos acosadas de maneras sutiles, violentas o muy violentas haciendo nuestro trabajo, ya sea por nuestras fuentes, por nuestros colegas o por nuestros jefes, que de cierta manera se aprovechan de su posición de poder para ejercer algún tipo de presión o maltrato.

Les pedimos, entonces, a algunas colegas que apenas empiezan sus carreras –o que fueron víctimas de ese tipo de violencia cuando las empezaban– que nos contaran cómo ha sido, desde su propia experiencia, la relación entre el acoso, el abuso, la violencia de género y su trabajo.

Esto fue lo que respondieron, quienes respondieron.

María Paulina Baena, periodista de La Pulla

En el caso de La Pulla, hay una diferencia entre cuando la presento yo y cuando la presenta Juan Carlos Rincón [otro periodista del equipo]. Uno podría rastrear, a partir de eso, que hay un problema evidente de género: cuando la presenta Juan Carlos, los comentarios en las redes sociales nunca tienen que ver con su condición de ser hombre, con como luce frente a la cámara o con como habla. A mí, en cambio, me dicen “Péinese”, “No me grite”, “No sea cantaletuda”, “Por qué se expresa como un hombre”. Lo máximo que le han preguntado a Juan Carlos es si él es mi hermano trans, que de todas maneras es una reiteración de la discriminación de género muy conectada con la idea que se tiene de lo femenino. También me han dicho: “Venga mejor y la pullo con este aguijón”, “Yo a la pulla le doy como a play prestado”, “Yo mejor apago el sonido y solo la veo”, “Por qué no eres más femenina y dulce”. Siempre se dirige la atención hacia eso. No importa si tocamos el tema del fiscal o del feminismo: siempre hay un comentario desviado hacia mí como mujer.

Antes de La Pulla, yo sabía que la violencia de género era una cosa que pasaba, porque igual uno siempre es objeto de abusos, del típico piropo, de la condescendencia. Pero desde que empecé a hacer La Pulla fui realmente consciente de la salvajada de esa violencia. Gente que no me conoce, que no sabe quién soy ni de dónde vengo, expresa un odio visceral que no sé de dónde viene.

Ya me cansé de leer los comentarios, que al final siempre son el mismo. Siento que contra eso no hay cómo pelear. Siento que es hablar con un montón de trogloditas, siento que es un desgaste excesivo.

Por último quisiera contar que antes, cuando era periodista de una sección del periódico, las fuentes me trataban con un poco de condescendencia. Me decían, “Ay pero tu eres muy joven. Pero cómo así, ¿tu eres la periodista? ¡Pero si eres una niña!”. Con La Pulla es como si me hubieran cogido respeto. Es una reverencia muy estúpida porque yo sigo siendo la misma que cuando era redactora. Ahora, sin embargo, creo que a los políticos, y a quienes pullamos en general, les asusta la idea de la viralidad.

Diana Durán, editora judicial de El Espectador

Debo admitir que el miedo ha diluido muchas veces mi ímpetu a la hora de ser reportera. No acepto reuniones con fuentes después de las 6:00 de la tarde, no acepto reuniones en sus casas a menos de que vaya acompañada, nunca los invito a mi casa, no acepto salidas sociales con ellos, cuando viajo no me despego del fotógrafo que me acompaña. Tengo colegas reporteros que sí hacen todo eso y, debo decirlo, les rinde buenos frutos. Ellos, estoy segura, nunca han pensado que una comida puede ponerlos en una posición incómoda. Yo, en cambio, nunca dejo de pensarlo.

Hace unos años fui designada para cubrir la Fiscalía General de la Nación. Así conocí a un fiscal que, sabíamos todos, era protegido de uno de los duros de la Fiscalía y los resultados de su trabajo tenían relevancia informativa. Cuando lo conocí, de inmediato me empezó a invitar a salir. Al principio, con frecuencia recibía mensajes suyos preguntándome a qué hora me iría de la oficina, y si esa noche, por fin, aceptaría tomarme una copa de vino con él en su apartamento. No acepté y, en cambio, insistí en manejar mi relación con él estrictamente en los términos de periodista y fuente. Hasta que un día me lo encontré en un pasillo del búnker de la Fiscalía. Nos saludamos, hablamos par de minutos, y cuando fuimos a despedirnos, me agarró de ambos brazos. Me puse muy nerviosa, pero aún pensaba que podría zafarme de la situación sin necesidad de confrontarlo. De repente, lanzó su cara hacia la mía y entendí que su intención era besarme. Lo único que me permitieron los nervios fue escurrirme, soltarme, dar un paso hacia atrás y huir. Luego le mandé un mensaje de texto en el que dije que no podía hacer eso conmigo nunca más. Recuerdo que se rió. Para él lo que pasó no fue importante. Para mí lo fue tanto que todavía me da rabia. Si me animo a contar esto es simplemente porque creo que hay que romper con conductas que hemos asumido como normales por demasiado tiempo.

Alejandra Quintero Nonsoque. Periodista, actual directora del programa de Comunicación Social de la CUN

Me sucedió al iniciar mi carrera periodística. Trabajaba para una emisora pública. Mi jefe directo me invitó a salir. Cuando yo le dije que no me interesaba y que no quería tener nada con él, empezó a acosarme. Se sentaba, por ejemplo, a escuchar el programa que yo presentaba. Anotaba error por error. Al final me llamaba y empezaba a decirme todo lo que había hecho mal. Hacía conmigo un análisis que no hacía con nadie más. Yo en ese entonces trabajaba unas horas para esa emisora y también trabajaba en otro lugar, porque no había contrato de exclusividad. Mi jefe, al darse cuenta de eso, habló conmigo y dijo que lo mejor era que me fuera, que no trabajara más en la emisora. Empezó a cuestionar todo lo que yo hacía, todos los días. En ese entonces, su jefe se fue de viaje, y él aprovechó para decirme que renunciara, que ya tenía lista mi carta de renuncia. No pude despedirme del jefe superior, porque su orden fue que yo no podía entrar más a la emisora y que lo mejor era dejar ahí nuestra relación laboral. Todo porque yo no quise tener una relación sentimental con él.

Camila Zuluaga, periodista de W Radio

Ayer en la noche estaba hablando con mi roomate precisamente de eso, del movimiento de #metoo. Ella me decía “Yo nunca he sido violentada”. Lo decía, sin embargo, porque no lo había pensado. En nuestra cultura a veces son tan normales algunas cosas que no deberían parecernos normales... Mucho menos en el campo laboral, cuando tienes una relación de poder con alguien. Yo debo decir que –no sé si por mi personalidad, o por cómo ha sido mi vida laboral– eso nunca me ha pasado en mi trabajo, ni con las fuentes ni con mis jefes. Pero en medio de la discusión que tuve ayer empecé a pensar en que he sido testigo, y me sentí muy mal: he sido testigo y en esas situaciones no he dicho nada, no he hecho nada, sabiendo que yo tengo una voz “mucho más fuerte”, y que hay mujeres a quienes les da temor.

Por otro lado, cada vez que uno manifiesta este tipo de cosas en público, las agresiones son constantes. Lo viví hoy, justamente, en medio del tema del día en la W. Y es que si denuncias ese tipo de cosas, eres una “fundamentalista”, una “radical”, una “feminazi”. Ese patrón está tan arraigado en nuestra cultura, y es tan dominante la visión masculina sobre estos temas, que incluso las mismas mujeres te atacan por ser “absolutista”. Eso es quizás lo que más tristeza me da: enfrentamientos con mujeres en mi trabajo alrededor de si eso [un trato discriminatorio] es o no correcto. No es correcto, no hay que aceptarlo y esta narrativa se debe cambiar.

Mariana Vega, periodista y editora*

Una vez estaba a cargo de un convenio del medio en el que trabajo con una entidad, y contacté a su director para que nos pusiéramos una cita y pudiéramos hablar al respecto. Me reuní con él un par de veces y él empezó a decirme que saliéramos, me invitó a un café, me empezó a decir que por favor lo tuteara. Yo lo rechacé clara y sistemáticamente. Después de eso, seguí buscando a esa entidad para concretar la alianza y nunca volvieron a contestar mis llamadas ni mis correos. Entonces entendí que la negativa a salir con el director fue casi lo mismo que anular el convenio que buscábamos.

Carolina Gutiérrez, periodista de Dejusticia

Para mí fue especialmente chocante descubrir las fórmulas que utilizaban algunos periodistas y editores para conseguir información de fuentes que tradicionalmente han sido muy masculinas, como las fuerzas públicas, la política, el sistema judicial. En esas fórmulas las mujeres son la carnada para llegar a los dueños de la información. Reconozco que en mi ejercicio como periodista reproduje en algún momento esos estereotipos, con la idea de que el hecho de ser mujer me daba una ventaja para llegar a la información. Pero la experiencia me enseñó que el arma más poderosa para ese fin es el conocimiento de la fuente, el manejo de los temas a profundidad y, además, conocer las herramientas que existen (y los derechos que tenemos) para poder acceder a la información.

Mariángela Urbina, periodista de Las Igualadas

Cuando empecé a hacer Las Igualadas descubrí que el periodismo que había hecho antes, o que había tenido que hacer, era un periodismo, en su mayoría, dedicado a consentirle el ego a un grupito de hombres inteligentes. Y digo inteligentes sin el mayor atisbo de ironía. Es decir, muchos de estos hombres, mis fuentes de hace un par de años, son en su mayoría realmente inteligentes. Son hombres creadores, son músicos, son directores de cine, son escritores. Lo digo porque yo empecé haciendo periodismo cultural, y la mayoría de creadores en Colombia y del mundo son hombres. Entonces uno entrevista a hombres. Yo, como periodista, me dedicaba a escucharlos atentamente. Y no hay nada que le consienta más el ego a un hombre creador que ser escuchado por una mujer joven. El problemita es cuando ellos quieren que los sigas escuchando después de la entrevista. Es decir, cuando llegas a la casa y te escriben y te cuentan cosas y te mandan fotos que no les has pedido. Me ha pasado, y entonces no sabía qué hacer: si mandarlo al carajo y ponerlo en su sitio (lo que significaría perder la fuente) o ignorarlo a ver si aprende. O sonreírle. En fin. Era tremenda confusión. Me ponía muy nerviosa. Las Igualadas me ha enseñado que no tengo por qué aguantarme nada que me haga sentir incómoda. Y que el periodismo, ese que nos dijeron que se escribe en tercera persona, no debe nunca someterme a vainas que detesto. Y otra cosa: ese periodismo tampoco debe obligarme a callar mi propia voz. Sobre todo porque este es un país que necesita voces de mujeres hablando de lo que se les dé la gana. Por eso hay que entrevistar cada vez a más mujeres. Y por eso, cada vez más, las mujeres deberíamos escribir en primera persona. Es rico que nos escuchen. Y el mundo lo necesita.

María José Marroquín, editora de la revista Fucsia

Soy antropóloga y mi formación profesional la marcaron mujeres fuertes, con una voz respetada dentro de la disciplina. Sin embargo, la diferencia entre la academia y el trabajo como periodista para mí ha sido absoluta, no necesariamente desde la relación con colegas y jefes (que en mi caso siempre ha sido correcta), pero sí en lo que respecta a la permisividad social que existe hacia la mujer, que vive acosos en carne y hueso durante el quehacer propio de la profesión. ¿Dónde está el límite entre un piropo y un avance lascivo? ¿Cuántas veces no se desvía una investigación o una entrevista porque nuestro nivel profesional se mide según la vara del género? Desde mi transición al periodismo, he tenido que morderme la lengua en varias ocasiones por cuenta de comentarios sexistas o con una connotación abiertamente sexual de algún jefe en tono de chiste. Una vez en particular me pregunté si debía mencionárselo a un superior, pues aunque no estuviera dirigido personalmente a mí, la situación me hizo sentir bastante incómoda. Decidí que era mejor no hacerlo, pues no sabía a quién decirle, ni cuáles serían las consecuencias. Al final me dije “Mejor evitarse problemas”, que es sinónimo de “Me da miedo que tomen represalias contra mí”. Con toda honestidad, sigo dudando de qué manera sería recibida mi queja si la presentara hoy.

Ahora: por trabajar en un medio dedicado al universo femenino, en varias ocasiones he sentido que algunos colegas de los cuales necesito colaboración le dan menos valor, en su lista de prioridades, a mis preguntas que a las de periodistas de otras publicaciones del grupo editorial en el que trabajo. Los temas femeninos son percibidos como superficiales, son vistos bajo la lupa de la condescendencia y se asumen producidos por y para individuos que apenas dan la talla para sentarse frente a un computador a escribir tontadas alegres y pasajeras, y eso también constituye una forma de agresión.

*El nombre ha sido cambiado por petición de la periodista.